Hubo un momento en que sufrió un acceso de pánico, poco antes de subir al ring en Kinshasha para celebrar su pelea cenital con George Foreman. Fue cuando rompió a sudar como un loco, la frente, la cara, el torso hirviendo en gotas de sudor, y entonces sentado como un ídolo, como un guerrero a punto de ser sacrificado, con las manos apoyadas sobre las rodillas, sentenció a gritos: “¡Será mi destrucción! ¡Será mi destrucción!”
Después se calmó, se encerró con sus segundos, dejó que lo masajearan y le vendaran las manos, y cruzó paso a paso la noche africana, entre sesenta mil almas que lo aclamaban, para enfrentarse a una apisonadora humana que había demolido a todos sus rivales como si les golpease la pala de una excavadora. A partir del segundo asalto -que era el punto de no retorno más allá del cual nadie le había aguantado un combate a Foreman- se refugió en las cuerdas para permitir que sacudiera sus fenomenales puñetazos contra su abdomen de dios griego, el mismo que un cirujano que le operó de apendicitis había tenido miedo de sajar como si estuviese profanando una estatua. Era la misma estrategia suicida que iba a emplear muchos años después contra el Parkinson: no bailar, no esquivar, aguantar todas las hostias terribles de la vida sin ceder un milímetro.
Alí venció a Foreman en Kinshasa tras ocho asaltos monumentales en que salió convertido en otro boxeador, más lento, más rocoso, más espeso y más grande que aquel prodigio de la naturaleza que tenía un látigo en el brazo y electricidad en los pies. Con esa técnica de danzarín completamente inédita en un peso pesado, unas piernas de peso medio y un cuello flexible como un pañuelo, el joven Cassius Clay fue forjando su leyenda victoria tras victoria, desde aquella medalla de oro en los juegos olímpicos de Roma hasta la brutal refriega contra Sonny Liston en 1964 en donde ganó el cinturón de campeón mundial.
Nadie pudo arrebatárselo, a pesar de que coincidió con la década dorada de la categoría máxima, una pléyade de gladiadores como jamás ha vuelto a verse otra: George Chuvalo, Floyd Patterson, Sonny Liston, Henry Cooper. Se hizo musulmán y renunció a su nombre de esclavo, aunque no a su gusto por las mujeres, lo que le valió el sobrenombre, tras un ajetreado periplo por África, de “el misionero pélvico”. Para desposeerle del título hubo que recurrir a la política, un tramposo cuadrilátero donde iba a demostrar la misma rapidez, destreza y cintura que había derrochado sobre la lona. En 1966, cuando le llamaron a filas, se negó a luchar en la guerra de Vietnam: “No tengo ningún problema con el Vietcong, ningún vietnamita me ha llamado negro”. Se negó por tres veces a acudir cuando en la oficina de reclutamiento dijeron en alto tres veces el nombre del que había renegado al hacerse musulmán. Ya no peleaba sólo por sí mismo, ni siquiera por la dignidad de la raza negra, sino que se había erigido en el embajador más noble y orgulloso de la humanidad.
También era, sin embargo, un bocazas –“un loro de dos metros” como lo bautizó Norman Mailer-, una inteligencia irónica y feroz que se burlaba de sus rivales y comenzaba la pelea meses antes, atacando directamente al ego. A Joe Smokin Frazier, con quien entabló la trilogía más enorme de la historia del boxeo, lo llamó “mono” y muchas otras cosas peores, una táctica que no le sirvió de mucho contra aquel tanque humano que era todo corazón y que lo venció a los puntos en el primero de sus encuentros, en 1971, en la que está considerada una de las mayores batallas jamás libradas sobre un ring. Alí pasó una temporada en el hospital pero convirtió en oro la humillación, asimilando la experiencia de su primera derrota en una lección de resistencia y humildad que repetiría en el mítico combate contra Ken Norton al terminar los quince asaltos con la mandíbula fracturada desde el segundo.
“No cuentes los días, haz que los días cuenten” dijo una vez, una enseñanza que repitió cuando ya ni su velocidad ni su pegada eran las de antaño. Reescribió su epopeya a tumbos en la tercera pelea contra Frazier, una agonía espectral en la que lucharon más allá del dolor y la fatiga, en medio del calor y la humedad infernal de Manila, y de la que emergió victorioso sólo porque se desplomó unos segundos después de que Frazier renunciara a ponerse en pie tras iniciarse al último asalto. La cintura mitológica y las esquivas mágicas se fundieron en la grasa dorada de la madurez, pero Alí ya había revelado que un hombre que ve el mundo a los cincuenta igual que a los veinte sólo ha perdido treinta años de vida.
En 1977, tras dos épicos combates contra Alfredo Evangelista y Ernie Shavers, anunció que se retiraba del boxeo, pero, aun fuera de forma y de peso, no renunció a pelear contra la nueva hornada del peso pesado de los ochenta: Leon Spinks, Larry Holmes y Trevor Berbick. En esos dos últimos combates no era más que una sombra de sí mismo: ambas derrotas prefiguraron el diagnóstico de Parkinson que llegaría tres años después, en 1984. Alí se apoyó en las cuerdas, igual que en aquella noche eterna de Kinshasa, y resistió allí más de treinta años, moviéndose cada vez más despacio, sin perder ni el coraje ni el humor, hasta que el pasado viernes 3 de junio la muerte tocó la campana.