MÚSICA / El autor rastrea las huellas de uno de los mayores compositores del pasado siglo, Jean Sibelius

En busca de Sibelius (y II)

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Sibelius
El compositor Jean Sibelius junto a dos de sus hijas. / Youtube

Una vez superados sus problemas de salud, Sibelius se volcó en la composición de una nueva obra que le llevaría varios años de trabajo y en la que plasmaría su amor por la vida y su pasión por la naturaleza. El resultado, la Quinta Sinfonía en Mi Bemol Mayor, Op. 82, es una partitura colosal y exuberante, que parece crecer desde el intervalo misterioso de las trompas hasta formar una incomparable cosmogonía de sonido. En uno de sus arranques ciclotímicos de euforia, el propio Sibelius escribió: "Es como si Dios hubiera arrojado un mosaico desde el pavimento del cielo y me hubiera pedido que lo recompusiera". En el finale, impulsado desde un incandescente ostinato de las cuerdas, surge de pronto un formidable oleaje en los metales, el "himno de los cisnes", y cuando parece que no puede crecer más, Sibelius consigue superponer otra melodía por encima, como una bóveda celestial. El efecto es grandioso, un clímax sonoro que apenas se sostiene unos compases antes de perderse en un reflejo hipnótico, con el mismo tema del himno atomizado en toques puntillistas. Después, como un enorme animal agonizante, la música aúlla en busca de una conclusión hasta que por fin revienta en seis perturbadores bramidos de la orquesta, seis vértebras de acordes que claman entre pausas casi insoportables.

De la gloriosa melodía del finale, Donald Tovey dijo que era "el martillo del dios Thor balanceándose sobre el mundo". Sin embargo, la referencia wagneriana queda oscurecida ante una observación del propio Sibelius, quien anotó en su cuaderno la melodía al lado de una descripción de una bandada de cisnes que sobrevolaba un día su residencia de Ainola dejándolo literalmente sobrecogido de emoción. "Una de mis supremas experiencias. ¡Dios santo, qué belleza! Estuvieron volando en círculo encima de mí durante un buen rato (...) Los cisnes están siempre en mis pensamientos y dan esplendor a mi vida. No hay nada en todo el mundo que me afecte --nada del arte, la literatura o la música-- del modo en que lo hacen estos cisnes y grullas y gansos salvajes. Sus voces y su ser".

Vista panorámica del lago Pielinen, desde la orilla del parque nacional de Koli
Vista panorámica del lago Pielinen, desde la orilla del parque nacional de Koli, en el sureste de Finlandia. / Wikipedia

El panteísmo que desprenden estas líneas da un significado más profundo a los paisajes donde Sibelius, en su juventud, había visto únicamente una encarnación del espíritu nacional finlandés. Junto a algunos de sus amigos --entre ellos, el pintor Eero Järnefelt, que acabaría siendo también su cuñado--, Sibelius visitó la zona de Koli y se quedó sobrecogido ante la majestuosa vista sobre el lago Pielinen. Es la misma quietud, la misma luz cruda que corta el aliento, las mismas aguas boreales cerrándose sobre el cadáver despedazado del héroe Lemminkäinen y dibujando lentamente la estela del cisne de Tuonela. Sibelius sintió el viento salvaje del Kalevala agitando los bosques inmemoriales, del mismo modo que se siente hoy desde la atalaya del monte Ukko-Koli.

No obstante, tras el éxito atronador de la Quinta Sinfonía --cuya versión definitiva se estrenó en 1919-- y aunque todavía le quedaba casi medio siglo de vida, Sibelius estaba a punto de abandonar la composición. Siempre había sido un artista exigente consigo mismo hasta el punto de retirar de la circulación obras maestras como Kullervo o La ninfa del bosque. Pero, después de dar a luz sus últimas grandes partituras (la prodigiosa Séptima Sinfonía y su mayor poema sinfónico, Tapiola) poco a poco se fue sumergiendo en el silencio más profundo y misterioso de la historia de la música. En las décadas de oscuridad que siguieron, apenas dio a la luz algunas piezas para piano y un breve y emotivo Andante festivo para cuerda. Mientras sus obras seguían triunfando en el orbe anglosajón, donde era aclamado como un sinfonista de talla beethoveniana, los críticos modernistas, Adorno y Leibowitz, lo consideraban un fraude. Quizá porque no había detractor de su música más despiadado que él mismo, Sibelius nunca prestó mucha atención ni a elogios ni a reproches. "Nunca se le ha levantado una estatua a un crítico", dijo.

Tumba de Jean Sibelius y de su esposa Aino, en Ainola
Tumba de Jean Sibelius y de su esposa Aino, en Ainola, que fue la residencia del compositor y que en 1972 fue convertida en casa museo. / David Torres

Fuera de su época, imbuido en un sinfonismo de gran aliento cuyo epitafio se escribió en las sinfonías de Mahler y en los poemas tonales de Richard Strauss, Sibelius permanecía enclaustrado en su retiro de Ainola como un anacronismo viviente. Una vez, en uno de sus arranques de orgullo, habló de los abortos de Stravinsky y de los perfumados cócteles de colores que ofrecía la vanguardia, cuando él traía en sus manos agua pura de manantial. Durante mucho tiempo estuvo gestando una sinfonía más, la Octava, cuyo estreno llegó a anunciar el propio Koussevitzky, pero finalmente, angustiado y lleno de dudas, echó la partitura inconclusa al fuego. Su esposa, Aino, fue incapaz de presenciar el auto de fe y salió de la habitación mientras el trabajo de todos esos años se convertía en cenizas. Me estremecí al tocar la chimenea verde de Ainola ante la que el viejo hechicero se calentó las manos con su música.

Sibelius pasó sus últimos años enfangado en una silenciosa depresión que intentó ahogar en alcohol, como cuando era un muchacho. Pero ya no era un muchacho, sino el héroe nacional finlandés, un anciano de fama mundial al que Churchill enviaba cajas de habanos y que lamentaba haber vivido tanto tiempo. Murió el 20 de septiembre de 1957 (el mismo día, justo seis décadas después, en que escribo estas páginas), con noventa y un años a las espaldas. Poco antes de morir, una mañana, contempló las mismas aves de su juventud volando hacia el sur sobre el cielo de Ainola. Yo también las vi, desde lo alto del Ukko-Koli, planeando sobre el lago Pielinen: cinco notas perfectas girando en un acorde hacia el ocaso.

Sibelius
Cinco grullas volando sobre el lago Pielinen. / David Torres

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