Hay escritores que si te mueres sin haberlos leído no pasa nada, y otros que sí pasa. Gente como Enrique Vila-Matas, autor de muchas cosas, pero más reciente y conmovedoramente de la novela Aire de Dylan, publicada por Seix Barral.
Vila-Matas en general y Aire de Dylan en particular son bocado propicio a la pedantería. Con su tendencia a hilvanar la narración con el ensayo y la letra propia con la música ajena, a montar un andamiaje de citas, influencias, ecos y efectos bumerán capaces de superpoblar una sola página suya como El Corte Inglés en rebajas, es fácil creer que solo escribe para los muy cultos. Esa es una cagada importante. Doctores tiene la iglesia para justificar la lectura de Vila-Matas en nombre de la alta intelectualidad. Permítaseme a mí romper una lanza desde otro ángulo. ¿Vila-Matas para tontos? No, todo lo contrario. Vila-Matas para gente que aún posee una mente y un corazón no echados a perder por lo obvio. Vila-Matas para gente que lee porque está viva.
Es casi imposible resumir una historia de Vila-Matas. De todos modos, vamos a intentarlo: los más o menos protagonistas de Aire de Dylan son Vilnius y Débora, formidable pareja de jóvenes vagos. Inspirados sin saberlo por Oblomov, mítico personaje de la literatura rusa famoso por no hacer nunca nada y convertirse así en el símbolo para generaciones de gandules, Vilnius y Débora deciden no dar palo al agua. Creativos e ingeniosos, hasta se reprimen para no tener más de una idea al día y, por supuesto, no llevarla jamás a la práctica. Lo suyo es pura existencia infraleve, puro aire inefable, puro permanecer en “el humor, la perdición, la poesía” mientras otros trabajan por ellos y por todos.
Además de eso pasan muchas otras interesantes cosas, tales como un padre muerto cuyos recuerdos se infiltran en la memoria del hijo, una madre hamletiana y su repugnante amante, un narrador decidido a no narrar nunca más pero que más pronto que tarde se ve obligado a arrepentirse, etc.
Pero lo más interesante de esta novela, y de su publicación en este preciso momento, es el brillante y ligero, casi aéreo dardo, que acierta a plantar en el espíritu de la crisis. Cómo indaga en el derecho, quizás el deber, de no hacer ningún esfuerzo. Y de compadecer y hasta despreciar un poco a los que sí lo hacen, así esté clarísimo que si aquí no se esfuerza ni dios, pues fácilmente se va a hundir el mundo.
¿No era eso lo que nos habían enseñado siempre? ¿No era el trabajo la clave del éxito y de todo?
Sí, lo es.
Dicho lo cual: qué pena, coño. Qué tristeza haberse esforzado tanto para acabar así. Para llegar a este punto de desengaño del progreso, de la izquierda y de la madre que los parió a todos. Y que después de matar a tu padre va y se acuesta con otro, mucho más malo y más lerdo. Después de esto, ¿qué te queda?
Adaptarse, claro. Madurar, crecer, envejecer, morir. Ese y no otro era al final el argumento de la obra.
Pero a veces a alguien se le ocurre algo mágico. Por ejemplo a Enrique Vila-Matas parece que se le ha ocurrido sentarse a imaginar qué pasaría si alguien lo suficientemente joven, limpio y desorientado como para no tener ninguna fe en el esfuerzo se quedara así, quieto. Resistiéndose pasivamente a toda madurez y a toda maldad. Haciéndose ingenuamente fuerte en el aire de Dylan, leve e inasible como el aire de París que Marcel Duchamp regalaba a sus amigos metido en una botella.
A mí me parece que Vila-Matas tiene más mérito que Duchamp porque ahí es nada haber nacido en 1948, haberse ganado a pulso una carrera literaria con no poco esfuerzo, y de repente pararse a descubrir la profunda poesía de los que no se esfuerzan lo más mínimo. De los que están demasiado paralizados por lo que ocurre –y sobre todo por lo que no ocurre- para ponerse en la fila de los hombres y las mujeres de provecho. Tercos ángeles del no hacer nada.
Hace falta una capacidad magistral de desdoblamiento para escribir un libro así desde la perspectiva de Enrique Vila-Matas y escribirlo con tanto encanto, tanto amor por lo absolutamente infructífero. En lugar de irritarse y sulfurarse con los jóvenes inútiles, se le cae la baba con ellos. Como si en ellos reconociera un invisible, inexistente hijo de sí mismo. Trozo de su madera, Hamlet de sus entrañas. Como si se hubiera dado de bruces de repente en una esquina con lo mejor de sí mismo y echara cuerpo y barricada a tierra para protegerlo. Para protegerse y protegernos de todo mal. Ese mal que brota de nosotros mismos.
Tengo muy poca fe en los sindicatos. Me incomoda la convocatoria de huelga del día 29. Me parece una invitación a ponerse en la fila y a balar todos a una mientras nos trasquilan los mismos que dicen defendernos.
En cambio creo que es un día genial para sentarse a leer Aire de Dylan. Es la mejor manera que se me ocurre de honrar el derecho a la huelga más noble. El derecho a la huelga del alma.
Qué suerte. Tener tu admiración. Aunque no se merezca.
Si soy, soy más de Baroja. Y me parece que a Vila_Matas le tira más Valle Inclán.
Nada de huelga del alma, Grau; no fastidies. Pero, aunque yo sea más de Pickwick reconozco que me has metido gusanillo Dylan. ¡Bien por tu entusiasmo.!
… el derecho a la huelga del alma … genial, Anna … genial tu artículo, original hasta más no poder … y habrá que respirar ese ‘Aire de Dylan’ …. enhorabuena¡¡¡
No entiendo la lógica de este artículo, que justifica al inactivo y desencantado cuando aparece glorificado en una novela de Vila-Matas, pero desvaloriza, critica y desprecia al que sale a la calle a protestar porque le están quitando derechos laborales, porque no se conforman con la tristeza y la melancolía, y cito del propio artículo: «Qué tristeza haberse esforzado tanto para acabar así. Para llegar a este punto de desengaño del progreso, de la izquierda y de la madre que los parió a todos». ¿Qué tristeza y… a dedicarse a la nada, a vivir de los otros? ¿No es eso lo que se les achaca a los funcionarios en este país, Sra. Grau? ¿Y por qué le atrae a Ud. el glamour parasitario de los protagonistas de esta novela y le indigna la protesta? Revise sus asunciones. Algo no encaja.
No es lo mismo inactivo que parasitario, amigo Beaver. Por lo mismo que no es lo mismo obrero o parado que sindicado. La realidad, créame, es considerablemente más sutil.
Para lo de parasitario, Sra. Grau, me remito a su artículo de nuevo:
«Lo suyo es pura existencia infraleve, puro aire inefable, puro permanecer en ‘el humor, la perdición, la poesía’ mientras otros trabajan por ellos y por todos».
En cuanto a que no es lo mismo «obrero» o «parado» que «sindicado», no creo que mi comentario pueda llevar a esa confusión. Sin embargo, le digo que, de los cientos de miles de personas que se manifestaron el 29-M por toda España, es evidente que no todos era «sindicados». Y, por cierto, que no tengo nada contra los sindicados. La reforma laboral afecta a todos. Unos protestarán y reivindicarán. Otros, después, vivirán del «puro aire inefable… mientras otros trabajan [o han trabajado] por ellos y por todos».
¿Por qué no prueba a leerse la novela y hablamos? Insisto, es todo mucho más sutil. Y entre no hacer nada y parasitar puede andar un buen trecho. Por ejemplo, hay parásitos hiperactivos.
Desde luego que hay parásitos hiperactivos por todo el mundo. Iñaki Urdangarín es uno de nuestros ejemplos locales. Creo que no me he explicado bien: es posible que me guste la novela si la llego a leer, y hasta que sea capaz de ver esa atracción sublime que se desprende de sus protagonistas. Lo que no puedo entender es el paralelismo antitético que usted traza entre esos protagonistas inactivos, pero muy estéticos, literariamente hablando, y las personas que salen a la calle, algunos incluso jugándose el trabajo, por defender unos derechos. ¿El obrero, la joven desempleada o el agricultor que sale a la calle furioso por una situación de precariedad que nadie merece «no viste» lo suficiente como para merecer el mismo respeto que los dos jóvenes inactivos de la novela de Vila-Matas? Francamente, se me escapa la sutilidad de su artículo. La de la realidad, ya la conozco.
El tema de la novela es (entre otros) cómo alguien que siempre se esforzó puede llegar a conmoverse y empatizar con los que no. El tema no es que esa persona tenga razón sintiendo eso. El tema es que sintiendo eso empatiza con su propia juventud, con lo que fue capaz de ser o de sentir en un momento dado. Es la posible mirada de la madurez sobre la juventud, más o menos como un pensar: qué poca razón teníais y teneis, de qué poco sirve todo lo que haceis, pero cómo os comprendo, por la buena fe implícita. Por eso es importante que Vilnius y Débora sean más unos freaks que unos caraduras. Traducido al lenguaje estrictamente político que parece ser el único que a usted le motiva: el punto de vista que a mí me ha llamado tanto la atención sería comparable al de alguien que sabe que esta huelga, estas manifas, etc, no van a ningún lado y más bien tienden a defender lo indefendible…pero humanamente y emocionalmente lo entiende.
Si aún le quedan dudas, le sugiero que se lea el próximo artículo que aspiro a publicar en esta santa casa. Se titula «Carta a un puto inmigrante» y es bastante menos poético.
Toda literatura es política, querida Grau. Pero no he sido yo quien ha politizado la novela, sino usted en su artículo. Por otro lado, me confunde su respuesta: «el punto de vista que a mí me ha llamado tanto la atención sería comparable al de alguien que sabe que esta huelga, estas manifas, etc, no van a ningún lado y más bien tienden a defender lo indefendible…pero humanamente y emocionalmente lo entiende». Esa comprensión «humana» o «emocional» suya hacia lo indefendible de la huelga, ¿aparece en algún lado?
En el título, sin ir más lejos
Ya.