Al otro lado del río y del horror

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Isla de Ellis, lugar en el que se hacinaban los inmigrantes que deseaban entrar en EEUU y, al fondo, Manhattan. / Efe

Empiezo a escribir este artículo en pleno aluvión de memorandos y recordatorios de la bomba de Hiroshima. Neto crimen de guerra donde los haya. Claro ejemplo de que los crímenes de los perdedores siempre se agrandan, mientras que los de los vencedores se achican. De haber acabado la Second World War de otra manera, probablemente llevaríamos décadas inundados de películas (en versión original alemana o japonesa…) sobre Hiroshima. Y habría que acercarse a filmotecas de extrarradio para ver algún documentalillo furtivo sobre el Holocausto.

El caso es que yo no quería hablar de Hiroshima ni de Japón, país que me fascina de lejos desde hace mucho tiempo, pero que aún no tengo el gusto de conocer en persona. Quería hablar de otro país con el que ya ando en tratos más o menos formales desde algún tiempo: Camboya. Se va a volver a poner de moda pronto, ya verán, porque Angelina Jolie, nada menos, amenaza con dirigir una película sobre la masacre de Pol Pot. Sobre los tristemente famosos killing fields.

No es que haya estado yo en Camboya muchas veces. Pero si me dieran un euro por cada vez que alguien se ha ofrecido a llevarme a ver pues eso, los killing fields, no albergaría las serias dudas que albergo sobre mi jubilación. Sería una mujer razonablemente rica.

El caso es que nunca he querido ir. Ni quiero. No pienso poner los pies en ese sitio. Mucho menos los ojos, el corazón o la cabeza.

¿Insensibilidad? Pues todo lo contrario, miren. Y sobre todo, déjenme explicar.

Hace bastantes años, cuando visité por primera vez la ciudad de Nueva York, alguien muy especial me advirtió de que me anduviera con cuidado si me dejaba caer por la isla de Ellis. Ya saben, esa especie de campo de concentración (que no de exterminio) flotante donde se hacinaban los inmigrantes esperando turno para entrar en Estados Unidos. Ahora es un museo donde uno puede hasta probar suerte rastreando sus apellidos, casi nunca de balde. Estados Unidos es tan grande, y tantísima gente en el mundo ha dado con sus huesos allí, que lo raro es que nunca entrara nadie que se llamara como tú.

Al grano. La persona que me desaconsejó ir a Ellis trataba de advertirme contra los lugares con mucho y muy largo sufrimiento acumulado. Estas cosas afectan, me advirtió. Trasudan. Se te pega un sutil tormento que luego cuesta mucho de despegar. El dolor viaja a través del tiempo. Inmigrar. En Ellis aquilaté la magnitud extrema de ese espanto. Inmigrar es a viajar lo que una violación al sexo.

Y ojo que aquí, con todo el horror de las pateras, las concertinas, etc, en el fondo estamos acostumbrados al inmigrante que lo es relativamente a la vuelta de la esquina. Que sabe que si consigue llegar vivo a puerto, o no morir asfixiado dentro de una maleta, caerá en un infierno relativamente mullido, en círculos dantescos pero habitados por gente más o menos familiar o conocida, con costumbres afines.

En Ellis me sobrecogió la visión de una anciana lituana llegada allí en medio de la bahía de Nueva York como quien salta de una galaxia a otra. Sin absolutamente ningún punto de equilibrio o de referencia. ¿Se imaginan el pánico ante el horror de dar un paso adelante y la imposibilidad de darlo para atrás?

En fin. Que la persona que me aconsejaba no ir a Ellis, me aconsejaba que no fuera para protegerme de mi propia imaginación, de mi propia empatía. Me aconsejaba un sano egoísmo, para entendernos.

No es eso lo que yo les voy a recomendar hoy aquí.

Por mi trabajo y por mi carácter me he hartado a viajar a muchos países en situaciones complicadas. Los Balcanes en guerra o casi. La Cuba castrista, que por cierto me recuerda mucho a Camboya, no teniendo nada que ver. Es difícil de imaginar algo más distinto de un cubano que un camboyano y en cambio… no sé cómo decirlo, comparten una rara, tenaz inocencia colectiva. Un timbre de candidez y de asombro que sólo asoma en aquellos que, por lo que sea, han pasado por el limbo histórico.

No voy a comparar a Fidel con Pol Pot, ni de lejos. Pero sí debo admitir que estando en Phnom Penh y sobre todo en Kampot se me ocurrió pensar un día: ¿será casualidad que los peores destinos, o al menos los más sufridos y más raros, les sucedan siempre a los pueblos mejores y más puros? ¿Es casualidad que la revolución rusa fuese en Rusia? ¿Era Stalin una esquina peligrosa casi imposible de soslayar para quien va por el mundo y por la vida con el corazón abovedado por Dostoievski?

Al principio yo también hacía turismo del horror, mal llamado a veces periodismo. Quería ver toda la destrucción de cerca. Oír el ratatatatatá de los Kalashnikov. Tocar con mis manos los muros de las cárceles. Ejercitar la compasión como quien mueve los abdominales.

Me sentía mejor y más lúcida haciéndolo así. Es verdad que no solía entender nada de nada, que me iba de los sitios y de los grandes males de nuestro tiempo de vacío, rica en aventuras pero no en saber. No había manera humana de comprender por qué pasaban aquellas cosas. Por eso hacía lo que todos: repetirlas de memoria, al pie de la letra, y ya está. Tantos heridos, tantos muertos, tantos desaparecidos. El horror va a tanto el quilo.

Con el tiempo, cauteloso y paradójico, fui aprendiendo a eludir lo que buscaba y a buscar lo que en principio desprecié, llevada por mi afán heroico. ¿Que no se puede escribir poesía desde Auschwitz? Chorradas. Se ha escrito mucha antes, se escribirá mucha después. Y esa, créanme, es la única victoria posible. La única vuelta de tuerca imaginable.

Ahí va mi secreto: ahora cuando viajo a según qué sitios, de lo que primero huyo es del horror. De las huellas del pasado imperfecto. De los estigmas de la guerra, la tortura, el totalitarismo, etc.

¿Por no sufrir yo, como me aconsejaba quien me aconsejó que no fuese a Ellis? Rotundamente, no. El sufrimiento siempre está ahí, saben. Agita sus alas y su fuego en el aire como un dragón invisible y a la vez ineludible. A partir de cierto nivel de consciencia simplemente no puedes no verlo aunque no lo veas. No puedes no sentirlo.

Lo que a partir de cierto nivel de consciencia también inevitablemente entiendes es que la verdad no está ahí. La clave de lo sufrido no está en el sufrimiento, raramente en quien lo padece, mucho menos en quien lo causó. El gran secreto del tema es lo otro. La cara oculta de la cara oculta.

Háganme caso: cuando viajen a Camboya o a cualquier otro país de atormentadísimo pasado, tomen nota pero aléjense discretamente del tormento. Busquen lo otro. La humanidad que les permitió sobrevivir y resistir. Lo pequeño, cotidiano, elemental, definitivo. Lo que pareciendo frívolo no sólo no lo es sino que apuntala el mundo. Lo mantiene en movimiento hasta que vuelve a predominar el bien.

Un atardecer sin malicia y casi sin electricidad en Kampot. Un niño en Phnom Penh que corre maravillado hacia tu teléfono móvil no para robártelo sino porque ha visto en la pantalla la foto de una niña que le gusta. Familias enteras montadas en una especie de vespino que te miran fijamente al pasar. La diminuta chica encargada del bar donde desayunas que viste como una mochilera progre pero que día sí, día también, se postra ante dos monjes que le echan la bendición a cambio de un puñado de arroz. El alivio de haberte orientado campo y noche a través sin que te muerdan los perros que guardan las fincas. El sabor poderoso y asombroso de la pimienta, el olor casi personal del cardamomo. Los árboles de mango junto al río, su inapelable protección. El río mismo. La verdad.

Así se escribe la letra pequeña de la historia. De todo lo humano e invicto.

1 Comment
  1. lagun45 says

    Casi me dan ganas de firmarlo…

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