El tomate platónico y la lucha contra la extinción

  • En los últimos años he acumulado información dispersa sobre la pérdida inasible del antiguo mundo común que llamábamos Tierra: aumento de la temperatura, emisión de gases, extinción de centenares de especies
  • El ser humano es la especie más adaptativa que existe y cualquier estado de la vida, y cualquier forma de supervivencia, nos parece “natural”

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Hay cosas de cuya importancia sólo nos percatamos cuando las perdemos: la madre asegurada que se muere de repente, la mano amputada tras un accidente, la libertad de movimiento, las rutinas cotidianas interrumpidas por una separación. Pero hay otras cosas, al contrario, de cuya importancia decisiva solo nos damos cuenta cuando las recuperamos.

El caso más banal y literario es la famosa magdalena de Proust, a partir de cuyo sabor resucitado el narrador recupera no sólo el sabor olvidado de las propias magdalenas sino el mundo que había desaparecido con ellas. En un terreno menos literario y no menos desgraciadamente banal, esto nos ocurre cada vez que en un pueblo perdido o de manos de un amigo conservador volvemos a comer un tomate de verdad: recuperamos el tomate platónico, oculto hoy por su homónimo y antónimo del Carrefour, y con él el conjunto de relaciones económicas, sociales y afectivas en las que, hace treinta años, cuando todavía los había, disfrutábamos de un tomate de estación.

El problema con las cosas que sólo podemos recuperar cuando las recuperamos de hecho es que no depende de nosotros, sino de ellas, el encuentro; su ausencia no nos duele ni interpela y, por lo tanto, al contrario de lo que ocurre con las “perdidas”, su silencio nos nos mueve a buscarlas o reconstruirlas. Echamos de menos a la madre muerta y corremos al encuentro del amado ausente, pero no echamos de menos, si no está, el sabor de la magdalena primordial o del tomate platónico porque su lugar lo ha ocupado esa degradación memorística que llamamos brioche o esa atenuación totalitaria que llamamos tomate de invernadero. Eso pasa en general con la naturaleza. En los últimos años he acumulado información dispersa sobre la pérdida inasible del antiguo mundo común que llamábamos Tierra: aumento de la temperatura, emisión de gases, extinción de centenares de especies (ay, el rinoceronte blanco), desaparición de miles de ríos en China, animales confundidos que llegan demasiado pronto a la floración, apocalipsis insecto, destrucción de todos los paisajes vírgenes, océanos de plásticos, basura espacial, derretimiento del Ártico, genocidio de la madera.

¿Por qué no sentimos el peligro -ni la importancia de las criaturas, las relaciones y los colores desaparecidos? Son tres las razones. La primera es que el mundo sigue existiendo y cada vez que existe, degradado o no, se presenta ante nosotros como una solución, si no perfecta, al menos aceptable. No hay “vacío” en la antropología: incluso la miseria es un “modo de vivir” cerrado sobre sí mismo. El ser humano es la especie más adaptativa que existe y cualquier estado de la vida, y cualquier forma de supervivencia, nos parece “natural”. Por eso, para luchar contra el Mal -la mafia, el capitalismo, el marido maltratador- hace falta mucha imaginación, en el sentido de poder representarse la materialidad de lo que no tenemos, de lo que nos falta, de las ausencias. Antes lo llamábamos, de un modo menos preciso, “conciencia”.

La segunda razón, indisociable de la primera, es que al menos la mitad del mundo (toda ella si medimos sus aspiraciones) se ha “adaptado” a un modelo de consumo que descuenta criaturas vivas al mismo tiempo que se frota con fruición las patas, completamente satisfecha; un modelo de consumo muy destructivo que se acompaña, en términos subjetivos, de la certeza de la inmortalidad y del derecho a un apocalipsis barato y espectacular. O nos creemos invulnerables o deseamos el fin del mundo como deseamos el nuevo modelo de ipad y la última generación de video-juegos. O las dos cosas: deseamos el apocalipsis precisamente porque nos creemos inmortales. Bajo el capitalismo consumista, que no distingue entre cosas de comer, cosas de usar y cosas de mirar, la ausencia del antiguo mundo común que llamamos Tierra es tan apetecible y excitante como el nuevo producto de Starbucks.

Pero hay también una tercera razón, mezclada con las otras dos, al menos de noche: el terror que nos produce pensar en las consecuencias de este “descuento” de criaturas y minutos contra el que no podemos hacer nada; y que intuimos ya irreversible. Nos da tanto miedo pensar en el cambio climático, sus causas y sus consecuencias, que elegimos cada mañana aferrarnos al hecho indubitable de que el sol sigue saliendo por el este, las estrellas no se han desplomado y nuestros hijos, a los que sabemos amenazados, siguen sonriendo felices en sus cunas.

De esto se trata justamente. Rafael Barrett, el gran escritor anarquista hispano-paraguayo muerto en 1910, recordaba en Más allá del patriotismo el famoso argumento ascendente de Montesquieu según el cual “es bueno el que se ama a sí mismo, es mejor el que ama a su familia más que a sí mismo y mejor aún el que ama a su patria más que a su familia y a sí mismo, pero el mejor de todos es el que ama a la Humanidad más que a su patria, a su familia y a sí mismo”. ¿Ese es el mejor? No, dice Barrett. Hay aún alguien mejor y es el que “ama a la Humanidad futura”. Los ateos -he dicho muchas veces- creemos también en el más allá, que son nuestros hijos y nuestros nietos (más lejos no llega nuestra imaginación material).

Pero ese “más allá” esta ya aquí; la humanidad futura reside ya entre nosotros y protegerla del mercado -que sólo conoce el presente- significa proteger también el pasado, la memoria de nuestros relatos y nuestras semillas, la democracia de los muertos, los vínculos largos que permiten recordar las lecciones y anticipar las soluciones. La Humanidad, esa ficción a la que la amenaza de extinción vuelve por primera vez real, no es el conjunto de humanos vivos en el año 2019: es la secuencia maravillosa y atroz, historia y civilización, que lleva desde los primates a la explosión del sol. La Humanidad es la condición misma de una prórroga que nos permita inventar por fin el amor.

El “más allá” ya está aquí. Son nuestros jóvenes y han decidido protegerse a sí mismos. Hace unos meses una joven sueca de 16 años, Greta Thunberg, inició un movimiento bautizado Friday for Future que, contra las más ingenuas expectativas, ha ido extendiéndose por todo el planeta: una rebelión contra la extinción y por la vida liderada por esos jóvenes que parecían condenados a aceptar con alegría la ausencia del mundo antiguo común llamado Tierra -porque tenían gadgets y golosinas tecnológicas- y que han decidido tomar en sus manos la defensa de la Humanidad abandonada, cuando no malherida, por sus padres (por unos más que por otros, es verdad, según zonas geográficas y distribución del poder). El Mal es previsible, repetitivo y “natural”; el Bien es una sorpresa. Este viernes, por primera vez en la historia, la Humanidad misma está convocada a una manifestación planetaria, también en España, y la convocan los mismos jóvenes que nadie esperaba en esta brega: nuestra magdalena de Proust -o tomate platónico- que nos permite recuperar de hecho el sabor de la esperanza y con ella las ganas de luchar.

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