Cuentos de un lugar llamado Dismundo

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Cubierta del libro de Rogelio Blanco.

Érase una vez una aldea llamada Dismundo. Sus gentes  pasaban el tiempo trajinando en las cuadras, corrales, prados y tierras de labraza entre vacas, ovejas, cabras y gallinas ponedoras. Los guajes iban a una escuela mixta, donde la vieja maestra doña Bibiana les enseñaba las cuatro reglas y poco más. A la edad reglamentada de 14 años, los chavales dejaban la escuela y se empleaban de peones o de pastores, por la comida, en casa de algún hacendado hasta que les llamaban para ir a la mili y, después, ya hechos unos hombres con pelo en pecho y mierda en la rodilla, algunos emigraban a Vizcaya, Cataluña, Alemania o donde hubiera trabajo. Y las chavalas aspiraban también a dejar la aldea y colocarse de sirvientas en alguna casa de la capital. La vida en Dismundo transcurría entre la pobretería y la monotonía, de manera que cualquier hecho, por natural e insignificante que fuese, se convertía en noticia y era motivo de comentario.

Es muy probable que el autor de Dismundo (Ediciones Reino de Cordelia), Rogelio Blanco, haya escuchado algunos de los nueve cuentos que nos ofrece con prólogo de Juan Gelman en la cantina de Armelinda, a la que se dirigían los hombres nada más levantarse para tomar su copa de orujo, esa agua de fuego que, según el cura don Verebaldo, interrumpía el ayuno y les impedía comulgar los domingos y fiestas de guardar. O que el autor haya protagonizado incluso algunos episodios con aquellos saltabardales. O que, en fin, haya conocido al mismísimo Gaudencio, el guaje más listo de todas las aldeas a la redonda con los que compitió en sabiduría y ganó la beca del Caudillo para estudiar en los curas. Lo cierto es que Blanco plasma el habla ancestral de los dismundianos, con sus giros y modismos, y logra reflejar el alma de aquellas gentes de nombres visigodos y costumbres arraigadas y más pegadas al terruño que los zuecos.

Entre el Miguel Delibes de las Viejas historias de Castilla la Vieja y los relatos de Antonio Pereira, puede colocar el lector estos cuentos del leonés Blanco, que ha sido director general del libro, museos y bibliotecas en los gobiernos de Rodríguez Zapatero, y que reconstruye con ternura, sencillez, emoción, comicidad y hasta lirismo humano, como dice Gelman, unas ficciones de un tiempo alejado pero no lejano y de un microcosmos de resistencia, supervivencia, lejanía y olvido. No sabemos si, como recomendó Tolstói, el autor habla de su aldea para ser universal o bien para mostrar y demostar que sin tecnologías ni progresos ni garambainas había vida y aventuras y un lenguaje identitario, arcaico y, desde luego, más auténtico y sabroso que el burocrático en boga.

En aquel Dismundo de allí arriba, a mil metros sobre el nivel del mar, donde nieva mucho y casi siempre hiela a destiempo, arruinando la floración de los frutales, los niños se empeñan en tirar una esquina de la escuela a base de meadas contra el adobe arcilloso, la maestra es humillada por una inspectora despiadada, las gallinas pican el pito del pequeño Alipio al que su madre deja en el carreto para que se vaya manteniendo de pie, el noble mastín Navarro se deja despellejar en su lucha contra los lobos para salvar la vida del amo, del hijo de éste y de su yegua, y el cerezo rigurosamente vigilado de Leontino se acaba reproduciendo en el campo gracias a los coscoritos que un par de elementos, ávidos del dulce fruto, transportan en su intestino. El lector oirá las esquilas de las cabras y las ovejas de la vecera y su imaginación le llevará a las hacenderas comunales para limpiar y arreglar los caminos. Pero pasan más, muchas más cosas en Dismundo de los Brezales. Y al final, hasta da pena que hayan dejado de pasar. Es la magia de los cuentos de verdad.

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