Escribo estas líneas en la vigilia de la vigilia de la huelga. En Estados Unidos han salido algunas informaciones previas, me pregunto si las habrá posteriores, y de qué alcance. Por ahora los comentarios son escuetos y paternalistas. En general se da por hecho que la legislación laboral española es un mamut, la huella del yeti en la nieve, y que ya era hora de hacernos aterrizar en el capitalismo del siglo XXI.
¿O quieren decir en el socialismo del siglo XXI? Será casualidad pero tiene miga que la convocatoria de huelga general y las primarias socialistas en Madrid hayan caído en una misma semana de pasión, una cosa el miércoles y otra el domingo.
Leo en las magníficas crónicas de varios compañeros que están ahí que Tomás Gómez abrió campaña en Parla, donde fue el alcalde más votado de España, y donde reivindicó sus nobles y humildes orígenes. Esos que lo hacen tan simpático y que a todos nos han producido en algún momento un escalofrío justiciero del tipo: a ver si gana este, que es el bueno, el no contaminado por los oropeles del aparato. Y que encima me le han hecho esta putada tan gorda.
En Coslada estaba Trini Jiménez con su melena al viento y su fino pedigrí de niña de izquierda bien, de familia de listos y de juristas. Que es algo que también tiene su encanto. Trini Jiménez es al PSOE lo que las heroínas rubias de Juan Marsé a la burguesía catalana.
Pero si algo tiene Trini que de verdad le puede hacer pupa al bueno de Tomás es ese contraste entre Leoncia y Tristón. A veces tener razón acaba contigo simplemente porque te deja demasiado exhausto y de mala leche para tener nada más. Y luego está esa frasecilla que pareciendo naïf no deja de estar cuidadosamente envenenada: “Tomás Gómez representa el pasado, y con el pasado no se ganan elecciones”.
Injusto pero cierto. La izquierda que gana elecciones es cada vez menos izquierda en un sentido clásico. Menos obrera y de cuello azul, más de profesión liberal (así sea en el paro), más rocambolesca y más pija. Aquí y en Estados Unidos, donde el Partido Demócrata cada vez busca menos votos en las fábricas (porque las fábricas americanas ya no están en Estados Unidos, o si están, los que trabajan en ellas ya no están lo bastante legales como para ser electoralmente aprovechables) sino en los restaurantes más selectos de Nueva York, los campus universitarios de postín, los suburbs donde viven los médicos y los abogados de prestigio, los jóvenes y audaces diseñadores favoritos de Michelle Obama a mil dólares el modelito, etc.
Acusan a la izquierda de no ser fiel a sí misma pero es que como lo haga tiene un problema brutal: que se queda sin votos. Pues la mayoría está en otra parte. La diferencia entre pobres y ricos hoy en día es más psicológica que otra cosa, incluso en plena recesión. Son pobres de corazón –no oso escribir de espíritu- muchos que no lo podrían ser sin el bolsillo lleno. Mientras se sienten pobres y vejados por la crisis muchos que no tienen idea de que gozan de lo que para muchos otros son privilegios apabullantes. El enemigo no es el que parece. Y la lucha de clases tampoco.
Para muestra un botón autobiográfico. Hace unas horas me he visto obligada a coger un taxi en el midtown de Manhattan. Subrayo lo de que me he visto obligada porque en Nueva York nunca se coge un taxi por placer; por lo general resulta siempre una experiencia asquerosa.
El caso es que me veo obligada a parar un taxi en Park Avenue con la calle 21 y hacerle un encargo que cualquier niño de cuatro años entendería pero para un taxista de Nueva York puede resultar muy complicado: primero hay que ir a Lexington con la 46, a recoger a unas personas, y a partir de ahí seguir para Brooklyn.
Quitando que el taxista recibe la mención de Brooklyn como si se le hablara del Congo belga, y que informa de que se le ha averiado el chisme para cobrar con tarjeta de crédito, todo va bastante bien hasta llegar al primer destino. Pero la esquina en cuestión está complicada. Sugiero aprovechar un claro delante de un coche de policía allí aparcado. Pero el taxista no sólo rehúsa parar sino que pisa el acelerador y me aleja una manzana y media de donde he quedado. Con urgencia y con muy malos modos me indica que ahí no puede detenerse, que además ya no quiere seguir para Brooklyn, que me apee y que me busque otro vehículo.
No es extraño que en Nueva York te hagan esto. Pero a mí me ha pillado en un día de furia. Le exijo que junto con el recibo por la carrera truncada me indique su número de licencia porque, aún sabiendo que no es verdad, le aseguro que voy a denunciarle. Él me dice que le da igual y se niega a darme el número de licencia.
Sé que me estoy metiendo en un lío. Pero hasta aquí hemos llegado. Últimamente me han pasado muchas cosas. Me han recortado un diez por ciento del sueldo haciéndome trabajar lo mismo o más. La gestora de la comunidad de vecinos de mi casa en Madrid nos ha estafado 44.000 euros. Gallardón me cobra 42 euros por recogerme una basura que no tiro y etc, etc, etc. Ya vale, ¡mariconadas las justas! O el taxista me da el número de licencia o yo no suelto un dólar.
Sigue una virulenta discusión en el que él primero me amenaza con todas las penas del infierno si no pago, discurso en el que recibe el apoyo de dos espontáneos de la calle a los que nadie ha dado vela en el entierro pero se meten igual. Yo explico que no me niego a saldar mis deudas sino a que me vacilen ni un minuto más. Ya vale de cebarse con la clase media, coño. Desorientado por mi acento catalán el taxista exige saber de dónde soy. Al confirmarle que soy extranjera me toma por turista y trata de amedrentarme con el argumento de que Nueva York no es como España. Yo coincido con su apreciación pero le recuerdo que aún así Nueva York no es una ciudad sin ley y sugiero acabar de una puta vez: vamos al coche de policía que hemos visto antes, y que ellos diriman.
Al decir esto el odio llamea en sus ojos y me insulta xenófoba, machista e inenarrablemente. Pero lo más curioso es que se raja. Que retrocede. Se mete en el coche y se larga. Yo temblando como una hoja –ya no recuerdo si de miedo o de rabia- enfilo muy digna en dirección contraria. Acabo cogiendo otro taxi que para variar tiene un conductor civilizado. Sabe ir a Brooklyn y es un fan de Montserrat Caballé.
Poco a poco la adrenalina baja y los datos empiezan a encajar en mi cabeza. Es posible que mi primer taxista fuera un macarra y un chulo. Pero por encima de todo era un taxista ilegal, conduciendo de marrón con la licencia de otro, y encima novato, comprendo de repente. De pronto lo veo todo claro: el repelús a aventurarse por Brooklyn, la pronta advertencia de que no podía cobrar la carrera con tarjeta, el inexplicable pánico que le sobrevino cuando le pedí parar frente a un coche de policía...
Pobre desgraciado. Pobre pringado. Nunca fue mi enemigo. No era uno más de mis problemas, no era un jeta más rebañando mi bolsillo y mi paciencia. Intentó tirarme del coche en marcha como si yo fuera un paquete de heroína porque estaba asustado. Pero, ¿por qué no me avisó, por qué no me dijo lo que había, por qué no buscó mi complicidad? Respuesta sabia: porque quién sabe cómo podía reaccionar yo. Quién sabe si no podía haberle denunciado.
Se me cae el mundo encima. Más que el mundo, el inframundo, la terrible capa de gente infinitamente más jodida, inimaginablemente más frágil que yo. Siempre digo que la maldita empatía me va a matar. Y es que la empatía llega donde no ha llegado jamás ninguna izquierda. Hace sólo cinco minutos que me enfrentaba a grito pelado con este taxista y ahora si supiera dónde iría a buscarle y sin mediar palabra le abonaría la carrera que indignada no le pagué y que seguro que él tendrá que poner de su bolsillo ante el verdadero titular del taxi, pues quedó registrado en la caja. Eran siete dólares. ¿Una miseria? ¿Una fortuna? ¿Cómo saberlo?
Qué difícil es saber hoy en día dónde empieza y dónde acaba lo injusto, quién es y quién no es mi hermano, contra qué o contra qué no se dirige mi lucha. Qué difícil es no cagarla.
Com emrecordes l’anna que fea de corresponsal a Madrid. M’agradaria mol com escrius.
Muy buena historia. Una instántanea personal contra los nominalismos vacíos de significado. La justicia pública (y la ética individual) no es verdaderamente una propuesta, no se expresa sólo con las palabras que la arropan. Es la contestación, muchas veces muda, a un hecho de la realidad, frecuentemente fortuito. Es la respuesta del «buen samaritano». Difícil, pero posible. Además, la parábola del «buen samaritano» es una prueba inconclusa contra el nominalismo en general (en todas las relaciones humanas, y no exclusivamente en las políticas e ideológicas). Ese samaritano que pasa casualmente por el camino y te ayuda o te mira con simpatía es un extraño, y sin embargo es el mejor de los hermanos. Con ese hermano es imposible cagarla.
La izquierda está donde el corazón, ¿no, Anna? La pena es que hay quien -aún siendo «de izquierdas»- no se cosca de ná. M’ ancantao el relato, Reina.