Se abre el telón (aunque hoy en día ya no hay telón en ningún sitio) y se ve una enorme pizarra de esas que son de plastiquillo blanco, para pintar encima con un rotulador. Aparece RUTH y empieza a llenar el plástico blanco de números y signos como una demente. Está loca por las matemáticas. Desde un rincón estratégico del escenario, que sugiere un aula, la contempla AL. Los números que RUTH planta febrilmente en su encerado cogen una complicación y una marcha que en seguida deja atrás a la mayor parte del público, que somos de letras. Y sin embargo no fallecemos de aburrimiento como sería de esperar. Nos pasa como a AL, que no entendemos ni torta pero estamos genuinamente y extrañamente fascinados. Encontramos natural que al acabar la clase él se adelante y diga que en realidad sí hay un número que le interesa: el número de teléfono de RUTH.
¿A quién se le ocurriría plantear todo un espectáculo teatral sobre teoremas matemáticos? Y no precisamente sobre el de Pitágoras, que es facilito, sino sobre un conjunto de fórmulas que dejaron patidifuso al ilustre matemático inglés Godfrey Harold (G. H.) Hardy cuando en 1914 los leyó en una carta que acababa de recibir de la India. Firmaba aquella carta Srinivasa Ramanujan, un matemático autodidacta que ni siquiera fue a la Universidad –suspendió el examen en todas las demás materias- y que se ganaba la vida como oficinista en el Puerto de Madras. A Hardy le costó mucho convencerle de dejar todo esto y viajar a Inglaterra, donde su innato genio para los números causó sensación y le valió a Ramanujan ser el primer no británico –o para ser precisos, el primer no blanco– admitido como fellow de la Royal Society y del Trinity College de Cambridge.
Fue la suya una carrera triunfal pero corta. Ramanujan murió a los 32 años. Su salud era débil y en Inglaterra sucumbió a un clima que ni en sus peores pesadillas se imaginaba y a la malnutrición. No tanto porque fuera pobre (que también) como porque era vegetariano estricto, y esa es una mala circunstancia en un país frío y encima inmerso en la Primera Guerra Mundial.
¿Y por qué el indio, siendo tan bueno para los números, no sumó dos y dos y se metió entre pecho y espalda un buen bistec? G. H. Hardy definiría su relación con Ramanujan como “el episodio más romántico de mi vida”; puede que lo dijera por su tendencia a enamorarse platónicamente de sus colegas (las imágenes de Ramanujan nos muestran un bellezón masculino impresionante, algo así como el hombre Martini, pero con los ojos y los labios bañados en un irresistible fulgor inteligente, en vez de macarra). Aunque a su vez es posible que el británico, un ateo hiperracionalista, se sintiera fascinado por aquella bocanada de genio y de intuición que le llegaba de los confines del todavía imperio. Ramanujan estaba convencido de que sus teoremas se los inspiraba una diosa india. Y no es imposible que se mantuviera vegetariano hasta el final, con todo en contra, por miedo a cortar la inspiración. ¿No es esa la razón por la que huyen de la carne y otros excesos los místicos y los yogis?
Con todo este material, insistimos, hay quien se ha atrevido a armar una obra de teatro. Se llama A Disappearing Number (Un Número Que Desaparece) y es una creación del británico Simon McBurney y su compañía teatral, Complicite, en coproducción con varias otras y con el Festival de Teatro de Holanda. Se estrenó el 2007 en Plymouth, saltó ese mismo año a Londres, donde obtuvo un éxito fulminante, y acaba de arrasar en el festival de verano del Lincoln Center de Nueva York.
A Simon McBurney y a la Complicite Company la preceden un inmenso prestigio plástico. Una capacidad de hacer del teatro una experiencia visual de vanguardia y a la vez con una intensidad de toda la vida. En unos tiempos en que la escena lucha furiosamente por encontrar su lugar en el ojo del público, ávido de novedades o por lo menos de sobresaltos, esta gente no es que colme todas las expectativas, es que las genera nuevas. Los actores se funden en el escenario con proyecciones extáticas y en movimiento, sonidos y músicas, planos y contraplanos que hacen parecer a los de Hollywood una cuadrilla de ordinarios. Cuando se consigue reproducir la ubicuidad expresiva del cine, su músculo espacio-temporal, con la fluidez y el intimismo del teatro pueden suceder grandes cosas.
Más grandes aún si, para variar, todo este alarde visual no carece de un texto sólido en que apoyarse sino todo lo contrario, uno solidísimo. A Disappearing Number es una especie de rompecabezas matemático y poético que se va montando a nuestro alrededor –con nosotros dentro– y que, más que una narración fragmentada, consigue la narración sin fin. Todo lo cuentan al mismo tiempo y todo al mismo tiempo viene a cuento: la extraordinaria relación entre los matemáticos Hardy y Ramanujan, la extraordinaria relación de amor –y de otras cosas- entre Al y Ruth, la más lacerante soledad en mitad del mundo más lacerantemente globalizado, ecos de la independencia de la India, ecos de la ausencia, ecos de la muerte…
Es increíble pero posible que en dos horas un audaz general teatral como Simon McBurney te cambie totalmente la visión del mundo. Es obvio que también para él, como para nosotros, de niño las matemáticas fueron un coñazo y una tortura. Porque tampoco él, ni nosotros, sospechábamos entonces el alcance de su gran secreto: que las matemáticas también son de letras. No son una aburrida contabilidad del mundo sino su mejor reinvención. Un lenguaje que lo imagina y lo recrea todo desde el principio, como el mismísimo verbo. Una radical expresión de lo humano y de la más humana de las humanas obsesiones: la eternidad. Lo infinito. Sin brechas y sin discontinuidades, porque siempre habrá una cifra, por infinitesimal que sea, para rellenar el hueco. Para no dejar ni un solo margen a la ausencia.
En la obra hay mucho humor, ese humor inglés que funciona de maravilla en Guadalajara. Pero el humor, cuando es serio, es siempre una noble respuesta al miedo. Y es el miedo a la muerte el que llena cada recoveco y cada poro de A Disappearing Number.
No tanto el miedo a morir como a que mueran otros. A que nos dejen solos los que amamos. Los que elegimos para ayudarnos a ser nosotros. Nuestras raíces cuadradas, nuestros cubos. Nuestra suma infinita que por lo que sea siempre es igual a 1/12.
Simon McBurney concibió esta obra a la sombra de varias pérdidas humanas que el misterio de las matemáticas le ha permitido sublimar con tanto empeño como el que pone el personaje de Al para conseguir que su operador de telefonía móvil le permita poner a su nombre –y así conservar-el número de teléfono de su difunta esposa Ruth, el primer número que quiso de ella. Que era a su vez el número mágico de Hardy y Ramanujan. La clave de que todo es infinito y está conectado, como han sabido los místicos indios de toda la vida y como más recientemente han descubierto los matemáticos.
Si los matemáticos son capaces de gestionar el infinito también son capaces de gestionar un ámbito sin lapsos espaciales ni temporales, un ámbito donde reencontrar a todos los ausentes. ¿A la inmortalidad laica por las matemáticas? Cosas más raras se han visto –yo hasta tuve la dicha de ver un concierto de Peret– en el festival de verano del Lincoln Center.
Lo que no pueda verse en NYC…
http://www.teatrelliure.com/cat/programa/temp0708/45disappe1.htm
En Barcelona pudimos disfrutar de este espectáculo en el Teatre Lliure… también quedé fascinado de cómo los números pueden llegar a transmitir emociones…