Tardes de vino y libros

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Feria del Libro. / Ayuntamiento de Madrid

Cuando entonces, hace la tira, yo era asidua de la Feria del Libro de Madrid. No fallaba ni un año. Así que padecía los chaparrones del final de mayo, con olorcillo de flores de acacia, humm, y engañaba el calor del verano adelantado, cerca de las casetas, con polos de limón. Cada año, lo mismo; pero estaba bien que así fuera. Yo era una contumaz lectora que no necesitaba que hubiera ferias -eso es, al fin y al cabo, cosa de comerciantes- pero pasear por allí me gustaba. Claro que no había ni la mitad de la gente que hay ahora, producto de la presión machacona de los medios.

A lo que yo iba, que me pierdo en vericuetos, es que la Feria del Libro me suponía un gasto de ahorrillos que hacía a gusto, y un gasto de yemas de dedos y dioptrías de ojos de tanto mirar y remirar, abrir páginas, catar por arriba y por abajo los títulos de autores, para mí desconocidos, que me atraían y me empujaban a comprarlos para leerlos tranquilamente después.

Por supuesto que algunos de los libros que compraba y empezaba a leer se veían aplazados sine die porque me daba yo cuenta de que la primera impresión me había engañado. Era joven e inexperta y no tenía oficio alguno de avistadora de genios. Pero otros pasaban a ser leídos intensamente y sus autores, a ocupar un lugar destacado en mi biblioteca. Así me pasó, al menos en dos años consecutivos, con Peter Handke y Thomas Bernhard.

Casi puedo recordar, como si de una fotografía se tratara, el momento en que hojeé el fino volumen de Alianza Editorial, creo (ahora ya no tengo el libro; se perdió en un naufragio), titulado Carta breve para un largo adiós, de Handke. Desde entonces, los libros de PH han sido buenas noticias para mí. Ahora leo su poesía,  publicada por Bartelby Editores.

El otro, un agradable ejemplar de Trastorno, de Bernhard, en la edición de la  Alfaguara buena, la azul de Jaime Salinas. Me costó leer ese libro. El título parecía causarme dolor de cabeza cuando sólo llevaba una hora de lectura, y, sin embargo, no podía dejar de hacerlo. La traducción -de ambos, por cierto- es de Miguel Sáenz, magnífica, como siempre. Luego escribió Miguel unas conversaciones con TB, quien se jactaba de maltratar a sus traductores. Debía ser un tipo de cuidado el austríaco. Porque, se habrán fijado que los dos lo son. Austríacos, no de cuidado.

Y los dos coinciden en su desamor por la patria y la sociedad de origen. ¿Qué tendrá Austria para reunir a tantos escritores que la odian a muerte? Elfriede Jelinek, la Premio Nobel de hace unos años, es igualmente practicante de esa distante desafección, mutua, desde luego. Y más nombres que ahora no recuerdo, pero que invito a quien sí los tenga en su mente a que los señalen, si les place hacerlo. Viena infame y genial, cito de memoria, es un librito muy recomendable, escrito por un joven periodista austríaco, Joachim Riedl, que quizás ayude a entenderlo. Lo publicó Mario Muchnik en su chiringuito del Grupo Anaya.

En fin, he vuelto a separarme de la idea que tenía al empezar a contarles esta batallita: Me pregunto si ahora hay alguien en la Feria que se acerque a los libros con la misma ignorancia genuina y curiosidad por libre. Es decir, si habrá personas que busquen por su cuenta a autores desconocidos para ellas hasta entonces, de arriesgarse de esa manera con el fin de descubrirlos para ellas, también, independientemente de lo que marquen las tendencias. Seguro que sí, y esa gente es la que interesa cuando se habla de lectores. Esa gente, esos cuatro gatos, o los 25.000 de que hablaba Vázquez Montalbán, son los lectores.

Lo demás, amigos, es literatura . Y no vale la pena malgastar el tiempo -tan escaso- en ella.

1 Comment
  1. Eulalio says

    Elvira, qué razón tienes. Y ahora nos van a meter la «literatura» vía Ipad o algo así. Vamos como el «waterboarding» del que habla Anna Grau.
    Saludos

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