La llamada de la selva

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Jack London. / Wikipedia.
Jack London. / Wikipedia.

Con Jack London sucede algo curioso, una prueba a la que difícilmente sobreviviría cualquier otro escritor. Lo descubres a los ocho o los nueve años con Colmillo blanco y vuelves a descubrirlo a los ventitantos con El lobo de mar. London es una enfermedad que uno coge de niño y ya no se cura jamás. Alguien te regaló en un cumpleaños un libro suyo, uno con ilustraciones, quizá un ejemplar de aquella magnífica colección juvenil de Anaya; tú entonces no lo sospechabas, pero ese producto de papelería era distinto a cualquier otro, a los tebeos de Mortadelo, a los comics de la Marvel, a las historias de los Cinco, a las novelitas de ciencia-ficción que cambiabas con tus amigos del barrio. Al abrirlo y leer las primeras frases, descubrías una tormenta en los mares del Sur o una ventisca gélida en una llanura de Alaska. Un hombre herido sobrevivía a una emboscada atroz pero la sangre se le congelaba y se le quedaba pegada a la tierra helada. En la página, la estalactita de sangre se partía en dos con un crujido. De repente descubrías que la literatura era eso: palabras que se habían convertido en hielo.

El 22 de noviembre se cumplieron cien años de la muerte de Jack London y el mundo de las letras apenas ha celebrado la efeméride. Quizá sea lógico, porque las efemérides son para los muertos y los libros de London siguen tan vivos como el primer día, como su propia ansia de vida, la cual devoró a dentelladas tal como relató en una de sus mejores novelas, la casi autobiográfica Martin Eden. De familia pobre y lo que hoy llamaríamos desestructurada, el pequeño London tuvo que ganarse la vida desde muy niño y antes de cumplir los veinte ya se había embarcado en una goleta y trabajado en un molino, una empresa de enlatado y una estación de ferrocarril. A los dieciocho pasó un mes en la penitenciaría de Erie County bajo la acusación de vagabundo, una experiencia durísima que él amasaría con su imaginación portentosa para transformarla en un eterno canto a la libertad en otra de sus obras maestras: El vagabundo de las estrellas. Poco después embarcó hacia el Klondike en busca de fortuna junto con su cuñado James Shepard y otros miles de aventureros, una ruinosa epopeya en la que enfermó de escorbuto y de la que no sacó ni una pepita. Pero, como él mismo señaló más tarde, sin saberlo había regresado con un tesoro incomparable, mucho más valioso que el oro, el germen de unos cuantos relatos magistrales: Hacer un fuegoLey de vidaUna odisea del norteDiabloLas mil docenas.

En las bibliotecas públicas donde se atiborraba de lecturas, London descubrió a Kipling, Stevenson, Flaubert y Poe, por un lado, y, por el otro, a Schopenhauer, Nietzsche, Spencer, Marx, Darwin y Godwin. Con esta formación autodidacta se fabricó una armadura ideológica hecha de anarquismo, darwinismo, marxismo sui generis y vitalismo a toda prueba. Precursor del ecologismo, defensor de los animales, adalid del socialismo y amante del boxeo, London no pudo evitar caer en los estereotipos racistas de la época cuando alertó del peligro amarillo o cuando predicó la superioridad de la raza blanca, encarnada por Jim Jeffries, a quien London retaba a que saliera de su granja y le borrara la sonrisa de la cara a aquel maldito negro, Jack Johnson. Se equivocó de plano en el pronóstico pero fue honesto con los lances de la pelea en El combate del siglo. Viajó a la guerra ruso-japonesa en calidad de enviado especial pero antes ya había descendido a los suburbios del East End londinense, disfrazado de proletario, para sumergirse en el cieno del capitalismo y extraer toda su miseria en un documento extraordinario, El pueblo del abismo.

Practicó a fondo el alcoholismo, el periodismo, el matrimonio, el surf y la navegación a vela y dejó testimonio escrito de casi todo ello. Conoció el éxito y la gloria, pero, al igual que el poema de Swinburne con que concluye Martin Eden, la vida le resultaba una tarea agotadora:

Libre de salvajes ansias de vivir,
de miedos y esperanzas,
da gracias a tu dios,
sea éste el que fuere,
porque toda vida tenga un fin,
ningún muerto retorne
y hasta el más cansado río
encuentre de la mar el camino.

El punto final sobrevino con una sobredosis, no se sabe si accidental, de la morfina con que intentaba aliviarse de los dolores de la uremia que padecía. Quiero creer que, más que en el suicidio de Martin Eden -uno de los más hermosos de la literatura-, London prefiguró su final en La llamada de la selva, el reverso exacto de Colmillo blanco. En uno, un cachorro de lobo huérfano sobrevive a duras penas a los maltratos y abusos de sus dueños hasta que finalmente encuentra el amor y el calor de un hogar humano. En el otro, Buck, un perro californiano, llega a Alaska tirando de un trineo y termina, tras muchas aventuras, internándose en los fríos bosques del norte junto a una manada de lobos.

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