SERIES / Ver la tele equivale a contemplar partidos de fútbol en el Bernabéu o escuchar procacidades en 'Sálvame'

Cómo sería la serie ‘The Crown’ en el caso de la monarquía española

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The Crown
Imagen de la serie 'The Crown'. / Youtube

Veo poco "la tele", pero bastante la pantalla del televisor. Ver la tele equivale a contemplar partidos de fútbol en el Bernabéu a través de ella o escuchar procacidades en 'Sálvame', expresadas que sean éstas en sus distintas variaciones, en las que, por mucho que nos empeñemos, no reside el buen gusto, ni tampoco lo que antaño se llamaban buenas maneras. Ver la tele es contemplar, entre impávido e irritado,  los telediarios o los programas informativos en los que los sesudos contertulios, considerados intelectuales, inoculan opiniones en vena con una serenidad pasmosa. Ver la tele equivale a todo eso. Ver la pantalla del televisor, estar atento o concentrado en ella, es lo mismo que afirmar que uno ve en ella buenas películas o contempla el desarrollo de seres excepcionales. Y no es así.

Empecé a ver 'The Crown' creyendo que me iba a encontrar con una historia de juegos y perdiciones, basada en el casino homónimo de Australia

Estos días, al parecer con bastante retraso, estoy viendo 'The Crown'. Empecé a verla creyendo que me iba a encontrar con una historia de juegos y perdiciones, basada en el casino homónimo existente en Melbourne, Australia. Se trata de un edificio en forma de estrella de mar que dispone de un cuerpo central del que surgen cinco brazos de quinientos metros cada uno; es decir, un edificio con dos kilómetros y medio de longitud total ocupados por máquinas tragaperras y por otros artilugios dedicados a la succión monetaria indiscriminada obtenida sin mayor intervención de mano de obra cualificada, ya saben, un croupier aquí, un vigilante allí o un mantenedor del orden más allá y detrás de una columna.

Pensé que daría juego una serie sobre esa realidad australiana, pensada que fue para los visitantes nipones que, al ser inaugurada en los tiempos alborales de la crisis económica que sacudió al Japón, restringió el flujo de ludópatas y lo hizo de tal modo que la economía australiana se resintió, se tambaleó y a punto estuvo de infartar no de un modo masivo, pero sí con una contundencia que hizo que más de uno se asustase. Imagínense el juego mental que tal serie, así concebida, nos proporcionaría a todos las que la contemplásemos.

¿Sería posible hacer en España un guión semejante, semejantes interpretaciones, una dirección tan llena de sensibilidad creadora?

Pero no, 'The Crown' es una serie inteligentemente hagiográfica de la monarquía británica por la que desfilan prácticamente todos los personajes que tuvieron algo que decir en el pasado siglo y pico de su historia. Viéndola,  las recurrentes preguntas que uno se formula son las de si, en nuestros pagos, sería posible la elaboración de un guión semejante, de una interpretación actoral tan extraordinaria, de una dirección tan llena de sensibilidad creadora o de una producción tan costosa, por citar algunos pormenores de esa creación mayor resultante.

La conclusión es que actores y guionistas sí podría haberlos; directores tan capaces lo mismo; pero que ni nuestros políticos, ni lamentablemente nuestra monarquía estarían a la altura necesaria para consentir y propiciar tal resultado. Por no tratar el tema de El Rey Viejo y el Rey Joven, o el de la Reina Madre y el conde Latores, también el de la propia ciudadanía desafortunada y definitivamente olvidada de lo que la monarquía recién instaurada -o reinstaurada, como cada lector prefiera- significó en su momento para el bien común. Son temas, todos ellos que junto con algún otro que no hará falta reseñar y sin duda alguna, darían mucho juego a la hora de ser representados en la pantalla, desviándonos de esa contemplación pasmada, de esa visión anodina de "la tele" para aplicarnos en la observación de nuestra propia realidad y condición ajenos a esas guerras africanas en las que, al parecer, nuestros soldados vestían siempre uniformes recién planchaditos y en perfecto estado de revista. Ciñéndonos por lo tanto a la política y considerando tan solo la posibilidad de establecer parangones el mayor y más posible que se me ocurre sea el de equilibrar a Sir Winston Churchill con Manuel Fraga Iribarne, ambos dotados de genio y figura hasta la sepultura, amantes del exabrupto y los sombreros y sin embarga tan distantes y distintos. Posiblemente sea la misma distancia que media entre el Decreto de Nueva Planta y la constitución de la Cámara de los Comunes debida a Cromwell, que le vamos a hacer.

Fraga llegó a calzarse un bombín y vivir en la corte de San Jaime e incluso estuvo a punto de convertirse en un estadista cuando se recluyó en Galicia

Sin embargo, insistamos: Fraga llegó a calzarse un bombín y vivir en la corte de San Jaime e incluso estuvo en un tris de convertirse en un estadista cuando, fracasadas en Madrid sus ambiciones, se recluyó en Galicia y reclamó reformar el Senado hasta dejarlo realmente convertido en una cámara de representación territorial que compensase políticamente lo que la demografía y las circunscripciones electorales descompensaban, corrigiendo así el desajuste que ninguna de todas nuestras anteriores constituciones tuvo la inteligencia de corregir, mientras la actual persiste en imitarlas.

Equivalía esta reclamación a evitar de una vez, estas eran sus palabras, el nuevo fracaso al que estaba (está) abocada la actual Constitución del 78 al seguir el mismo camino de todas las anteriores incapaces de responder a tal necesidad. Unámosle a ésta la reclamación de una Administración Única, hoy también olvidada, la ampliación de las competencias de Galicia en aguas jurisdiccionales hasta las catorce millas náuticas fuera de puntas, añadámosle los desplantes y los gestos que tanto nos son recordados por los que le observamos a Sir Winston en la serie que se comenta y al final, pese a todo y a todos los deseos, la figura de Fraga, no es ni mucho menos la de Churchill: perdió Felipe González, las elecciones, llegó Aznar y a partir de ese momento Fraga abandonó sus postulados, se dedicó a las autopistas y se olvidó de que un político no se convierte en un estadista inaugurándolas sino abriéndoles caminos a los pueblos que gobiernan. Si ese camino hubiese sido abierto es más que probable que hoy no estuviese amenazado el Estado de las Autonomías de la forma propiciada desde Cataluña por una pandilla de insensatos insolidarios con el resto de los ciudadanos con intereses parangonables con los suyos.

En el mismo orden de cosas, tampoco el arzobispo de Canterbury admite un parangón con el cardenal Antonio María Rouco Varela

En el mismo orden de cosas, tampoco el arzobispo de Canterbury admite un parangón con el cardenal Rouco Varela. Además Monseñor Rouco es más feo y pese a que, en algún momento, estando bajo su mandato la archidiócesis compostelana, alentó un concordato para serle ofrecido al gobierno gallego e incluso habiendo pretendido emular a Monseñor Tarancón, eso sí, sensu contrario, tampoco ni sus gestos, ni su sentido de estado, alcanzan el nivel que muestran desde siempre quienes se ocupan como archiepiscopus canturianensis, qué le vamos a hacer.

Todavía queda un tercer posible parangón a establecer, o rechazar, entre el asesor intelectual de la Reina Isabel II y el actual director de la Real Academia Española, pero ese será mejor dejarlo para otro día. O entre el actual premier español y el británico Mac Millan, por ejemplo y por seguir barriendo con los de casa. Pero eso es no ver la tele y sí, en cambio, contemplar ejemplos de las reflexiones que, a través de la pequeña pantalla,  nos pueden ser sugeridas sin que dependamos para ello en absoluto de la inteligencia desmedida de un Jorge Javier Vázquez  y sus adláteres.

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