‘Mi amigo el gigante’: BFG quiere ser ET y no llega ni a IA

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Mi amigo el gigante
Cartel de la película 'Mi amigo el gigante'. / tripictures (Facebook)

Uno de los episodios más funestos de la vida de Steven Spielberg (y muy dañino para el cine que rodaría a lo largo de su vida) es el divorcio de sus padres, Leah y Arnold Spielberg. Fue algo que lo marcó de por vida. Las secuelas de aquel divorcio fueron enormes y han afectado a una sustancial parte de su filmografía. Por algo es tan dado a rodar películas con niños solitarios, abandonados, huérfanos o de familias en crisis. Ejemplos: la pareja de Encuentros en la tercera fase, la madre separada de ET, el crío perdido de El imperio del sol, el padre ausente de la tercera y cuarta de Indiana Jones, Peter Pan, los niños sin presencia paterna de Parque Jurásico, el niño robot abandonado de Inteligencia Artificial (IA), Tintín, personaje al que no se le conocen progenitores...

La ausencia del padre es algo que está presente en la mayoría de las películas de Spielberg, trauma que sufren o aprovechan sus protagonistas. Quizás el único padre íntegro y nada desastroso de toda su carrera sea el Brody de su obra maestra Tiburón, un tipo con sus dudas y debilidades, pero en el fondo de una pieza, ejemplar. Un héroe clásico como la copa de un pino, vamos.

Spielberg también ha llegado a cargarse brillantes películas, sobre todo en su tramo final, por culpa de su no superado trauma. Ejemplos: la muy desastrosa Hook, el trauma final de DiCaprio en Atrápame si puedes o los padres separados que vuelven a unirse en el horrible final de La guerra de los mundos. El final de Mi amigo el gigante entra en este grupo de lamentables remates spielbergianos.

En Mi amigo el gigante volvemos a su personaje preferido, a su obsesión: una niña huérfana, solitaria e insomne y a la que rapta un gigante bonachón dedicado a cazar sueños. El gigantón lleva a la cría a su país para que sea feliz, pero allí se toparán con malvados gigantes que son muy aficionados a la carne humana, cruda a ser posible. Una vez más, y como en ET, Spielberg nos cuenta la amistad entre dos seres perdidos (un niño y un ser feo pero de gran corazón) que se protegen mutuamente.

Pero esta vez no funciona. A pesar de dirigir una orquesta parecida (la guionista Melissa Mathison, fallecida el año pasado de cáncer y el compositor John Williams, que ha compuesto una de sus obra más mediocres), Spielberg naufraga en su adaptación del cuento de Roald Dahl El gran gigante bonachón (The BFG, Big Friendly Giant). BFG (otro juego de siglas tras ET e IA) no emociona como emocionaron esas dos películas. No creo que convenza o emocione ni a los críos. Sin ser una mala película, resulta fría, mecánica, sin alma, como lo fue su Tintín o Hook, donde otros niños abandonados por su padre viajan a un mundo paralelo.

Como no podía ser menos en el Rey Midas de Hollywood, la producción es impresionante, impecable. Como lo es la fotografía de Janusz Kaminski, aliado de Spielberg desde hace muchos años. Pero la película no respira, carece de humanidad, de autenticidad. La actriz protagonista (Ruby Barnill) es muy sosa y la técnica de la captura de imagen (rodar a actores y transportarlos digitalmente a otros mundos o convertirlos en personajes de fantasía) acaba siendo agotadora, llega a saturar.

Desgraciadamente, la película acaba siendo un descarado producto Disney. En su primer trabajo para la multinacional del ratón, Spielberg ha hecho lo que, supongo, le han pedido en esa fábrica: algo blanco, blando y de consumo fácil. Todo en Mi amigo el gigante tiene ese toque almibarado del viejo Disney, algo que hoy resulta acartonado.

Y esta vez no ha funcionado ni el toque Spielberg en taquilla. La película abrió en el mercado norteamericano con 19,5 millones y estamos hablando de una superproducción que ha costado, sin contar con su millonaria campaña de marketing, 140 millones de dólares. Si no funciona de maravilla en el resto del mundo, Disney va a palmar pasta.

Tripictures (YouTube)

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