Israel en Auschwitz

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 A la memoria de todos los ingenuos prohijados  por Martin Buber
Imagen de las alambradas del campo de concentración de Auschwitz. / Wikipedia
Imagen de las alambradas del campo de concentración de Auschwitz. / Wikipedia

El complejo de campos de exterminio de Auschwitz-Birkenau fue tomado por el ejército soviético el 26 de enero de 1945. Casi 70 años después, el 26 de enero de 2014, la Knesset o Parlamento del Estado de Israel celebrará en Auschwitz-Birkenau una sesión especial en recuerdo de las víctimas de la Shoah. Casi 70 años después de la hecatombe de los judíos de Europa viajarán al lugar que simboliza como ningún otro el horror del exterminio del pueblo que más había contribuido al ideal kantiano de la convivencia pacífica entre pueblos distintos los representantes del nuevo Estado de los judíos. En ese acto conmemorativo, fruto de la generosidad polaca, hablarán entre otros Yuli Edelstein, presidente de la Knesset, y Eli Wiesel, Premio Nobel de la Paz. Si he mencionado la palabra generosidad, tampoco debe olvidarse la del millonario anónimo que sufragará todos los gastos del acontecimiento. Los organizadores de la jornada sólo han revelado que el donante sobrevivió al desastre de su comunidad.

La irrupción del sionismo triunfante en las ciénagas de Auschwitz es un choque de trenes conceptual y una de las páginas más sorprendentes del libro de las paradojas históricas. Desde las primeras emigraciones a Palestina alentadas por la doctrina de Theodor Herzl y sus predecesores, el sionismo de los nuevos judíos degradó a un nivel moral inferior a todos los judíos europeos refractarios a viajar e instalarse en su nuevo hogar nacional. Israel nació como el futuro Estado de todos los judíos. Permanecer en la vieja Europa era un acto imperdonable de pasividad ante el peligro creciente de vivir entre pueblos gentiles, además de una negación de la verdadera autoconsciencia judía y una resignación humillante a la inercia ancestral de seguir dependiendo de la voluntad mayoritaria de terceros. Permanecer en la vieja Europa era algo parecido al sacramento negativo de la confirmación del peor pecado judío, era transigir y aceptar todas las “taras” psicológicas y culturales de la Diáspora que los sionistas aborrecían y despreciaban ad nauseam en su impugnación radical del judaísmo europeo tradicional.

Puede que todo lo anterior no tenga ya ninguna importancia y esté sepultado en la Genizah de los manuales sionistas fuera de uso y pasados de moda. Sin embargo, la presencia de Israel en Auschwitz-Birkenau de alguna manera rompe la legitimidad originaria del Estado, que en teoría fue un acto de justicia internacional y de reconocimiento de la “patria” inalienable y milenaria del pueblo judío, no una decisión de “reparación” y piedad geoestratégicas conexas a la catástrofe de masas de la Shoah. Los judíos europeos que emigraron a Palestina desde 1882 se autodenominaban el Nuevo Yishuv (comunidad), frente al Antiguo Yishuv, para diferenciarse radicalmente de los viejos asentamientos judíos de Jerusalén, Tiberíades o Safed. Para los judíos nuevos, según su discurso de redención escrito en los estertores del affaire Dreyfus, también eran miembros del Antiguo Yishuv sus hermanos de Alemania, Polonia o Rusia que habían decidido languidecer en la vieja y enferma Europa.

La línea Jerusalén-Auschwitz es una línea de alta tensión y de ella salen vibraciones muy inquietantes. Trasladar la sede de la soberanía nacional de Israel al espacio (Auschwitz-Birkenau) y al tiempo (26 de enero) que mejor simbolizan la tragedia judía en Europa es trazar una línea de continuidad entre dos fenómenos desiguales. Es tanto como confesar que el Estado de Israel fue menos un acto de reconocimiento internacional legítimo de una causa justa (representada por el movimiento sionista) que un producto artificial nacido entre los escombros, todavía humeantes y con olor a azufre, de Europa. Es tanto como formular la siguiente pregunta: ¿Existiría el Estado de Israel si no se hubiera producido la Shoah? Si, hipotéticamente, la respuesta fuera no, los israelíes tendrían un serio problema de justificación moral y política: serían un hijo póstumo de Europa forzosamente impuesto por los vencedores de la Segunda Guerra Mundial a los habitantes originarios de una provincia otomana y posteriormente de un mandato colonial británico. El Estado de Israel no sería entonces otra cosa que una penitencia ilegal administrada a un pueblo inocente: el pueblo palestino.

Yo creo que no es así. Israel tiene una legitimidad de origen, pero no siempre ha podido aducir a su favor una legitimidad de ejercicio. Yo, si fuera israelí, me haría revisar los frenos y también dejaría de usar la marcha hacia atrás. Israel ha fallado como supuesta patria de todos los judíos, porque muchos de ellos han decidido no vivir en Israel. Por ello, si Israel no puede hablar en nombre de todos los judíos vivos, no veo cuál puede ser la razón de que sea suya la voz de todos los judíos muertos, asesinados, en la Shoah que se llevó a sus abuelos (y también a los abuelos de los judíos no israelíes). Mucho me temo que la reunión de la Knesset en Auschwitz-Birkenau no sea más que un acto de propaganda estatal que invoque la legitimidad de lo que se es y la defensa de lo ya conseguido para justificar todo lo que se hace en una región tan convulsa como el Oriente Medio actual, incluida naturalmente Palestina. Porque este repentino recuerdo oficial de la vieja Europa tiene pocos argumentos a su favor.

Contrariamente a la Francia, Inglaterra o Alemania del siglo XIX, el movimiento sionista salió de Europa sin la posibilidad (ni la vocación) de imponer a otros pueblos una voluntad imperial. A diferencia de esos Estados imperialistas (que extendieron su poder fuera de sus fronteras y para ello establecieron colonias), los sionistas pretendían fundar un Estado y nunca fueron los colonos de una metrópoli. Su repugnancia por la Europa de su tiempo (incluida la Europa judía) les llevó a decretar a los emigrantes judíos a Palestina la implantación de un proceso completo de aculturación, empezando por el idioma (inventaron el hebreo moderno mientras despreciaban la lengua mayoritaria de los judíos europeos recién llegados, el yidish). Es decir, actuaron de forma muy distinta a todas las administraciones coloniales, que obligaban a los pueblos autóctonos a someterse a la lengua, la cultura y el poder de los funcionarios exportados desde la metrópoli europea. Para los sionistas, la Diáspora (incluida la norteamericana) era una comunidad de apoyo, un sustento inicial de ayuda financiera y también un peón en el tablero de juego internacional, pero, aún así, la Diáspora era una entidad transitoria destinada a ser absorbida por Israel desde su constitución como Estado. Israel era el futuro de todos los judíos emancipados y conscientes de sí mismos. Los demás, los eternamente rezagados y los pusilánimes, eran judíos de segunda, eran –fueron- los inadvertidos de Auschwitz-Birkenau. Entre otros judíos con mejor fortuna.    

Comparecer en Auschwitz-Birkenau casi 70 años después de la extinción del fuego significa profanar, por  parte del Estado de Israel, el ámbito más inefable de la judería europea. Es entrar en un cementerio, no para respirar la sagrada memoria de los muertos, sino, apropiándose de un pasado que no necesita ningún Sumo Sacerdote, para liquidar las expectativas de vida que ofrece el presente y justificar de esa forma el Templo que algunos israelíes han levantado para protegerse indefinidamente, en vano, de los leprosos que exigen entrar en la ciudad. Desgraciadamente, Auschwitz-Birkenau existió. Pero no se puede invocar su recuerdo de muerte y destrucción con la finalidad de tapiar los derechos de unas presencias vivas que piden justicia. La muerte es irreparable. La vida y la justicia, por muy maltrechas que estén, siempre se pueden actualizar por quienes tienen el poder de apretar los interruptores on y off. Incluso si manejan la máquina del tiempo gracias a los errores y las locuras, a veces criminales, de sus adversarios.

Dice el Eclesiastés que “los muertos no saben nada”. Seguro que en el año 2014 es una utopía, o al menos una esperanza muy lejana. Pero yo cambiaría la oración fúnebre de Auschwitz-Birkenau por una promesa formulada a los que aún estamos vivos. Aunque sea una promesa para un futuro no inminente, nunca se cumplirá si antes no se piensa. Y yo ahora pienso en una sesión de la Knesset en una ciudad tan poblada, viva y cercana a Jerusalén como es Ramallah. Algunos creerán que es una provocación. Es cierto. Soñar es siempre una provocación para los que viven con los ojos cerrados.

 

1 Comment
  1. Juvenal says

    Nos volveremos a sentar a la cena en una mesa y me desarrollarás lo que aquí anotas con brillantez. Algo sabía ya por ti amigo. Te felicito

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