Me entero de la muerte a los 92 años de Dorothy Howell Rodham, madre de Hillary Rodham Clinton, cuando ya apagaba el ordenador para acostarme (perdón por hacerlo tan temprano: mañana madrugo), y las manos se me van solas al power, para volverlo a encender. Para no dejar que esta mujer se muera así, sin más. Hace tiempo yo me obsesioné por la hija, Hillary, sin saber hasta qué punto me estaba obsesionando a su vez por la madre.
Siempre dije (y la historia me da la razón), que era más fácil que llegara a presidente de Estados Unidos un negro que una mujer. Por lo mismo es más fácil que llegue a la leyenda y a los anaqueles de las librerías una madre coraje como la de Barack Obama que como la de Hillary Clinton.
Ahora se dispararán los obituarios. Pero no sé si todos pondrán el acento en lo esencial. De Dorothy Howell Rodham se ha destacado siempre que nació en una familia disfuncional. Su madre era una niña y a Dorothy y a su hermana las criaron los abuelos. Lo que no siempre se cuenta es que para cambiar de manos, las dos criaturas se cruzaron solas el país en tren. No contaban ni diez años cuando atravesaron diez horas de ferrocarril y varios husos horarios sin la tutela de ningún adulto.
En su nuevo hogar no las recibieron precisamente con ramos de flores. Dorothy vivió sometida a una estricta disciplina que tenía mucho de esclavitud y que incluía castigos de no poder salir de su habitación durante meses, excepto para realizar sus tareas.
A los catorce años salió de allí para cuidar niños y buscarse la vida. Se la encontró a medias. Estudió lo que pudo, no demasiado, y se casó con un hombre ocho años mayor que ella que la hizo muy infeliz. Mucho. Bordeando en ocasiones el abuso. Dorothy nunca se divorció de él porque tenían tres hijos y tras su devastadora experiencia familiar no estaba dispuesta a criarlos en un hogar roto a ningún precio. A ningún precio.
Otra en su lugar lo habría pagado con Hillary, que era la lista, la que tenía futuro y además era el ojito de su padre. Lejos de darse al resentimiento, a la rivalidad o a la bebida, Dorothy se volcó con su única niña. La forjó como un arma para sobrevivirla. La enseñó a hacerse respetar con los puños si era preciso por los gamberretes del barrio. La animó a practicar todo tipo de deportes que en aquella época las chicas no practicaban. Fue más que su madre, fue su motor.
En Estados Unidos padres e hijos viven una separación muy brusca cuando los hijos se marchan a la universidad, que es ley de vida que esté muy lejos de casa. Los padres de Hillary la acompañaron en coche hasta el campus elegido. Dorothy estuvo llorando todo el camino, que duraba horas y horas, sin interrupción.
Más allá de eso la apoyó en todo. Cuando se enamoró de Bill Clinton, cuando sacrificó su prometedora carrera en Washington para irse a Arkansas con él, cuando vivió en sus propias carnes el infierno de la infidelidad y el mismo reto que años antes ya había enfrentado su madre: ¿le mando a la porra y me cargo el proyecto común, además del hogar de mi hija? Muchos (y sobre todo muchas) que despectivamente acusaron a Hillary de perdonar a Bill Clinton en el caso Lewinsky por frío cálculo y empedernida ambición deberían asomarse a la historia de Dorothy. A esos oscuros corazones gigantes blindados en el fuego lento de la soledad. Se abren allí simas de lealtad simplemente insospechadas para según qué simples mortales.
Detrás de un gran hombre suele haber una gran mujer, dicen. Pero detrás de una gran mujer puede haber otra más grande todavía. Descansa en paz, Dorothy.
Muy bonito, Grau. Justo es reconocer a estas personas cuyas medallas están lejos de los fastos encorbatados y mediáticos. Que descanse en paz.
Parece que con sueño escribe usted mejor que nunca.
Precioso