El ruido del tiempo

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Elvira Huelbes

Portada del libro 'El ruido del tiempo', de Juan Barnes. / Anagrama-es.es
Portada del libro 'El ruido del tiempo', de Juan Barnes. / Anagrama-es.es

Leer la última novela de Julian Barnes, El ruido del tiempo (Anagrama, 2016) título que toma prestado de las memorias en prosa de Osip Mandelstam–, es una inmersión en los años del terror que promovió obsesivamente papaíto Stalin en la década de los años 30 y siguientes.

Barnes se centra en tres momentos claves que convirtieron la vida entera del compositor Dimitri Shostakóvich en un calvario temeroso y angustiado: la crítica feroz del editorial del Pravda a su ópera Lady Macbeth de Mtsensk, dicen que inspirada por el mismo Stalin, que llegó a obligarle a repudiarla y a prometer ser bueno y trabajar por la Rusia soviética. Fruto de este propósito de enmienda es su Sinfonía número 7, Leningrado, que exalta el heroísmo ruso contra Hitler, entre otras piezas menores.

En el olvido quedó la oscuridad de su música, pues el pueblo –dictaba Stalin- quiere música alegre y desenfadada, como el futuro glorioso del comunismo. Esto le comportó muchos premios y consideraciones públicas, mientras, a su alrededor, morían o eran deportados otros artistas y algunos de sus amigos.

Y así aprendió a ser un cobarde día tras día, salvar el pellejo aunque para ello sirviera en bandeja otros pellejos, el de Sajarov, por ejemplo; el de Solzhenitsyn. Y evitar la espera cada noche, junto al ascensor, con la maleta hecha, de la visita temible del enviado de Stalin.

El segundo momento es cuando viaja a los Estados Unidos, en plan embajador musical de la Unión Soviética, para elogiar el arte popular. No lo saludan ninguno de sus dos admirados maestros: Stravinski y Prokofiev, exiliados en el país americano. Es en 1949, el mismo año en que compone la Canción de los Bosques, una cantata en la que Stalin figura como el Gran Jardinero.

Sugiere Barnes en su novela que Shostakóvich llegó a pensar que ser cobarde es una forma de virtud cuando se persevera en lo abyecto; y así se empleó a fondo. Pero al final de su vida sólo le acompañaron el pesimismo y la desolación, como muestran muy gráficamente sus últimos cuartetos.

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Dimitri Shostakóvich. / Wikipedia

El tercer momento de la vida de Dimitri Dimitrievich es el del coche oficial como director de la Federación de músicos de Rusia, previo ingreso en el Partido Comunista y la culminación de su reeducación política, con la creciente carga de culpabilidad y remordimiento.

La mala suerte de que le toque a uno el tiempo del terror estalinista cuando a su alrededor amigos y maestros, conocidos y familiares, caían como árboles talados o se pudrían en los gulags hasta la extenuación. La bajeza moral de querer sobrevivir y, al tiempo, envidiar la suerte de algunos amigos que fueron fusilados por Stalin.

¿Ha querido Barnes redimir en esta novela la figura de Shostakóvich? Como melómano, el autor de El loro de Flaubert admira su música, pero ¿ha tenido éxito en su empeño?

Isaak Babel y Osip Mandelstam fueron torturados y ejecutados, como Mijail Koltsov, el periodista que fue corresponsal de Pravda en la Guerra Civil Española; otros, como Marina Tsvietaieva, optaron por el suicidio; Mijail Bulgákov, acabó en el ostracismo, tras esperar 36 años a que se publicara su novela El maestro y Margarita; algo mejor le fue a Evgeni Zamiatin, que logró escapar de Rusia, como Prokofiev; para Ajmátova, sobrevivir a la opresión insidiosa fue milagroso; igual que para Pasternak, seguir escribiendo después de los repetidos retrasos en la publicación de su Doctor Zivago y del acoso oficial que incluyó la prohibición de acudir a recoger su Nobel de Literatura; muchos, como Solzhenitsyn, conocieron el infierno del gulag. Él pudo contarlo (Un día en la vida de Iván Denísovich) pero muchos otros, nombres no tan conocidos ni celebrados, no.

“El arte es el susurro de la historia que se oye por encima del ruido del tiempo”, escribe Barnes en boca del compositor. De eso va, en realidad, la novela que toma el ejemplo de la vida de Shostakóvich como arquetipo del poder maléfico e incontestable del autoritarismo estalinista o de cualquier otro autoritarismo.

Barnes se plantea averiguar si es el ruido del tiempo, las guerras interminables, los gritos de los desgraciados, las botas de los opresores, o es la música íntima de cada cual, el arte, el susurro del arte, lo que acaba predominando. La sospecha es que ganan los malos, pero cabe la esperanza. Stalin murió en 1953 y Shostakóvich aún no ha muerto porque vive a través de su música. A pesar de todo.

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