Antonio López, autorretrato del artista

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El artista español Antonio López posa ante varias de las esculturas que forman parte de la exposición que sobre su obra ofrece el Museo Thyssen-Bornemisza desde mañana martes. / Juanjo Martín (Efe)

La escultura Carmen dormida y, luego, La mujer de Coslada, un prototipo hecho a escala natural, reciben al visitante que estos días, del 28 de junio al 25 de septiembre, se acercan al Museo Thyssen-Bornemisza para ver la exposición más importante que se ha realizado hasta la fecha de la obra de Antonio López, el celebrado artista manchego que en estos últimos años ha visto como su fama ha desbordado cualquier previsión y que suponemos, sabiendo de su probada timidez, se habrá enfrentado a esta antológica con una inquietante actitud donde la resignación y el orgullo se mezclan en una casi imposible reconciliación. El consabido tópico que  otorga a España una cierta patología en los afectos, patología que va de la indiferencia más hiriente al agobio resultante de una adoración sin explicación alguna posible, parece cumplirse con Antonio López y su destino como artista. Su obra, al principio, fue requerida por unos cuantos que quizá no querían llegar a los extremos de tener que comprarse un Tápies porque sí, porque se llevaba, y que había puesto de moda una burguesía catalana anhelante de modernidad y así poder demostrar, a base de talonario, que esa modernidad pasaba por un gusto determinado hacia el cortejo de las vanguardias, lo que equivalía a expresar que se era moderno, que estábamos integrados de una u otra manera en aquello que se hacía en Europa, vale decir, la abstracción. De esa situación se aprovechó Dau al Set y en parte también el grupo El Paso, que vieron como la antagónica y sospechosa mirada del Régimen comenzaba a convertirse en una tolerancia de marcada ambigüedad, todo hay que decirlo, pero que comparada con la persecución velada  de años anteriores suponía un alivio que, además, reportaba dinero, prestigio y fama.

¿Y Antonio López? Ajeno a tamañas disquisiciones convertía sus lienzos de deuda realista, de Sánchez Cotán pasando por la mirada sesgada de la obra de Velázquez y toda la escuela española de finales del XIX y principios del XX, en una obra escasa pero sólida que gustaba a algunos pero que no se atrevían, so pena de ser tachados de provincianismo, a expresarlo en voz alta, menos con argumentos estéticos. Hasta que llegó el hiperrrealismo y la ola arrolladora de la cultura pop y la figuración comenzó a comerse en las exposiciones la magra línea de lo conceptual, el aire elegante, expresivo  e intenso de la línea abstracta. Lo que vino después pertenece desde luego a los manuales de la historia reciente del arte pero convendría llamar la atención sobre algo que atañe en exclusiva a las costumbres sociales y que la excelencia del arte, en principio, es ajena a la cuestión. Así el alivio con que muchos tomaron esta nueva moda y que hizo que pudieran mirar un cuadro figurativo con la frente alta, sin el complejo que la vanguardia intelectualizante había introducido en ellos durante años. Un complejo de aparente inferioridad que, luego, se ha convertido en arrogancia y que suele ocultar una mirada poco sofisticada en las cosas del mundo que nos rodea y cuyo ejemplo en las exposiciones actuales cabría ejemplarizarlo en la de las múltiples muestras de impresionistas que nos han asediado en los últimos años.

¿Y Antonio López? Construyendo poco a poco su poética de lo cotidiano, su inquietud frente al fenómeno del tiempo en unas esculturas y lienzos que daban la vuelta al mundo. Dos antológicas dedicadas a su obra han consagrado al artista. La primera, la del Museo Reina Sofía, en 1993; la más reciente, la de Boston, en 2008. Hace más de veinte años, por tanto, que no se realizaba una exposición como la del Thyssen que se acaba de inaugurar sobre esta obra, lo que viene  a suponer el espaldarazo definitivo a una labor que lleva fascinando a tirios y troyanos desde hace una generación, lo que en el mundillo actual del arte equivale a la eternidad. Nos hemos referido a Carmen dormida y La mujer de Coslada porque esta exposición comisariada por Guillermo Solana y María López está pensada en su recorrido de manera muy ajustada, inteligente. El hombre, al árbol, la ciudad… los temas recurrentes de la obra de Antonio López tienen cabida secreta en secretos apartamentos privados, una sensación maravillosa y maravillada en un espacio que es, en realidad, público. En el centro de todos ellos la mirada que Antonio López ha echado, echa aún, sobre Madrid porque hay cuadros inacabados sobre vistas panorámicas que se exponen al modo de un taller del artista. Hay están, cómo no, la vista desde Torres Blancas sobre la Avénida de América, también algún cerro desde donde se descubre el amalgamado sur de la ciudad, el grisáceo coito superpuesto en la plaza, y, claro, lo que muchos suponen la  joya de la Corona, la vista de la Gran Vía madrileña repetida una y mil veces pero que sigue manteniendo ese aire de suspensión momentánea del tiempo que fascina a todos. Anhelos de eternidad… el arte de Antonio López no habla de ello, sí de la obsesión por fijar el tiempo, pero produce ese bálsamo en  muchos, incluido el deje de oculta o manifiesta melancolía ante los objetos cotidianos, esa taza del lavabo con la escobilla al fondo, la  modesta bañera a un lado, los azulejos de los que penden rastros marrones que revelan el deterioro, es decir, el paso del tiempo, la nevera abierta,, nuestro bodegón contemporáneo, con el pollo, siempre el pollo, y luego, como para extasiarse ante lo que nos depara el descanso, la vista del árbol frutal, del membrillo, en una arrasadora poética de objetos que ofrecen un significado claro, preciso, hiriente, a una generación de posguerra que siente su memoria sublimada ante estos lienzos.

Podría decirse con certeza que esta exposición es la exposición del verano, sin más aditamentos, y una de las más importantes del año. De todas las formas complejas que nos invitan, en tropel, a ser meditadas y contempladas en esta muestra debería destacarse lo que hay en ella de revelación de taller de artista. Aquí nos tropezamos de nuevo con el pundonor de Antonio López, pero penetrar en un secreto, lo que equivaldría en lo literario a leer los diarios de trabajo de un escritor, vale como una preciosa y preciada contemplación de una work in progress sin cesar renovándose ante la engañosa mirada de lo que no cambia. Trampantojos del arte de Antonio López, su perduración, esa manera de pintar sub specie aeternitatis teniendo como tema lo mudable, el tiempo. Esto explicaría muchas, tantas fascinaciones…

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