Western

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David Torres

Imagen: Wikipedia
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Tarde o temprano los dos pistoleros más temibles del oeste acabarían enfrentándose para ver cuál sobrevivía. Dos negras reputaciones sembradas de muertos les precedían. Eddy “La Gripe” Sánchez, un mulato medio achinado, hijo de un capitán confederado y una bandida mexicana, llevaba tantas muescas en la culata que ya había gastado tres revólveres. Robert Mueslim, “El Húngaro”, era un gigante rubio de dos metros que se alimentaba exclusivamente de frutas y solía rezar un padrenuestro por sus adversarios antes de despacharlos con un agujero en la frente. Aparte de algunos egregios cadáveres, la única persona que había conocido a ambos y vivía para contarlo era Jenny Walker, una puta de diez dólares. Cuando los apostadores le preguntaron quién creía que sería el vencedor, Jenny se rascó las enaguas y dijo: “La Gripe ha matado a más gente, pero no podría deciros cuál de los dos es más rápido”.

Se reunieron en Onion Bridge, en el lecho de un río seco, un día de marzo de 1889, y Mueslim, rubio hasta el fulgor, le pidió a Sánchez que le dejara un lugar a la sombra. A Sánchez el sol le daba igual y concedió el favor al tiempo que escupía para calcular la velocidad del viento. Era un día seco y amarillento, el sol claveteaba las tablas del puente, no se oía ni el chirrido de un grillo. Mueslim terminó de rezar, se puso en pie, se ajustó su chistera de enterrador y se colocó en su lugar, donde la sombra de un travesaño le cubría la frente. Eddy bajó el ala de su sombrero mexicano y se enroscó sobre sí mismo como una serpiente de cascabel. Pasaron diez minutos en los que ninguno de los dos se movió. Se guardaban demasiado respeto como para dar el primer paso. Poco a poco, la sombra de las traviesas abandonó las lentes oscuras del Húngaro y se fue trasladando por el lecho de piedras a cámara lenta. Desde lo alto, algunos lugareños abandonaron sus escondites. Nadie se atrevía ni a susurrar, ni siquiera a parpadear, seguros de que el duelo sería tan fugaz que convenía no guiñar los ojos. Varias horas después, cuando cayó el sol, ninguno de los dos pistoleros había movido una pestaña. Al anochecer, se encendieron las primeras hogueras alrededor del puente. Alguien cuchicheó que, en la oscuridad, La Gripe cobraba ventaja, ya que el Húngaro ni siquiera se había quitado las lentes.

Con la llegada del amanecer, la muchedumbre se animó. Empezaron a subir las apuestas. A media mañana alguien creyó ver un movimiento en el brazo de Eddy y el mundo entero se paralizó: sólo era un abejorro que subía por la manga. Los dos asesinos siguieron inmóviles, quietos, sin decidirse a buscar el revólver para descubrir cuál de los dos iba a engrosar la leyenda y cuál la estadística. Al tercer día casi nadie pensaba que el duelo fuese a concluir. Al quinto empezaron a marcharse los primeros carromatos, mulas y caballos. Sólo quedaron los forofos más recalcitrantes de uno y otro, ansiosos por cobrar sus apuestas. A las dos semanas el campamento se trasladó abajo, frente a las dos figuras que soportaban el sol, el frío y la lluvia como dos estatuas. Ambos contendientes estaban muertos hacía tiempo pero la muerte era lo de menos: era cuestión de ver quién caía primero. Un día se levantó una racha de viento que los cubrió de polvo; al despejarse, ambos, Mueslim y Sánchez, yacían derrumbados sobre el polvo. Un niño dijo que el Húngaro había caído primero pero otro sostuvo que fue sólo porque era más alto. Se declaró un empate.

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