Los 33 mineros chilenos que asombraron al mundo

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Cubierta del libro de Alfonso Aguado.

La historia que cuenta estupendamente el escritor valenciano Alfonso Aguado, otrora fundador del grupo musical Los inhumanos, sucederá una vez cada dos siglos. Ustedes ya la conocen. De hecho, más de mil millones de personas tuvieron noticia de ella en todos los rincones del planeta. Las televisoras superaron la cuota de pantalla de la llegada del hombre a la Luna. Me refiero al rescate de los 33 mineros chilenos atrapados a 700 metros de profundidad en la inhumana mina San José, taponada por un derrabe de la naturaleza, agravado por las mínimas condiciones de seguridad en el inhóspito desierto de Atacama (Chile). De aquella desgracia con final feliz se cumplieron tres años en octubre pasado. De los 33 ya no se acuerda ni Dios.

Pero gracias al libro de Aguado podemos evocar la lección de la unidad y el empeño de un pueblo, el chileno, en salvar la vida de unos hombres por los que nadie daba un duro después de 22 días en el infierno: un agujero en las entrañas de la tierra, a 40º de temperatura, sin oxígeno ni luz ni agua potable ni alimentos.

Lo que más impresiona del libro de Aguado, Los 33. El círculo secreto (Algón Editores) –un relato periodístico que se lee como una novela, aunque el desenlace sea conocido-- son los personajes interiores y exteriores que concurren en esa tierra tan dura –el desierto de Atacama-- en la que ningún cuento acaba bien.

Allí los niños de las polvorientas aldeas escuchan las historias de los hombres llevados a la muerte por otros hombres con plata, deslumbrados por el fatídico resplandor de la ambición mineral de las profundidades de la tierra. La mina San José estaba llamada a ser un capítulo más de una historia de luto, viudedad y orfandad interminable.

Pero hubo una mujer, Maria Segovia, que ni tres ni cuatro ni siete días después del hundimiento de la mina, ni frente al fracaso de los mejores rescatadores ni ante los informes de los ingenieros y administradores, ministros y autoridades, desesperó. Esa “madre Coraje” imantó a las familias de los 33 mineros atrapados en las entrañas de la tierra con su decisión de no moverse de la bocamina hasta sacarlos vivos o muertos.

Ahí comenzó la historia de la búsqueda de una aguja en un pajar. Los dos propietarios de la mina, los ingenieros, el gerente, el administrador, el ministro del ramo y otros personajes se vieron forzados a demostrar que hacían algo. Empezó así una competición de sondas: una, dos, tres. Las perforaciones, aquí y allá, buscaban lo imposible, pues los planos de la mina ni eran exactos ni habían sido actualizados.

La esperanza –lo último que se pierde-- había menguado de forma inversamente proporcional a las lágrimas derramadas durante tres semanas. Entonces, la noche del día 22, el operador de la sonda más desviada de los planos advirtió, cuado llevaba 698 metros perforados, que el tubo que acababa de colocar resbalaba sin que la perforadora siguiera haciendo su trabajo. ¿Qué estaba pasando? Había encontrado una oquedad. Y en ella estaban los mineros. Y lo más impresionante: en el dedo de un guante que pegaron al martillo metieron un papelito con el mensaje “estamos vivos los 33”.

Si el relato de Aguado sobre la organización y las vicisitudes de aquellos hombres en las entrañas de la tierra –una mina propiedad de dos gansters a los que importaba una mierda la seguridad de los mineros-- resulta impresionante, también es interesante la descripción del campamento de la Esperanza en la superficie, con los personajes que aparecen desde aquel momento hasta que, 49 días después, comienza el rescate.

Desde el presidente Sebastián Piñera hasta su hermano –un botarate que dirige una banda musical--, pasando por los más eutrapélicos personajes ávidos de publicidad gratis, firmas comerciales que hacen llegar sus regalos a los mineros –David Villa les envía su camiseta del Barça--, todos se vuelcan con los mineros de allá abajo, haciendo ciertamente difícil el trabajo de los sicólogos.

Las ofertas para enviar cápsulas se suceden. El campamento de la Esperanza es un hervidero. La policía coloca vallas. El ejército entama tiendas de campaña para las familias y les proporciona cocinas, alimentos y colchones. También monta un hospital de campaña para asistirlos cuando salgan. Al presidente Piñera le instalan una carpa con un salón y un aposento de descanso. En las idas y venidas al campamento por la sinuosa carretera se registran no menos de cuarenta accidentes de tráfico.

Cuando las perforadoras terminan su trabajo y la cápsula está lista para sacarlos uno a uno, el presidente Piñera, no resiste la tentación de meterse dentro. Quiere bajar personalmente a rescatarlos. Su esposa le disuade. Pero en su entrada y salida de la cápsula, la puerta queda mal cerrada y en el primer descenso se abre y golpea la pared, provocando una avería que retrasa hora y media la subida del primer minero, con el consiguiente suspense y dispendio de las principales televisoras que retransmiten el rescate vía satélite al mundo entero.

Hay en el relato de Aguado, lleno de detalles, de personajes dignos, de sujetos estrambóticos y de episodios singulares, un dato –la solidaridad-- sin el cual no sería posible entender la supervivencia de aquellos hombres. Cuando logran comunicarse con el exterior, su primera pregunta es si un capataz y los compañeros que iban con él están vivos. Aquel capataz y varios mineros subían en una camioneta que pinchó una rueda, pararon a una que bajaba con los hombres al tajo, les cambiaron el vehículo y siguieron hacia la superficie. En efecto, lograron salir antes de que la mina se hundiera. Sin temple y solidaridad no habrían sobrevivido. El libro termina reflejando cuán efímera es la fama y contándonos cómo están tres años después: mal.

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