Myanmar: en las entrañas de Buda

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Joaquín Mayordomo

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Vista general de los templos budistas. Buda es el rey en Bagán. / Joaquín Mayordomo

Viajar puede ser todavía una aventura si uno así lo desea. Esto, a pesar de ese mago sin rostro que es Internet, que todo lo “arregla” y lo facilita: desde posibilitar la reserva en el hotel más remoto, en una selva perdida, hasta gestionar el desplazamiento más simple con uno de esos tours operators que llevan a los turistas de acá para allá, empaquetados en confortables autobuses climatizados, mientras por la ventanilla miran y fotografían, como si se tratase de una película, la infinita miseria que “engalana” (¡qué paradoja!) aldeas y ciudades de cualquier país de ésos que en Occidente conocemos como Países del Tercer Mundo. Pero viajar es, también, por ejemplo, subirse al tren periférico que tarda dos horas en dar la vuelta a la ciudad de Yangón y compartir con los autóctonos una experiencia asfixiante de calor y humedad, en la que no cabe ni un alfiler entre tanto cuerpo, cachivache y miseria, mientras unos y otros sonríen al extrañado viajero que se retuerce para dejar pasar a la madre que tira de tres hijos, un cesto de coles y un hato sobre la cabeza que vaya usted a saber qué lleva allí.

Viajar a Myanmar (hasta 1989, Birmania) es asimismo —si se hace en la estación de las lluvias, cuando arrecia el monzón— arriesgarse a tener que ir al hotel caminando con el agua hasta las rodillas por un laberinto de calles inundadas, después de que el taxista se haya negado a seguir avanzando al observar que su coche naufraga mientras el viajero, ¡que no sale de su asombro!, se fija en los niños que chapotean entre risas en ese lago turbio, o en algunos vecinos que, escépticos, se desplazan en canoa por donde hace muy poco circulaba un enjambre de coches y motos. Es decir, cada viaje puede ser una aventura única e irrepetible.

Sin pretender olvidarse de la historia reciente de este país del Golfo de Bengala, bañado por el Mar de Andamán, que no es otra que la de una amalgama de etnias y reinos apenas dispuestos a intentar convivir, sometidos a una dictadura militar que dura más de medio siglo, prácticamente desde que el país alcanzara la independencia en 1948, cabe decir que Myanmar sorprende hoy al extranjero por la calidez de sus gentes, por la común voluntad de ayudarle y por su talante pacífico. Un talante que choca con la intransigencia de la casta político-militar —ahora disfrazada de “civil”— que gobierna al país con mano de hierro.

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Una de las innumerables aldeas flotantes que hay en el lago Inle. / J. M.

Sin embargo, no creo que haya estado jamás en un país dónde me he sentido tan bien; y no ha sido porque el régimen militar imperante en Myanmar nos ofreciese seguridad, no; ha sido porque la honradez y simpatía de sus gentes nos provocaba la mayor confianza. Para el occidental que aterriza en Yangón (antes Rangún) resulta chocante que cualquier mirada con la que se cruza en la calle, ya sea de hombre o mujer, esté dibujada con una sonrisa. Sorprende sobremanera que se te acerque la gente a ofrecerte su ayuda desinteresada, o que Alice, la dueña del hotel Mama Guesthouse, en Mandalay --por citar un caso concreto-- se empeñe en invitarnos (somos tres personas las que viajamos juntas) a una cena birmana de degustación, de ocho platos, para celebrar nuestra partida.

Mas hay que contar ya el viaje. Y, para empezar, nada mejor que hacerlo refiriéndose a los monjes, templos y estupas que proliferan en el territorio birmano como si fueran hormigas. Los niños de este país pasan algún tiempo en un monasterio; y muchos luego son monjes. Así que éstos, como los templos, abundan por doquier. A los recintos sagrados se accede descalzo, cosa que para el pulcro y aseado occidental no deja de ser un problema, pues los rojos escupitajos de betel —una especie de droga blanda que todo el mundo mastica y que, sin ningún pudor, escupe cuando la saliva ya no le cabe en la boca— unidos a las defecaciones de perros y monos (que son, en algunos recintos religiosos, la atracción principal y, que, si te descuidas, te levantan la mochila, la cámara de fotos o el móvil) genera una pátina en el suelo sobre la que cuesta caminar sin sentir repugnancia.

Pero si se supera la prueba, quién viaje a Birmania puede dedicarse a visitar estos monumentos dorados por los siglos de los siglos y no acabará nunca. Los hay de todos los tamaños imaginables; en cualquier calle o plaza de pueblo o ciudad, o en el territorio más alejado, puede haber uno o varios templos arracimados. Da lo mismo; allí donde haya un birmano hay un monje en potencia y por tanto puede levantarse un templo. Los monjes son mayoría absoluta en Myanmar y su influencia social y política, primordial. En las inmediaciones de estos recintos proliferan los chiringuitos de exvotos, recuerdos y puestos de comida, así como grandes urnas en las que los fieles introducen dinero con el que se compra alguna gracia o milagros. Las familias celebran almuerzos en su interior y hay quien descansa o duerme la siesta en ellos. Es decir, los templos birmanos son un espacio magnífico para huir del calor tropical y la asfixiante humedad, mientras se medita o se charla con familiares y amigos. También hay quien sólo acude a rezar, pero, en general, en la nueva Myanmar los recintos religiosos y su entorno engordan la industria turística que es, quizá, la principal industria del país.

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Las mujeres birmanas se protegen del sol con tanaka, una crema casera hecha con sándalo. / J. M.

De Yangón viajamos a Bagán, el valle sagrado en el que llegó a haber más de 4.000 templos; ahora sólo quedan algunos más de 2.000. Según la leyenda, al rey Anawrahta, convertido al budismo de la noche a la mañana, le dio por levantar recintos religiosos; algo que continuaron haciendo sus hijos y herederos con verdadera obsesión; así, 230 años —entre los siglos XI y XIII—, hasta que en 1287 las invasiones mongolas les quitaron tal manía. Hoy la región de Bagán es uno de los principales atractivos turísticos de Myanmar; a ella llegan cada año miles y miles de visitantes ansiosos de admirar la belleza del enjambre de cúpulas sembradas en medio del campo junto al río Ayeyarwady. La verdad es que el lugar, por lo insólito, es espectacular; sobre todo a la salida y puesta de sol, cuando las agujas doradas de estos singulares monumentos chispean por encima de las copas de los árboles.

La ya consolidada industria turística de la región posibilita que los viajeros puedan alquilar bicicletas o pequeñas motos eléctricas —cosa que hicimos nosotros— con las que uno puede perderse en un laberinto de sendas que siempre llevan a uno de esos extraños recintos-cucuruchos invertidos, donde pueden admirarse murales, bajorrelieves y estatuas de Buda, en todos los tamaños y formas.

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Uno de las estatuas de Buda más grandes del mundo, en Monywa. / J. M.

Después de cuatro días intensos viajamos a Monywa —“¿A qué van ustedes a Monywa?”, nos preguntaba la gente. “Allí no van los turistas”, insistían—. Y nosotros nos fuimos a Monywa en un minibús —billete higt class—, en el que yo iba sentado, literalmente, encima del brazo derecho del conductor y Joe, de 1,90, a mi lado, plegado entre el salpicadero y la rendija que le dejaba el asiento enterrado en paquetes. Eso sí, el autobús volaba sobre el asfalto. Y yo fotografiaba todo lo que se nos venía encima. El ayudante del conductor voceaba, no paraba de gritar; con medio cuerpo fuera, asido a la puerta, iba anunciando nuestro paso. Por un momento pensé que avisaba a los campesinos que guiaban sus carros por el arcén, sobre los que transportaban todo tipo de carga, para que “mirasen al objetivo de la cámara”... Iluso. Lo que hacía era avisar a la gente para que se apartase, no fuéramos a atropellarla, ya que el autobús carecía claxon. ¡Él era el claxon! Tampoco funcionaba el cuentakilómetros, con lo que, aunque el cacharro derrapase en las curvas, no cabían quejas: la velocidad era cero.

Viajar a Monywa fue una aventura de cuatro horas (180 km) que nos dejó a los pies de una estatua de Buda de 130 metros (una de las más altas que hay en el mundo) y al lado de un tempo kitsch del que se dice que es famoso porque alberga más de un millón de pequeños budas a modo de ornamento... La estatua, levantada en lo alto de una colina, puede “escalarse” por dentro ascendiendo por sus huecas entrañas hasta el cuello —27 pisos de interminable escalera—para no ver nada, pues los ventanucos que la adornan (los botones de la túnica) siempre quedan por encima de tu cabeza. A esto fuimos a Monywa, una ciudad agrícola donde la gente se sorprendía de vernos y nos sonría siempre mientras paseábamos por el mercado nocturno.

El viaje a Mandalay fue ya otra cosa: lo hicimos en una furgoneta con aire acondicionado que iba recogiendo viajeros por el camino. Mandalay es una ciudad mítica en la que vivimos experiencias curiosas, como la de la visita al templo de Mahamuni Paya. Allí, entre una parafernalia de tiendas y aglomeraciones, hombres devotos —a las mujeres les está prohibido este rito— hacen una cola que no acaba nunca para pegar laminas de pan de oro ¡oro! en la “piel” de un Buda sedante de cuatro metros de altura. Así han conseguido ir engordando a la estatua más de 15 centímetros hasta deformarla. Casi 20 centímetros de oro macizo recubriendo muslos y brazos, espalda y abdomen que más de uno, supongo, estará pensando en cómo arrancárselo.

También asistimos en esta ciudad a un espectáculo teatral un tanto sui géneris. Los Moustache Brothers conforman un grupo familiar que se hizo famoso en la última década del siglo pasado contando chistes contra el Gobierno de entonces. Esto le costó la cárcel al hermano pequeño, Par Par Lay, y una condena de siete años a trabajos forzados que le llevaría a la muerte. El caso tuvo resonancia internacional, haciéndose eco del mismo la ONU. En las principales ciudades del mundo se organizaron vigilias en favor del cómico encarcelado. Tampoco la Nobel de la Paz, Aung San Suu Ky, amiga personal de los artistas, pudo hacer nada. La misma Suu Ky apenas sobrevive políticamente, después de haber permanecido largas temporadas en arresto domiciliario. En cuanto a la familia de cómicos, estos "salen adelante" (en sus propias palabras) organizando veladas teatrales en el salón de su casa, en inglés, para extranjeros. ¡Acudir a estas representaciones es toda una experiencia! Bigotes Lu Maw, el anciano patriarca, cuenta chistes y, tirando de rótulos en varias idiomas, aclara malentendidos provocando la risa con el doble sentido de las palabras. Su mujer ejecuta danzas tradicionales; su cuñado, también ya mayor, hace otro tanto; los hijos, sobrinos... Todos hacen lo que pueden para ganase unos dólares en un país en el que está prohibido ser disidente.

Monzón en Mandalay
El monzón arrecia en el puente U-Bein, en Mandalay; los monjes ni se inmutan. / J. M.

Y el monzón llegó a Mandalay; ya hacía algunos días que nos venía persiguiendo. Nos sorprendió de lleno paseando por el puente U-Bein, de 1.300 metros de largo; el puente peatonal de madera más largo del mundo en el que cientos de monjes se dan cita cada tarde para pasear. De él huimos yéndonos al lago Inle, un lugar mágico, con más de 2000 aldeas en su entorno, muchas de ellas flotantes. Mas, como el deseo de aventura nos puede casi siempre, uno de los días que estuvimos en Inle alquilamos una canoa (con motor) para que nos llevase por los canales que circundan al lago y comunican las aldeas. En uno de estos canales, poco transitado, la canoa se atascó y en el intento de superar el obstáculo doblamos la hélice. ¡Cómo en La reina de África!, pensé; aquella maravillosa película de Jon Huston ¿recuerda? Pero ni Bogart ni Hepburn estaban allí para ayudarnos. De modo que o nos echábamos al agua o esperábamos que pasara algún nativo, como así sucedió, y después de una hora y varios intentos, escapamos de la trampa saliendo a aguas abiertas ¡cómo en la película! apenas un centenar de metros más adelante.

Así son los viajes: experiencias que luego, al contarlas, se antojan maravillosas, pero que en el momento de vivirlas suelen ponerte en el disparadero. Del lago Inle, hartos ya de la lluvia monzónica, regresamos a Yangón, tras una escala en Bagó, otra ciudad en la que parece que tampoco recalan demasiados turistas. Aquí pudimos chapotear, como unos vecinos más, una inundación en todo su “esplendor”. Riadas de gente desplazándose en todo tipo de vehículos o a pie por la avenida principal, mientras policías de tráfico con su uniforme planchado, impecable, y bomberos ordenaban un caos ingobernable, con el agua por encima de las rodillas.

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Y la vida sigue. Inundación en la avenida principal de Bago. / J. M.

Era el final. Pero un largo viaje siempre tiene su epílogo. El del nuestro fue llegar al hotel la última noche, antes de tomar el avión para Doha, en Qatar, caminando a tientas por el agua. Allí estábamos plantados los tres haciendo equilibrios, esquivando obstáculos, tanteando con los pies por si había socavones, mientras mirábamos anhelantes al rótulo del Bamboo Place Yangon, cien metros más adelante, que anunciaba el fin de la pesadilla.

Al día siguiente, ya en el aire, respiramos cuando vimos que los ríos no eran tales, sino mares sobre los que flotaban ciudades, bosques y arrozales.

1 Comment
  1. juan says

    estuve en este precioso país durante un tiempo y la verdad que es genial, el principal problema no es el calor es la extrema humedad, simpre sudando, tuvimos que comprar un deshumidificador en http://comprardeshumidificador.com/ para poder respirar.

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