En Irán lapidan a las adúlteras y ahorcan a los homosexuales. En Afganistán tres cuartos de lo mismo. En Dubai se puede ir a la cárcel por darse un beso en público. Dos lesbianas que se manifestaron afecto en un restaurante distinguido de Madrid se llevaron una ración de insultos y una bofetada. Y en Estados Unidos acaba de morir un padre de familia con cuatro hijos que, según el policía que le disparó, buscaba sexo homosexual fortuito en un parque público.
En Estados Unidos han estado vigentes leyes contra la sodomía, incluso cuando esta se practicaba en privado, hasta fecha tan escalofriantemente reciente como 2003. Ahora ya sólo se persigue cuando es en público. Pero tampoco está muy claro donde empieza la frontera legal de la indecencia. ¿En meterse mano? ¿En revolcarse con otra persona tras los arbustos de un parque donde hay niños? ¿Y si no hay niños? ¿Qué pasa si un individuo agobiado por la urgencia de orinar en una esquina es confundido con un individuo que se masturba? ¿O si no sólo se insinúa a la persona equivocada, sino que esta es agente de policía?
Larry Craig, senador republicano ultraconservador por Ohio, el clásico defensor de los valores familiares más tradicionales y enemigo jurado del matrimonio gay, fue detenido hace tres años en el aeropuerto de Minneapolis –que al parecer da de sí para muchas películas de Almodóvar- por tocar con su pie el pie de otro hombre en el baño contiguo. Con tan mala suerte que resultó ser un policía de paisano. Craig fue detenido en el acto. Inicialmente se declaró culpable de un delito menor, aunque luego lo negó todo, se declaró víctima de un error policial y de un montaje de sus enemigos políticos, y se negó a dimitir como gato panza arriba.
Hay casos menos divertidos. Defarra Gaymon, 48 años, afroamericano, felizmente casado con su novia del instituto y padre de cuatro hijos, director de una cooperativa bancaria en Atlanta, se encontraba pasando unos días de este mes de agosto en Newark, New Jersey, donde se crió y pasó su infancia. Un viernes particularmente tórrido tenía que atender varios compromisos, incluyendo una reunión de exalumnos en un pub y una sesión de lectura familiar de la Biblia en la iglesia donde se casó. A la misma hora donde se le esperaba en estos sitios yacía moribundo en el Branch Brook Park, un extenso parque público con pequeños lagos y bosquecillos, con una herida de bala en el abdomen.
¿Qué había pasado? El policía, hijo y marido de policía Edward Esposito, de 29 años, jura que él estaba patrullando el parque de paisano cuando encontró a Gaymon “involucrado en un acto sexual solitario”, y que este le hizo avances. Siempre según su versión, cuando Esposito sacó la placa y le comunicó que se lo llevaba detenido, Gaymon asaltó al policía y huyó. El agente Esposito le persiguió y consiguió acorralarle en un punto donde no tenía escapatoria. Entonces Gaymon se le enfrentó, trató de desarmarle, amenazó con matarle y se metió la mano en el bolsillo, como si buscara un arma. Momento en el que el agente optó por disparar, y no precisamente a la pierna. Gaymon murió ese mismo día.
La consternación ha sido enorme en su familia, que sigue negando que Gaymon fuera gay, y buscan a su muerte cualquier otra explicación. Ciertamente no hay testigos de lo que ocurrió entre él y el agente Esposito. Pero lo que este cuenta se ajusta a una pauta que, aunque escandalosa para muchos, no deja de ser legal. Y habitual.
En Estados Unidos, a diferencia de lo que ocurre en España, es legal que un policía cometa un delito para inducir a otros a cometerlo, y así pillarlos con las manos en la masa. Es la versión policial de la guerra preventiva. Se hace para cazar terroristas y narcotraficantes y por lo visto también para cazar gays que retozan donde no debieran. Parece ser que los vecinos del parque en cuestión se quejaban de encontrar cuando paseaban condones y cascos de cerveza abandonados por los amantes furtivos. ¿Justifica eso la tragedia en que ha acabado este caso?
Ojo que aquí hay que hilar más fino de lo que parece. Porque no estamos hablando tanto de libertad sexual como de transgresión sexual. Los que tratan de explicarse –esperemos que no sea de defender- la lapidación de adúlteras en Asia y África aducen que en comunidades tribales como las que históricamente caracterizan a esos países era y es de una enorme importancia que no haya dudas sobre el linaje de los hijos. Si las hay es un problema para toda la comunidad. De aquí que en un momento dado se elija la lapidación como castigo por dos importantes ventajas: por su crueldad, que se espera que sea disuasoria, y porque es un castigo colectivo. Es todo el pueblo el que sale a tirar piedras, unido en la defensa de lo que entiende que es su moralidad.
De hecho la famosa frase “tirar la primera piedra” hunde sus raíces en estas sutilezas jurídicas: si era adulterio confesado la primera piedra la tiraba el juez, si la víctima (perdón, la acusada) no confesaba, y se la condenaba por las declaraciones de testigos, eran estos los que tenían la responsabilidad, y por supuesto el honor, de empezar a apedrearla.
Por supuesto esto es una salvajada, pero atención: el adulterio no es una libertad sexual consolidada en ninguna sociedad avanzada. En el mejor de los casos se considera el incumplimiento de un contrato legal (el de matrimonio) y puede comportar la ruptura del mismo, amén de otros castigos, como que en un proceso de divorcio la parte adúltera esté más expuesta a perder la custodia de los hijos.
Lo que en general está en juego no es castigo sí, castigo, no, sino qué tipo de castigo. En esta cuestión de grado se decide la civilización: en cómo gestiona cada comunidad la transgresión sexual, aquellas conductas sexuales que no sólo la ofenden sino que considera que la perturban. O incluso que la amenazan.
Volviendo a los infortunados gays americanos que buscan amantes furtivos por los aeropuertos y por los parques públicos; estos raramente son el tipo de gay seguro de sí mismo que ha salido orgullosamente del armario. Al contrario, suelen ser los gays del tipo reprimido, los que esconden su inclinación tras una fachada heterosexual tan idílica que puede incluir la persecución pública de aquello que practican en privado. Como Eliot Spitzer con sus prostitutas de lujo, aunque Spitzer, a diferencia de Defarra Gaymon, parece que por lo menos no se jugaba la vida.
¿Tiene sentido despachar policías de paisano pero armados a cazar gays, tan hipócritas como se quiera, por los parques? ¿No es previsible que ese tipo de infractores, dado su perfil social, reaccione con extremo horror y hasta violencia ante la perspectiva de ser detenidos por una cosa así? ¿No estaba cantada tarde o temprano una desgracia como la que ya ha habido?
Por lo demás, ¿quién nos garantiza que el agente Esposito no se imaginó cosas? Él mismo admite que no sorprendió a Gaymon con otro hombre sino entregado a actos sexuales en solitario. Es decir, que se estaba haciendo un favor a sí mismo en un rincón discreto del parque de la ciudad donde se crió y donde fue al instituto. ¿Y si sólo estaba ahí acordándose de sus años mozos, y de los favores a sí mismo que en aquellos años hacía? ¿Y si en ningún momento se insinuó a nadie, y si sólo atacó al policía de paisano porque sobresaltado lo confundió con un mirón?
¿Tan difícil era que el policía llevara uniforme y se le viera venir de bien lejos? Para arreglar el problema comunitario -si es que Gaymon era un problema comunitario- bastaba con eso.
Lo otro parece morbo de tirar la primera piedra. Y de tirarla a matar.
La reacción inicial del político (huir) parece indicar que él creía/sabía que estaba haciendo algo ilegal.
En una situación así, amenazar de muerte a un agente de policía y hacer ademán de meter la mano en un bolsillo en una situación violenta son formas de buscar problemas.
Y no hace falta entrar en el tipo de delito, si es delito, etc… La única pena es que sólo podamos contar con el testimonio del agente.
Usted, Anna, ilumina la noticia -el hecho- con sus audaces comentarios. Acierta, porque en el riesgo siempre hay esperanza.