El segundo cante de los narcoarrepentidos

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Ricardo Portabales y Manuel Padín, con Carmen Avendaño, en una imagen de 1994. / Captura de vídeo de Youtube

Les prometieron protección, una nueva identidad y una pensión económica para toda la vida. Como un contrato de los de antes. De eso hace 22 años. El tiempo hizo caducar aquellas clausulas, borró promesas y detalló los detalles de una nueva condena; la de Ricardo Portabales y Manuel Fernández Padín, que con apenas 30 años se convirtieron en los primeros arrepentidos del narcotráfico y cuyas acusaciones desencadenaron la célebre Operación Nécora, la primera macro-operación policial que llevó al banquillo a 52 acusados e hizo temblar los cimientos del narcotráfico.

Arrepentidos y testigos protegidos. Ambos forjaron una vida nueva que años después narran como una historia de terror truncada, una pesadilla peor que aquella vida que llevaban al margen de la Ley. Y creyeron que no podía ser peor. A Padín lo “trincaron” tras una entrega de cocaína después de seguirle la pista por ser uno de los empleados del 'clan Charlín'. Lo pillaron con las manos en la masa y, ante un largo futuro en prisión, decidió colaborar con la Justicia y descubrir a los agentes quién era quién dentro de una de las organizaciones más poderosas en el narcotráfico gallego. Les puso en bandeja al ‘pater’, Manuel Charlín Gama, a sus hijos (Josefa, Manuel y Melchor), sus yernos y el grueso de la organización. Sin saberlo, Portabales, otro traficante que cumplía condena  en la entonces prisión de A Parda por vender hachís en una carretera a las afueras de Pontevedra, decidía también hablar por la presión, amenazas y malostratos que recibía de personajes como Laureano Oubiña, que dominaba entre las paredes de la prisión como lo hacía en las rías gallegas. Ricardo se brindó a colaborar y, a cambio de proporcionar nombres y apellidos de contrabandistas y narcotraficantes, pedía  libertad.

Y hablaron. Lo hicieron ante el juez Baltasar Garzón y el entonces fiscal antidroga, Javier Zaragoza, y su extenso relato desencadenó la Operación Nécora durante  la madrugada del 12 de junio de 1990 que puso en primera línea también al juez. Más de 350 policías apresaban de madrugada, en sus casas y en pijama, a los principales jefes del contrabando de tabaco, reconvertidos en narcotraficantes. El macroproceso finalizó en  2004 con la lectura pública de la sentencia; ¿un fracaso de 19 absoluciones? Los grandes salieron indemnes y sólo se quedaron en la trena narcos de segunda fila y lancheros. El Supremo, en el recurso de casación, redujo a la mitad la pena de Laureano Oubiña y su mujer, la fallecida Esther Lago, y confirmó la absolución de Manuel Charlín Gama, Alfredo Cordero, Eulogio Romero Betanzos y Joaquín Montañés Porto. Sin embargo, el Alto Tribunal reconoció cómo Manuel Fernández Padín se había integrado en el clan de los Charlines y había participado en descargas de cocaína y cómo sus declaraciones habían generado mayor número de condenas entre integrantes del segundo escalón de lugartenientes, descargadores y transportistas de droga.

Pero la operación causó una reacción en cadena. Fue el inicio de la lucha contra el tráfico de drogas en las costas gallegas. Todos caerían en operaciones antidroga posteriores como responsables de las grandes organizaciones gallegas. Este es el caso de la familia Charlín, condenada a importantes penas gracias al testimonio de Fernández Padín por varios alijos de cocaína en los que el propio narcoarrepentido participó. En 2004, Padín prestó su última declaración como testigo contra Josefa Charlín, juzgada en solitario porque había logrado huir de la Justicia, que ya había condenado a otros miembros de su familia por el alijo del buque Halcón II en 1994 en las costas de Muxía. En aquel juicio, Padín apareció en la Audiencia Nacional esquivo y solitario sorteando en los pasillos a los numerosos miembros del clan. Parecía un condenado; condenado a vivir en las sombras de la calles. Observaba de lejos y sólo se acercaba a la prensa cuando 'la familia' no estaba al acecho.

Portabales era distinto. Hizo la mili como submarinista y quiso ser Policía Nacional antes de dedicarse a la contratación de barcos y al tráfico de drogas, tras el juicio emigró a Suramérica donde inició una nueva vida con su nueva compañera sentimental. Portabales abandonó, como insiste uno de sus hijos, a su familia. Ana María, la madre, ahora de 60 años, y dos de sus hijos, mayores de edad. Padín se quedó en España. Los primeros años los pasó durmiendo en dependencias policiales, aunque pudo rehacer su vida y se convirtió en  padre de dos niños. Los dos narcoarrepentidos recibieron una casa en el extrarradio de la capital, una asignación mensual de algo menos de 200.000 pesetas, escolta policial 24 horas. Desde hace dos años no queda nada de eso. A las dos familias las han desahuciado.

Y es que hace  dos años una comunicación de la Comisaría General de Seguridad Ciudadana del Ministerio del Interior les informaban de que quedaba sin efecto la pensión, el escolta que les acompañaba día y noche y la vivienda que ocupaban desde que fueran clasificados como testigos protegidos. Pasaban de ser los más protegidos, al olvido. Los dejaron tirados. Ni siquiera habían cotizado a Hacienda. Padín tenía 50 años, estaba enfermo y esperaba  un trasplante de hígado. Intentó trabajar en una empresa de mensajería, pero las huellas de  26 años de tratamiento psiquiátrico le impidieron dedicación continua en cualquier actividad.

Uno de los hijos de Portables iniciaba una batalla para que a su madre, ya anciana, le reconocieran una pensión. En una carta que ha dirigido a todas las instancias se recogía su grito de deseperación:

“Solo les pido por favor que nos ayuden, ya que vinimos a Madrid escoltados con uñas y dientes por las Fuerzas de Seguridad del Estado, cuatro niños pequeños que éramos, mi padre y mi madre. Por todo ello, estuvimos conviviendo todos estos años escoltados y amenazados como les decía, y ahora de buenas a primeras nos echan a la calle sin ninguna explicación. Bueno, solo nos dicen que, como las arcas del Estado se han resentido, tenemos que abandonar nuestro domicilio y el poco dinero que nos daban nos lo quitan. ¿Cómo comemos? ¿Dónde vivimos? ¿Qué hacemos? Estamos muy preocupados. Queremos coger un abogado y ni dinero nos han dejado. Queremos ir a la Corte Suprema, a donde sea, porque no es justo lo que han hecho con nosotros, con mi familia. Eso no es justo, perdimos nuestra casa de Galicia y nuestros trabajos tras la Operación Nécora, Mago, Pinton. Yo perdí toda mi infancia y mis hermanos también. Siendo muy pequeños, en vez de jugar con otros niños, no nos dejaban salir del chalet de donde nos tenían escondidos y jugábamos con los escoltas, aprendíamos a desmontar metralletas, pistolas, a utilizar la radio, a conducir y muchas cosas más. Durante todos esos años, nadie se preocupó de las secuelas que nos podría acarrear todo aquello. En vez de ir a colegios, venían profesores particulares a casa, pero del miedo que tenían, ya no volvían. Por favor ayúdennos. Echan a la calle a mi madre, con 60 años, sin trabajo. Todos estos años escoltados, nos prepararon el DNI falso a todos nosotros, pero nada más".

También tocó la puerta del juez estrella sin mejor resultado. Ricardo está ahora desempleado. Ana María recuerda su trabajo en una tienda de bolsos de Pontevedra. Sólo piden lo que dejaron atrás cuando pactaron con Interior y la Justicia; lo que ya tenían;  una casa y un trabajo dignos.

La ley 94/1994 de protección a testigos y peritos en causas criminales es ambigua ya que  no dispone nada en cuanto al tiempo que esa situación podrá mantenerse.  El auto de la Audiencia que justifica la decisión razona que "las medidas protectoras, sean de naturaleza personal o económica, no pueden prolongarse ad infinitum y que los Padín y los Portabales han tenido tiempo de encontrar un trabajo y rehacer sus vidas. Además, se critica que las familias han prescindido de la protección cuando les ha convenido y que incumpliesen reiteradamente y descaradamente cuando la tenían. Por eso se les retiró la escolta hace cinco años".

Ahora, ambos quieren volver a hablar. Ricardo Portabales ha regresado de Montevideo para firmar el contrato con la editorial que le publicará el libro en el que, dice, contará  “las mentiras de la operación Nécora”, entre otras, cómo se montó el macroproceso y cómo  sus confesiones fueron una falacia. Su primogénito también será el autor de una biografía de sus últimos 20 años; de cómo fue aquello desde la perspectiva de un niño. Y el último libro tendrá la firma de Padín. Él asegura que todo lo que dijo fue cierto, pero está seguro de no volvería a hacer las cosas igual. No volvería a fiarse. Y, asegura, se ha guardado varios faroles que ha llegado la hora de mostrar. Atrás quedó el infierno de las drogas o, al menos, el personal.

El Estado es el que queda en entredicho para ellos. ¿Quién se atreverá a colaborar con los jueces o con la policía?

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