Ocurrió en 1972 ó 1973. El testigo no lo recuerda bien porque ha pasado mucho tiempo. Pero la imagen del suceso ha permanecido indeleble en su memoria personal. La conciencia sólo se desprende de los hechos fútiles y éste no lo fue, o al menos a él nunca se lo pareció. Es trivial por el contrario la data específica, no así la época: los años terminales del franquismo.
Madrid. Cruce de la amplia calle de Cea Bermúdez con otra vía inferior, la calle de Hilarión Eslava. El sonido de una sirena policial alerta al peatón –el testigo de este episodio-, que está clavado en el cruce. Siguen unos lanzadestellos azules y más sirenas que anuncian el paso inminente de una comitiva oficial. La gente -los coches y los viandantes- se para y desde el cruce apenas se percibe la marcha veloz de un coche negro y dos motos grandes que despejan el tráfico de la calle de Cea Bermúdez hacia el centro de la ciudad. El coche negro y las dos motos son la cabeza o el cuello muy alargado del convoy oficial. Al lado del peatón, que continúa inmóvil en el cruce, se acerca poco a poco un muchacho que sube por la calle de Hilarión Eslava montado en una Vespa o en una Lambretta (el peatón no está seguro del todo, sólo recuerda ahora que se trataba de una moto pequeña). El muchacho de la Vespa intenta detenerse en el cruce. Lo consigue únicamente a medias porque la proa de su moto traspasa en la medida de una rueda la perpendicular de la calle. El impacto es casi inevitable y un instante después un vehículo de apoyo lateral de la comitiva se lleva por delante a la Vespa. Y no han transcurrido más de dos segundos cuando pasa como el Correcaminos el grueso de la manada oficial sin saber, ni tener la posibilidad de percatarse de ello, que allí mismo, muy cerca del cruce, a alguien se le ha roto el cuerpo o quizás la propia vida. El peatón, que ve al muchacho tendido inconsciente en el suelo de cemento, sí es testigo directo del revuelo, del remolino posterior de la gente, de cómo unos minutos después llega una ambulancia; de los primeros auxilios al chico inerte en la calzada, de la recogida del cuerpo y de su conducción posterior, vivo o muerto, a donde corresponda.
El peatón, como testigo inmediato de los hechos, presencia –ve y oye- una cosa. Pero, como ciudadano y miembro de la comunidad política, lee una versión ligeramente distinta. Porque, a la mañana siguiente, mientras desayuna, se entera por los periódicos habituales, el Ya o el ABC (o en los dos), según está inscrito en su memoria actual, que ahora consulta, la noticia de que el Príncipe de España, al ser informado de que un vehículo de su escolta había arrollado a un motorista mientras el hoy Rey se dirigía a un acto oficial en la jornada precedente, ha tenido un detalle cargado de humanidad humanísima. Según la noticia – seguramente un remitido del Ministerio de Información y Turismo- dada por el periódico, el Príncipe ordenó detener su vehículo, descendió de la limusina, y parando también su precioso tiempo durante un hiato indeterminado, se interesó por el estado de salud del accidentado. Sólo reanudó su jornada y el despacho de sus asuntos oficiales tras confortar al doliente.
Muchos años después, a finales de septiembre de 2000, y muy lejos de Madrid aunque también en un cruce de caminos, en este caso en la Franja de Gaza, murió asesinado el niño de doce años Muhammad al Durra. El niño Muhammad agonizó en los brazos de su padre –de nombre Jamal-, víctima de los disparos a sangre fría del Tsahal israelí. Era el comienzo de la Segunda Intifida palestina y todo el mundo lo vio como si el crimen hubiera sucedido en el salón de su casa. El camarógrafo palestino Talal Abu Rahma estaba allí, en el cruce de Netzarim, y pudo grabar con su máquina algo más de un minuto de película que demostraba sin sombra alguna la crueldad de los militares de Israel. Como la película no mentía y los fotogramas del cámara palestino eran por sí mismo evidentes, el corresponsal de France 2 en Jerusalén, Charles Enderlin, que ni siquiera podía identificar en un mapa el cruce de Netzarim, prestó (vendió) su voz en off al producto final –el reportaje que France 2 suministró a todas las televisiones del mundo-, y de esta forma llegó hasta todos los hogares del planeta, de forma convenientemente actualizada, un relato de sobras conocido, el viejo libelo de la sangre derramada por los judíos. Otro niño inocente había muerto en la cruz a manos de los pérfidos judíos. El arquetipo de los viejos tiempos se instaló en la aldea global. Como las imágenes de la televisión son la bomba atómica del siglo XXI y los derechos humanos son el Catecismo de nuestro tiempo, todo el mundo supo entonces, por si había dudas, dónde estaba Jesús y dónde estaba el Diablo.
Qué pena que la grabación de Abu Rahma y la voz en off de Charles Enderlin duraran sólo 59 segundos y omitieran el final, del que nadie –salvo los autores del reportaje- sabe nada. ¿Eran sólo los segundos de la basura, el final intrascendente e interrumpido de poco más de un minuto que no ha visto ningún espectador? Lo cierto es que una mosca cojonera que había sido bautizada con el nombre de Philippe Karsenty olfateó, como todas las moscas, que había un poco de mierda en el lavabo de caballeros de France 2 y puso en solfa lo que parecía ser otro cuento de la televisión.
Diez años después las cosas siguen sin estar claras, excepto algunas. Que el pequeño Muhammad en ningún caso pudo morir por fuego israelí. Que no se conocen las heridas que le produjeron la muerte y que el camarógrafo que filmó las imágenes, después de haber acusado a los soldados israelíes de haber disparado a Muhammad con premeditación y alevosía, se desmintió a sí mismo posteriormente y hoy apenas puede precisar lo que sucedió de verdad en el tiroteo de Netzarim. Incluso se duda de que las grabaciones fueran reales y de que el niño Muhammad, como el Santo Niño de la Guardia, haya existido alguna vez y de quién es el cuerpo del niño protomártir que fue enterrado envuelto en la bandera palestina en los inicios de la Segunda Intifiada, allá por el otoño del año 2000. Todo ello ha salido a la luz en un proceso interminable seguido en los tribunales franceses a instancias de France 2 por una demanda de difamación contra Philippe Karsenty, del que éste ha salido absuelto en fase de apelación. Sólo resta decir que Karsenty, que no es periodista sino consultor financiero, estaba obsesionado con la supuesta veracidad del programa de France 2 y no se la creía del todo. Y le dio por comentarlo en su página web…
Los años han pasado y casi nadie se hace preguntas. ¿Dónde está la verdad y donde está la mentira? Yo creo que ambas están en el mismo sitio. La mentira, como en el caso del motorista accidentado que fue asistido por el Príncipe de España, está en el periodismo sin luz y taquígrafos de una dictadura que fue a la verdad como la noche al día. Un periodismo que fue el señor de la impunidad y dueño de una comunicación arcaica y con pocos recursos tecnológicos. Pero también la mentira puede expandirse en el mundo de internet, a la vista de todos y pasar como una verdad natural, como una evidencia en sí misma que puede ser captada, retratada y transmitida al orbe por cualquiera que esté allí, en el supuesto lugar de los hechos.
Me parece que el asunto no tiene una respuesta clara, como no la ha tenido nunca. Cualquiera nos puede mentir o decir la verdad de lo que ha visto o de lo que escribe. Pero el lector de una noticia debe insistir en su búsqueda de ese cualquiera hasta que ese cualquiera pierda, él o sus filtros, su naturaleza indefinida o fortuita. El sujeto –sea quien sea- de la noticia –sea lo que sea lo que la noticia revele- debe tener un nombre propio reconocible por su firma. Alguien que cuando hable o escriba diga lo que cree que es la verdad, aunque se equivoque. El escritor y el lector deben encontrarse caminando los dos por la misma cuerda de alambre. Deben coincidir en el centro y sobre el mismo peso de la duda, en la tensión de la búsqueda de la realidad desconocida que a los dos conjuntamente y como hermanos les separa, a uno y otro lado del relato, del dogmatismo y la desesperación. Es decir, de las dos caras del conformismo de siempre.
Como dice Luis Goytisolo en «Cosas que pasan», lo malo es que muchas veces la versión de los hechos que se hace canónica es la falsa o la falseada. ¿Qué consuelo cabe entonces? El «ya te lo dije, tenías que haber comprobado la noticia» llega casi siempre tarde o le importa a poca gente. ¿Crée usted, B, que soy pesimista?