Con Francisco Nieva ha muerto el alma del teatrillo furioso

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Francisco Nieva, en 2010 / Efe
Francisco Nieva recibiendo el Premio Corral de Comedias, en 2010 / Efe

Ha muerto, en efecto, el duende dramático de la segunda mitad del siglo XX, Francisco Nieva, autor del teatrillo furioso, autor ninguneado, en parte debido a su falta de interés en figurar demasiado entre las luces de la bohemia: Más interesado en Cervantes que en el Cervantes, como dijo más de una vez, Nieva sí recibió algunos premios, como el Nacional de Teatro, dos veces; el de las Letras y un montón de premios más, aunque menos mediáticos, como el del Corral de Comedias de Almagro, en 2010, del que sale la foto que ilustra esta entrada.

Cuando tomó posesión del sillón J de la RAE, a Nieva no se le ocurrió mejor cosa que discursear sobre el género chico: craso error el de elegir a los pequeños si quieres triunfar en cualquier esfera de la vida: no le salió del alma aprender de los donaldtrumps que campean por todas partes. Lo suyo no fue ser un triunfador, tenía demasiado claro que le tiraba más la libertad y así lo dijo en más de una ocasión.

Ha dado su último suspiro en su casa, escenario barroco poblado de símbolos, recuerdos, bibelots y su perro Tirso de Molina, Tirso para los amigos. Antes había también gatos posando hieráticos, insultantamente elegantes, para los fotógrafos, estuvieran o no presentes, los fotógrafos. Algo de gato me parece que tenía también Nieva: posaba para sí mismo, para sus fantasmas amigos, para la posteridad, aunque ni un sólo flash se encendiera a su alrededor.

Así que, hélas, la muerte le ha escamoteado unos 92 años que estaba a punto de cumplir, pero así es la vida y, sobre todo, así es la muerte, muy suya, muy caprichosa. Tanto que le ha puesto a su lado en la cola de la entrada en el Hades a otro habitante del Parnaso, Leonard Cohen, más chic, más mediático, más judío que el manchego.

Antes de que aconteciera en España la transición, llevaba Nieva años practicando la escritura callada, escribiendo teatro sin la menor esperanza de que se le estrenara alguna vez; por amor al arte. Eran tiempos duros de forja recia, tiempos de viento helado. Con la transición, empezó a desperezarse del forzado sueño, pero fue sobre todo en los ochenta cuando brilló y se hizo notoria su gracia (dicho sea esto, no es sentido andaluz sino en el de estar dotado).

Siempre optimista, Paco Nieva no se cansaba de agradecer la suerte que tuvo, sobre todo con su trabajo de escenógrafo con el que cosechó buenos aplausos por todas partes, especialmente con El zapato raso, de Paul Claudel, que dirigió José luis Alonso en el Teatro Naconal (tiempos de Fraga) y el Marat Sade, de Peter Weiss, dirigido por Adolfo Marsillach, en 1968; sí, sí, con Franco vivito y coleando

Ya en 2015, vio Nieva sobre las tablas del María Guerrero su Salvator Rosa o el artista, que fuera representada en 1971 y convenientemente interrumpida a la tercera representación. Lo último que Francisco Nieva ha dejado aquí abajo, antes de su viaje definitivo, han sido las obras que reúne su Teatrillo furioso: Farsa y calamidad de Doña Paquitas de Jaén y La misa del diablo, una especie de alegoría del ambiente político que se está viviendo en España.

Buen viaje, dramaturgo, “al otro mundo, a la otra vida”, largo recuerdo de “una vida alucinada e intensa”.

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