El fin de la molicie

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José García Pastor *

(Respuesta a la prueba documental 2)

Desprecian y temen nuestra apariencia. Nada les parece más innoble que verse reducidos a ella, pero he rescatado un documento –transcripción, cuentan, de un relato oral muy anterior– que desmiente tal profesión de repugnancia. No sabemos cómo ha llegado a nuestros archivos; la tinta está corrida por el flujo de las corrientes, el papiro agrietado por rigores de sol y arena. Reproduzco ante esta augusta audiencia lo que alcanzo a descifrar.

Año [ilegible], en medio de la llamarada, el olor a azufre y las olas crecidas del ponto

Carece de Hades nuestra especie. Nunca podríais conjurar nuestra presencia con invocaciones y sacrificios, así que ahora, a punto de ser engullidos por el remolino, transmitimos un mensaje que, esperamos, caiga un día en poder de alguien que lo desentrañe y os haga partícipes de la maldición que dirigimos a vuestra raza.

Nada nos faltaba en aquellas estancias, sólidamente labradas. La comida era abundante y de nuestro gusto, disfrutábamos de pasar el día tumbados en medio del barro y la inacción. Habíamos visto los jardines de la mansión poblarse de leones y lobos que bromeaban entre sí y se felicitaban de su nueva pelambrera, pero nada nos había preparado para veros a contraluz en el umbral, aún temblorosos por los achuchones que os acababa de propinar la dueña. Cerrado ya el portón, echados los cerrojos y oteado someramente el espacio, removisteis con pata remisa el lodo, olfateasteis asqueados los fabucos, bellotas y el fruto del cornejo y, seguros de que, pese a la semejanza absoluta, éramos bestias sin raciocinio, os acomodasteis sin saludarnos.

La verdadera transformación, la que va más allá de la piel y el morro, se operó con asombrosa rapidez. Llorasteis al comprobar que os habían cambiado el cuerpo y suspirasteis con alivio al daros cuenta de que os habían dejado la mente entera. Nosotros, los habitantes originales y, hasta ese día, exclusivos de ese recinto, os observábamos con recelo. Ojalá la malhadada conciencia de anfitrión no nos hubiera movido a daros la bienvenida a la pocilga y ofrecer todo lo que estuviera en nuestras pezuñas para hacer agradable vuestra –suponíamos – breve estancia. Manifestasteis sorpresa cuando entendisteis nuestro gruñido y advertisteis que departíamos con una soltura que nada tenía que envidiar a la vuestra.

Se sucedieron las preguntas obvias: qué sitio es éste, sois también vosotros hijos de una transformación, cuánto dura el maleficio, sabéis de alguna pócima que reinstaure la forma anterior. Nosotros os aclaramos que no recordábamos haber sido otra cosa que cerdos, que sabíamos de las mañas de nuestra ama pero que, personalmente, no teníamos queja alguna, pues nos daban bien de comer y llevábamos una vida regalada. Presos de la curiosidad, seguisteis indagando – ¡ojalá hubiéramos guardado silencio! –. A medida que exponíamos las virtudes de aquella suerte de vida se encendía en vuestra mirada el brillo de la envidia.

Por amabilidad, más que por genuino interés, pasamos nosotros a preguntaros por vuestra vida anterior, y hemos de admitir que nos costó entenderos. Nos contasteis que habíais pasado dos años de zarandeos por el mar, perdiendo barcas y compañeros en la tempestad o las fauces de horribles monstruos, pero todo lo soportabais bajo la guía de una dulce meta irrenunciable. Cuando pedimos explicaciones, hablasteis de la patria, abandonada muchos años atrás, de mujeres y niños ya creciditos que os esperaban, de palacios suntuosos como el de nuestra señora y de placeres sólo asequibles al humano. Nosotros escuchamos al principio con escepticismo, pero al rato ya no podíamos sustraernos al ensueño. ¿Y si ese mundo de naufragios, arribadas, sacrificios a los dioses en la playa y amarras sueltas fuese el único ideal por el que de verdad merecía la pena afanarse, fuera cual fuera la especie y calidad del individuo anhelante? Por primera vez sentimos un prurito de emulación.

Si hubiesen pasado los días y os hubieseis extendido en los sinsabores, reyertas y penurias de vuestras travesías es probable que se nos hubiese pasado la fiebre, pero rauda fue la fascinación y escaso el margen de cura. No debíamos llevar más de cinco horas de coloquio cuando oímos fuera a nuestra ama y vuestro patrón conferenciando. Guardado el debido silencio, entendimos que habían venido a devolveros la humanidad para, cabía suponer, encaminaros de nuevo hacia el hogar. Emocionados, os felicitamos de corazón y os rogamos que conservarais la memoria de nuestra breve pero intensa convivencia, mas no había que ser experto en los entresijos del alma, de cerdo o de hombre, para saber que algo había cambiado. Mientras afuera seguían con su cháchara, percibimos cierta reticencia en vuestra actitud, y cuál no sería nuestra sorpresa cuando, en respuesta a nuestras expresiones de preocupación, declarasteis entre lamentos que tan corta temporada en la pocilga os había convencido de que la vida es también descanso y remoloneo. Mientras devorabais con fruición los cascajos esparcidos por el suelo, maldijisteis la suerte que os iba a restituir la forma y, con ello, os obligaría a reanudar el trabajoso regreso.

Se le ocurrió a uno de vosotros. Somos 22, vosotros otros tantos, dijo. ¿Y si nos intercambiamos el destino? ¿Qué os parece, continuó, si los recién llegados nos hacemos pasar por los habitantes originales de esta morada, y así todos salimos ganando, los unos saboreando la despreocupación y el solaz y los otros entregados al fulgor y el arrojo de quien se empeña en volver a casa? Perplejos, respondimos que razones de orden práctico impedían la operación. ¿Qué pasaría, advertimos, si vuestro señor o los compañeros que se habían quedado en la orilla se percataban del cambiazo? ¿Coincidiría nuestra hipotética apariencia humana con la vuestra? ¿Nos aceptarían en el lecho vuestras mujeres si un día desembarcábamos en la isla natal? ¿Sabríamos, en todo caso, comportarnos como humanos? Vosotros respondisteis que no había misterio alguno y que nadie sospecharía si poníamos todo el empeño en remar y no nos amotinábamos. Vuestras mujeres aceptarían cualquier cosa al cabo de tantos años de ausencia, y los hijos que dejasteis de bebé serían ya mozalbetes y nos admirarían sin cuestionamientos. Además, según nos aleccionasteis mientras afuera caían los cerrojos, ser humano no consiste en otra cosa que en verter lágrimas copiosas y expresar sentimientos con emoción. Nadie percibiría la esencia porcina mientras brotara el llanto.

Los nacidos cerdos dimos un paso adelante; el ungüento surtió efecto de inmediato.  El basto pelaje cayó a tierra y por primera vez sentimos rugosidades en la delicada planta de los pies. Es probable que el jefe lo supiera todo desde el momento en que nos miró a los ojos, pero se limitó a proclamar lo jóvenes, altos y guapetones que estábamos (habría que comercializar aquella fórmula como tratamiento de belleza, bromeó) y se apresuró a estrecharnos uno a uno la mano mientras nosotros no hacíamos otra cosa que llorar de alegría imaginando el reencuentro con un desconocido.

Transcurrió un año de tedio y desilusión. Los aceites restregados por el cuerpo eran pringue desagradable, el vino a raudales y la carnaza poco hecha nos hacían vomitar en las cráteras de plata. El capitán, dominado por un cochino olvido de la patria, se pasaba el día entero en la alta cama de nuestra antigua dueña. Algunos de nosotros quisimos imitarle requiriendo a las doncellas que preparaban la mesa o extendían tapetes, pero una tras otra nos rechazaron dejando bien claro que ellas habían nacido de fuentes, bosques o ríos sagrados, mientras que nosotros exhalábamos el tufillo de un origen bien distinto. Mandamos una delegación a la pocilga  para expresar nuestra desilusión y ver si se podía deshacer el trato, pero vosotros  aludisteis a la imposibilidad técnica de nuestra propuesta y nos asegurasteis que todo cambiaría cuando el jefe se acordara de su palacio y mandara prepararse para el viaje.

También los humanos de toda la vida, para entonces un tanto rollizos, habían perdido toda  memoria de esposas o huertos familiares, así que tuvimos que ser nosotros quienes, arropados en la grave solicitud del padre y terrateniente responsable, insistimos día tras día hasta que, entendiendo que el decoro no le dejaba otra salida, el comandante accedió con desgana a volver a la nave. ¿Y qué aventuras, os preguntaréis, nos deparaba el destino? ¿Abrazamos a nuestros hijos, conocimos la delicia del tálamo? Nada más lejos de la realidad. Primero nos taponamos los oídos con cera, más para no dar impresión de desobediencia que porque fuésemos susceptibles a nuevas patrañas melodiosas. A los pocos días, seis de los nuestros murieron devorados por una fiera espantosa agazapada en la roca. Por último, como castigo a la insensatez de hombrecitos que sólo aspiraban a zamparse un buen filete, un dios desencadenó la furia y nos arrojó a este vórtice desde el que hoy, antes del fin, os acusamos de habernos engañado haciéndonos creer que la vida humana es más dulce, variada y digna que esa otra que nosotros llevábamos antes de conoceros. Malditos seáis, humanos renegados, maldito el recuerdo desaparecido de una patria que nunca os importó. Ojalá se os atraganten los fabucos.

(*) José García Pastor es escritor y traductor.
Relato anterior de la serie 'Cerdadas': Escarbando.

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