La escuela vaciada. La enseñanza en la época pospandémica

  • "Hace semanas que doy clase mirando a la cámara del ordenador y declamando en el vacío de un despacho desierto. He intentado hasta el final trabajar entre estas paredes"
  • "Los profesores de la universidad italiana no necesitaban la presencia de la covid-19 para aprender a utilizar la tecnología informática"
  • "Estamos dispuestos a utilizar todas las innovaciones o instrumentos que puedan mejorar nuestro trabajo, pero no bajo obtusas cruzadas tecnológicas"

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Extracto del libro La escuela vaciada. La enseñanza en la época pospandémica (Altamarea, 2020). Escrito por Federico Bertoni, Jacopo Rosatelli, Carlos Fernández Liria, Olga García, Enrique Galindo y Jordi Llovet. 

Federico Bertoni (1970) es desde el año 2000 profesor de Teoría de la Literatura en la Universidad de Bolonia y novelista. Entre sus principales obras cabe destacar Realismo e letteratura. Una storia possibile (Einaudi, 2007) y Universitaly. La cultura in scatola (Laterza, 2016). Para Mondadori (2004) ha coordinado la edición crítica de Italo Svevo: Teatro y ensayos. Ha sido presidente de la Asociación de Teoría e Historia Comparadas de la Literatura y es miembro del jurado del prestigioso premio literario Campiello.

I. El último japonés

Ya no queda nadie. Parece que hayan muerto todos, pero no. Afortunadamente se han reencarnado en smart working, hombres y mujeres en habitaciones pequeñas, niños que zumban alrededor y fotos de familia sobre la cómoda. Estamos a finales de marzo, en Via Zamboni, 32, Bolonia. En el viejo edificio quedan solo bedeles, la señora que hace de portera y un profesor, el último, que se obstina en seguir dando clases en la sede de una de las universidades más antiguas del mundo occidental. Se siente como el último japonés, ese que sigue empuñando las armas escondido en la jungla para defender con valor una isla del Pacífico aunque la guerra se haya acabado, por seguir en una guerra que, además, ha perdido.

En realidad, el departamento sigue abierto para los que trabajan en él y resulta, por tanto, accesible sin necesidad de saltarse la ley; la distancia social está garantizada: las escaleras y los pasillos están desiertos, las luces encendidas, ordenadores que emiten el zumbido habitual, las bóvedas del techo devuelven el sonido de los pasos en un escenario de película de terror estilo Hollywood en la que edificios y objetos siguen en su sitio tras una misteriosa desaparición del género humano. En estas semanas se malgasta una buena cantidad de analogías apocalípticas, porque en definitiva nuestro imaginario colectivo es el que es, no hay más. El superviviente soy yo, y estoy completamente solo. Esclavo, como todos, de la réplica compulsiva de lo visible, grabo un vídeo del recorrido que sigo hasta llegar al despacho que tengo en el tercer piso, grabación a la que no le falta la respiración afanosa que deja entreoír la mascarilla. «Un recuerdo para la posteridad», comento en voz alta. Yo también tendré algo que contar, como los narradores de Conrad. Historias menores que se forman en los pliegues de los estados de alarma. Cada uno tiene el epos que se merece. Soy uno de los vuestros.

Hace semanas que doy clase mirando a la cámara del ordenador y declamando en el vacío de un despacho desierto. He intentado hasta el final trabajar entre estas paredes, apegado a la arquitectura de la universidad, pero no en el aula —como había sido prescrito en los primeros días de la emergencia—, sino en el despacho en el que examino y recibo a los estudiantes. Me he obstinado porque en casa tengo mala conexión a Internet, un hijo de corta edad y poco espacio; pero también por otro motivo que he ido descubriendo poco a poco: carece doblemente de sentido dar clase solo y desde una habitación particular, con el ruido propio de la vida doméstica y con los muebles y la decoración caseros. Además, hacerlo a través de una plataforma de la que es propietaria Microsoft Teams (volveré sobre eso en el capítulo v). Quizá sea la idea que tengo de la universidad, la percepción del confín que debe separar lo público y lo privado, o quizá solo un frívolo vicio estético —cosas todas ellas que la violencia ciega del desastre ha hecho desaparecer—. Minucias, no hay que preocuparse.

Por lo demás, los ajustes no cambian: aula o recocina, corbata o pantuflas, al fin y al cabo hablas solo delante de una máquina y recodificas la alquimia emotiva de la clase que estás dando (los colegas saben de qué hablo) para convertirla en una reproducción frenética de impulsos electrónicos: la lucecita hipnótica de la cámara, los iconos a color que indican el estado de la conexión, los avisos de chat con sonrisas y corazoncitos. Para quien está acostumbrado a dar clase en un aula, rodeado de rostros y de cuerpos, supone una experiencia (al menos al principio) cercana al extrañamiento: impostas la voz, escandes las palabras, te vuelves a mirar en la pantalla donde no apareces como el más bello del lugar. Luego te acostumbras, la plataforma informática es a prueba de idiotas digitales, cuentas alguna ocurrencia y te preguntas si al otro lado te ríen la gracia o si, por el contrario, bostezan, van a ver qué pasa en Instagram, preparan la salsa para los espaguetis. E inevitablemente te permites un poco de pathos: «Chicos, echo mucho de menos vuestras caras y el aula».

II. Apocalípticos e integrados

A lo largo de estas semanas, en la olla podrida que se cuece con periódicos, blogs y redes sociales se mezclan muchas palabras a la buena de Dios como si fueran sinónimas: teledidáctica, enseñanza a distancia, enseñanza digital, clases en línea, videoconferencias, e-learning. Pero detrás de palabras diferentes hay realidades diferentes. Quizá deberíamos explicarnos a nosotros mismos, e intentar que le quedase claro a la opinión pública, que una gran mayoría del cuerpo docente italiano, de cualquier clase y categoría, no está haciendo e-learning. Repito: no hacemos e-learning. Utilizo el término inglés porque es el que mejor codifica una forma de enseñar que prevé canales, plataformas, métodos, tiempos, modalidades de interacción y de aprendizaje (e incluso transferencias bancarias) muy diferentes a las que utiliza la universidad —y con mayor razón la escuela— pública. Aquel es el pan nuestro de cada día de las llamadas «universidades telemáticas», que son algo muy diferente. Nosotros, obligados por la emergencia sanitaria, por el contrario, utilizamos la tecnología digital como un sustituto, como un instrumento suplente de nuestro estar presente en las aulas. Es posible incluso que sepamos hacerlo bien, con inteligencia flexible y nuevas estrategias, apuntando alto, sin malvender el saber por culpa de la presunta dictadura de la máquina. Pero lo hacemos porque de momento no hay alternativas, no porque la obligación tecnológica sea consecuencia de quién sabe qué deslumbrante innovación didáctica de la que puedan presumir ministros y rectores en sus discursos.

A menudo, la gramática es una visión del mundo: en días de peste podemos dar buenas clases no gracias al, sino no obstante, medium digital; y resulta que no siempre el medium es el mensaje. Por lo menos no lo es del todo. Es desalentador, pero al fin y al cabo estamos siempre en el mismo sitio, empantanados entre las categorías de un famoso y muy a menudo malinterpretado libro de Umberto Eco de 1964, readaptadas al contexto educativo y radicalizadas por el pathos ideológico de la catástrofe.

Por un lado, los viejos maestros apocalípticos, conservadores y antimodernos, si no abiertamente antimecanización, que rechazan tozudamente las innovaciones y a quienes sepultará la historia; por el otro, los docentes (y sobre todos los directores y directivos) integrados, sacerdotes fanáticos de la tecnología que veneran a la Innovación como divinidad buena, siempre y en todo momento, es decir, útil y beneficiosa por la sola razón de ser innovación, sin haberla sometido a una reflexión profunda sobre los medios y los fines. Pero he aquí una noticia interesante para los periodistas y para la opinión pública: ha llegado la hora de borrar el cliché del erudito loco y del estudioso mohoso entre carpetas y cartapacios. Los profesores de la universidad italiana no necesitaban la presencia de la covid-19 para aprender a utilizar la tecnología informática, pues es un instrumento habitual para el trabajo desde hace muchos años, con una gama de aplicaciones que sirve para toda la actividad docente e investigadora (proyectos, archivos digitales, programas de las asignaturas, notas e informes sobre exámenes y graduaciones, programa Erasmus, diapositivas y otro material didáctico, lecciones multimedia —por no hablar del correo electrónico, que se ha convertido en un trabajo en sí mismo—). Como mucho, el estado general de videoconferencia permanente en el que vivimos quizá llegue a enriquecer con nuevos bártulos y con habilidades más específicas una desenvoltura informática más o menos sofisticada según los casos, pero —de hecho— inevitable. Entonces, ¿de qué estamos hablando exactamente? ¿De una solución coyuntural para enfrentarse a una emergencia o de una cruzada del sentido común? ¿De un uso laico de la informática o de una bandera ideológica (el profesor retrógrado, es posible que incluso comunista) ondeada ante el pueblo con otras intenciones? No es por altivo desprecio a las máquinas, por supuesto, por lo que muchos de los nuestros desconfían de la enseñanza a distancia y la consideran, faut de mieux, un compromiso aceptable en medio del desastre. Es más, estamos dispuestos a utilizar todas las innovaciones o instrumentos que puedan mejorar nuestro trabajo, pero no bajo obtusas cruzadas tecnológicas y, sobre todo, no sometidos a especulaciones mercantiles a nuestra costa y a costa de nuestros estudiantes. Vivimos tiempos, como escribía Don Delillo hace más de veinte años, en los que la tecnología «hace verdad la realidad». Es indispensable «porque nos ayuda a crear nuestro propio destino. Pero es también subrepticia e incontrolable. Puede ir en cualquier dirección».

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