‘La vida entera’

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Félix Bornstein

Portada del libro.

Cuando un judío europeo viaja a Israel siente una alegría específica, algo así como una felicidad vicaria que el viajero paladea en nombre de sus abuelos, a los que jamás se les dio la oportunidad de conocer el país. Ese viajero experimentará el sabor insólito de fundirse con la multitud de miembros de una comunidad a la que de alguna manera él también pertenece, aunque sea nacional de  otro Estado, y escuchará una voz interior, durante tanto tiempo reprimida, que le dirá: “aquí somos mayoría”. Esa voz no le sonará a una manifestación de poder, sino sólo de estricta libertad, pues el ángel de la Historia le habrá conducido a un lugar en el que, por fin, los judíos no tienen que dar explicaciones de por qué son lo que son ni pedir el permiso de nadie sobre la forma de organizar sus vidas.

Pero si ese viajero no es un necio ni un fanático, si se entiende a sí mismo como una cajita en la que han caído no una sino varias identidades, y que todas ellas pueden ser compartidas; en suma, si antes que judío sabe que es un ser humano, sentirá también que su felicidad es un cuerpo amputado, que a su dicha le falta un brazo o una pierna. Porque notará enseguida, como si fueran la sombra de esas presencias judías, los ecos apagados de otra justicia, el hueco dejado por los ausentes. Si sale de la llanura costera y viaja a Abu Gosh o a las colinas de la alta Galilea sentirá de lleno el pálpito tan poco parecido al judío de sus habitantes arabo-israelíes. Algo es algo, se dirá, pero mucho más difícil le resultará saber lo que ocurre en el “triángulo samaritano”, en poblaciones palestinas como Jenin o Nablús, o en ciudades cercanas al río Jordán, como Jericó, ocupadas por Israel, aunque tendrá más posibilidades de acceder a ellas que los propios israelíes, pues éstos lo tienen prohibido por su Gobierno para evitar que, si son secuestrados, se conviertan en lucrativas monedas de cambio. Y el sonido del diapasón cesará hasta convertirse en el silencio absoluto que, para el exterior, reina en la Franja de Gaza.

Sobre este triple silencio, más o menos acusado, ha construido David Grossman (Jerusalén, 1954) su última novela –La vida entera–, publicada entre nosotros por Lumen (1ª edición, marzo de 2010). Sobre esos silencios y el mucho más doloroso que ha sido para Grossman la muerte en combate de su hijo Uri, abatido en El Líbano el 12 de agosto de 2006, ha erigido el autor la presencia judía de los protagonistas de su novela, la vida entera de una familia corriente de Israel desquiciada por la desgracia inevitable, por el suceso previsible que es la muerte brutal en un país asolado constantemente por la violencia y la guerra.

Grossman es israelí y por tanto es parte, y no juez, en el ya demasiado antiguo litigio que sufre su minúsculo país. Pero la honradez, literaria y personal, de este extraordinario narrador de ficción (Véase: amor, una novela juvenil sobre la “Shoah”), y cronista (El viento amarillo, sobre la primera Intifada palestina, o Presencias Ausentes, sobre la desposesión de la tierra sufrida por muchos árabes israelíes), es el más sólido puente de contacto con los otros. Grossman no ha caído en la hipocresía, paulina, jesuítica y en el fondo tan etnocéntrica y occidental de ser la voz impostada del otro, una boca más de los profesionales del ideal (en interés propio, claro), que se están ganando el Cielo a pulso. Grossman no habla de lo que no puede conocer a fondo y hasta la médula, como es el sufrimiento ajeno. Grossman sólo habla de su sufrimiento, pero ni impugna ni pone sordina al de los demás, aunque sean los enemigos de su Estado.

La vida entera no es, sin embargo, una novela política o una crónica periodística sobre la violencia que ha desgarrado a un país del Oriente Cercano y que ha saturado ya demasiado la retina y los oídos de numerosos lectores. Es cierto que el silencio de la pérdida y la muerte es, paradójicamente, la caja de resonancia sobre la que Grossman tiende su argumento, la historia de una familia de tantas, feliz a ratos, desdichada casi siempre, por los méritos y desventuras de sus miembros. Al lector de cualquier geografía no le costará ningún esfuerzo reconocer a los personajes, tampoco en verse como un testigo incómodo y conmovido de la desnudez íntima de los actores de la novela, de la credibilidad humana de unos padres y sus dos hijos, quizás tan comunes y vulgares, y también tan heroicos y soñadores, como ese testigo.

Porque sobre la realidad pública y específica de Israel que encarnan personajes como Sami, el taxista árabe israelí, o los palestinos sin nombre que reciben auxilio clandestino de sus compatriotas en una escuela de Jaffa, se levanta la voz privada de Ora, la mujer abandonada por su marido y el mayor de sus hijos que intenta proteger de la muerte a su hijo pequeño, Ofer, en una partida que ella misma sabe que está perdida de antemano. Ora, un personaje inolvidable destinado a entrar con pleno derecho en las mejores antologías de la literatura moderna, es la consagración definitiva del David Grossman más “femenino” en su ya dilatada carrera en busca de la compasión y la piedad. La “femineidad” de Grossman no es un recurso manido, ni un alarde publicitario para captar más lectores. Es, según yo lo veo, un atributo inquietante sobre la capacidad de indagación de la voz literaria, sobre el enigma sexual de la potencia y profundidad del relato de ficción según el género, y sobre “la posible comunicación” de esta virtud literaria desde lo femenino hacia lo masculino. Me gustaría que alguien me ilustrara al respecto, please. Le estaré muy agradecido si me ayuda a salir de mi desconcierto.

Finalizo: David Grossman nos ha dado el mejor argumento, la mejor justificación de los últimos tiempos del oficio de escribir. Nos lo donó en forma de artículo periodístico en la revista mexicana Letras Libres, en uno de sus números del año 2008. Si tienen ocasión, les aconsejo que no se lo pierdan. Lleva por título, precisamente, “Yo escribo”. Entre sus líneas se cuelan otra vez, de manera inevitable, la presencia y la vida de Uri, el hijo muerto cuando apenas tenía veinte años.

7 Comments
  1. Mara9 says

    El desconcierto es ya una forma de pre-literatura. Abre las puertas a la empatía, a la polinización. A la hora de narrar lo femenino es estadísticamente lo otro, el salto más grande al vacío, la perspectiva más trillada y menos realmente explorada. En el fondo es la manera que tiene lo masculino de cuadrar su círculo. Y viceversa. Escribir en su grado más alto y más noble equivale a comprender. Hambre del otro.

  2. Xavier says

    Edicions 62 ha publicado la traducción al catalán de esta obra con el título de «TOTA UNA VIDA».

  3. Félix Bornstein says

    Muchas gracias, Mara9. De corazón. Me ha prestado usted la llave que abre del todo la puerta a un verso de John Keats,ese que dice: «Pues todo hombre cuya alma no sea un pedazo de tierra tiene visiones que evocaría, si tuviera amor y el pleno conocimiento de su lengua materna».

  4. Félix Bornstein says

    Gracias por la información, Xavier. Conociendo la editorial que menciona, seguro que la versión catalana será espléndida. La traducción del hebreo al castellano, de A. Bejarano,me parece de una calidad extraordinaria.

  5. celine says

    Lo que es de una calidad extraordinaria es este comentario del libro de Grossmann, señor Bornstein. Ya tengo más para leer antes de que acabe agosto. Gracias.

  6. Félix Bornstein says

    Celine:es usted muy generosa con mi texto;me alegro por la grandísima literatura de David Grossman, tan distinto y casi tan bueno como el otro Grossman, Vasili. Muchísimas gracias.

  7. Isabel says

    En cuanto al último texto que se cita aquí, Yo escribo, está recogido también en una estupenda antología reciente de ensayos políticos y literarios de este autor. Se llama Escribir en la oscuridad: http://www.megustaleer.com/me_gusta_leer/Libros/E/Escribir-en-la-oscuridad-ES/Escribir-en-la-oscuridad

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