Iva (a la baja) con fecha de caducidad

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La pesada digestión del stock de vivienda terminada y no vendida demuestra que el de arriba a veces aprieta pero también ahoga. Sin embargo, no busquemos responsables en las alturas, porque esta nueva gripe española, que desgraciadamente tanto nos diferencia de las demás economías grandes del planeta, la hemos cogido esta vez en casa. Veremos todavía un ajuste más duro en toda nuestra economía –y no sólo en el sector residencial- que nos va a llevar varios años. Ese estancamiento prolongado, aunque algunos lo consideran una ventana de oportunidad (para el sector exportador, por ejemplo), a mi juicio nos seguirá restando competitividad en los mercados globales, debilitará nuestra situación financiera (los bancos tendrán que incrementar sus provisiones por la depreciación de su cartera inmobiliaria, que sigue muy hinchada) y producirá un efecto de arrastre muy negativo en todos los indicadores económicos (detrás de los cuales siempre hay personas). Es muy improbable que el desempleo, el consumo y el nivel de las cuentas públicas mejoren a corto y medio plazo. La última calificación crediticia de la agencia Standard & Poor´s avalan este pronóstico bastante lúgubre sobre la economía española.

¿Qué hacer, entonces? Algunos economistas de prestigio son partidarios de un parón total de la actividad de construcción inmobiliaria durante una temporada (cuyo cómputo ninguno precisa). No quieren obturar más el desagüe del consumo hasta que, finalmente, el mercado absorba todas las existencias actuales (unas 700.000 unidades), embalsadas por el paro, la falta de crédito y demás impedimentos de la demanda. Esta línea de pensamiento quiere que sea el propio mercado el que purifique el sector inmobiliario (vía ajuste de precios) para limpiar los balances de los bancos y restablecer la fluidez del crédito a las empresas y familias. Impugnan por consiguiente los estímulos del Gobierno porque, según los críticos, retrasarán de manera artificial el necesario ajuste de los precios y ralentizarán la salida de la recesión. Lógicamente, estos economistas no desdeñan la vivienda residencial como una de las turbinas de la recuperación (esperada, aunque lejana), pero someten su eficacia a una condición suspensiva: sólo deberá estimularse la demanda inmobiliaria con ayudas públicas al sector cuando el “stock” de viviendas que tienen los promotores haya salido íntegramente por el lado estrecho del que en su día funcionó como embudo de tanto dinero fácil. En suma: hay que calcular bien los tiempos. Para la vivienda, “hoy lo urgente es esperar”.

En general, estoy de acuerdo con dicha postura. Pero con los matices que ahora someto a la consideración del lector. En primer lugar, y respecto al saneamiento de las entidades financieras, se requiere una cirugía mayor que la adopción o no de medidas públicas de estímulo a la demanda inmobiliaria. El hundimiento del préstamo interbancario por la toxicidad de los activos derivados y por la propia mora hipotecaria, unido al descomunal endeudamiento exterior de las entidades financieras de más de 780.000 millones de euros (nada menos que el 74% del PIB español), exige de forma preferente una drástica y urgente reordenación del sector financiero (donde no todo es trigo limpio). Además, la restricción draconiana del crédito que sufren empresas y particulares impone hoy, se quiera o no, un aumento selectivo de la tributación sobre el ahorro, que, ante la desconfianza hacia el futuro de nuestra economía, permanece ocioso y no se dirige hacia la actividad productiva.

La promoción inmobiliaria y la construcción residencial son en estos momentos la clase de tropa en el ejército que debe darnos la victoria en la guerra contra la crisis. El Estado Mayor de ese ejército está hoy muy lejos del ladrillo. Pero el apoyo a la piedra no debe aparcarse del todo, en contra de lo que, de forma genérica, opinan algunos. Dicho esto, determinados incentivos fiscales otorgados al sector inmobiliario por el Gobierno son, en mi opinión, contraproducentes. El más perjudicial de todos ellos es el efecto anuncio de la desaparición casi absoluta de la deducción por inversión en vivienda en el Impuesto sobre la Renta a partir del 1 de enero de 2011, con la intención, como si la vivienda fuera lo mismo que un coche, de estimular y concentrar la demanda de los particulares en lo que resta de 2010. Tienen razón, aquí, los críticos del Gobierno (y de la oposición, porque el equipo popular de la Comunidad madrileña está siguiendo desde mediados de 2009 una política fiscal mucho más expansiva para el mercado inmobiliario que la desarrollada por el Ejecutivo central).

Pero el Gobierno acierta, en mi opinión, en otras medidas de impulso a la construcción. Es el caso del fomento de la rehabilitación estructural de las edificaciones antiguas porque este segmento específico de la oferta inmobiliaria dispone de elevada cualificación profesional y el trabajo que emplea, aunque menos intensivo en mano de obra, es también de mayor calidad. La rehabilitación inmobiliaria, además, no se solapa con la vivienda de nueva construcción y, por ello, no empeora el atasco que se da actualmente en este último tipo de demanda. Y, a su efecto multiplicador sobre la industria auxiliar de la construcción, ha de añadirse la seguridad que ofrece la rehabilitación de viviendas en el disfrute del bien primario y único de la mayoría de los ciudadanos. Algo parecido sucede con las ayudas fiscales destinadas a la eficiencia energética, como la mejora y sustitución de las instalaciones de agua, gas y electricidad. Todo ello beneficia al medio ambiente y a la salud de los consumidores, aparte de constituir la consecución paulatina de unas expectativas constitucionalmente protegidas en materia de vivienda.

Por último, tampoco suscita dudas, en mi opinión, la oportunidad de la reducción temporal del IVA para algunas ejecuciones de obra relacionadas con el sector de la vivienda. Aquí el Gobierno (Real Decreto-ley 6/2010, de 13 de abril) ha optado por desplazar del tipo general de gravamen (el 16%, que será el 18% a partir del 1 de julio) al tipo reducido (el 7% actual y, desde el 1 de julio, el 8%), dentro de un lapso temporal que abarcará desde el 14 de abril de 2010 hasta el 31 de diciembre de 2012, a los servicios que podríamos denominar como obra menor en las viviendas particulares (sin que resulte imprescindible que se trate de la vivienda habitual), incluidas las obras cuyo destinatario sea una comunidad de vecinos.

El Real Decreto-ley 6/2010, a estos efectos, ha ampliado hasta el 33% el importe máximo en la factura total del valor de los materiales aportados por el contratista (hasta ahora dicho coste no podía superar el 20%) y, asimismo, ha ensanchado la naturaleza de la obra realizada (hasta la fecha sólo se beneficiaban del tipo reducido las ejecuciones de obras de albañilería) a todos los trabajos de “renovación y reparación”. Este nuevo IVA del fontanero o del pintor, por poner sólo dos ejemplos entre otros muchos, no es un premio a la chapuza (siempre que se expida la pertinente factura, claro), como maliciosamente piensan algunos. Sin duda, por continuar con el símil, es una medida fiscal menor dentro de una política económica (ésta sí, en una apreciación de conjunto, verdaderamente chapucera, errática y fragmentaria) que no tiene mucha entidad para sacarnos de la crisis. Pero no hace daño, mejorará la actividad auxiliar de la construcción... y a nadie le amarga un dulce. Sobre todo si no hay mucho más que llevarse a la boca.

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