Un diccionario a la deriva

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Imagen de archivo de los reyes junto a la entonces ministra de Cultura, Ángeles González-Sinde, y el director de la Real Academia de la Historia, Gonzalo Anes, durante la presentación del Diccionario Biográfico Español. / Juanjo Guillen (Efe)

La noticia la daba Peio H. Riaño, redactor que lleva rastreando este tema de la Real Academia de  Historia un año desde las páginas de Público, en El País el día 10 de marzo, una noticia nimia, casi banal, si la comparamos con los recortes en Sanidad y Educación, la subida de la prima de riesgo española y demás titulares de la portada del día, pero significativa de los tiempos que corren, tiempos donde se nos intenta colar, cada vez de manera más descarada, porque el agitprop de la carcundia hace tiempo que traspasó la barrera del sentido común, una situación que muchos creíamos si no superada, sí susceptible de que lo fuera, desde hace tiempo: en la partida de inversiones del Ministerio de Educación, Cultura y Deportes se incluye una subvención nominativa para “ el mantenimiento y la actualización del Diccionario Biográfico Español” de 163.790 euros, es decir, la misma partida que el Parlamento congeló en julio del año pasado hasta que la Real Academia no revisara y rectificara las entradas más polémicas del diccionario.

La verdad es que, en realidad, nadie se esperaba que la RAH rectificara esas entradas, en primer lugar porque a nadie, y menos a una institución científica, le gusta que “la presión de la calle” le enmiende la plana, y, desde luego, porque visto el carácter de algunos miembros que dirigen el cotarro de la Casa, un carácter muy próximo al de extrema soberbia, era de suponer que, casi milagro, nada iba a cambiar. Nada ha cambiado. Detrás queda una dimisión por motivos personales, la de Miguel Artola, que fue presidente de la primera comisión encargada de intentar mediar en el escándalo que había supuesto la lectura de algunas entradas del diccionario convertido de la noche a la mañana el mes de mayo del pasado año en sujeto mediático gracias a unas entradas sobre personajes contemporáneos de nuestra historia más reciente, y las palabras que el nuevo encargado, Faustino Menéndez Pidal, dijo respecto al alcance que tendría esa revisión, unas palabras que se referían exclusivamente a datos y no a esas “cosas de calificación”, con que definió el lado más polémico de la cosa. Bueno, también la sensación de que esta institución ha pasado en muy poco tiempo de ser valorada desde la indiferencia casi absoluta de buena parte de la ciudadanía, la mayoría ni siquiera sabía que existía, hasta el desprestigio por anidar a buena parte de la carcundia que creíamos vestigio del pasado, vale decir, un buen ramillete de gestos y amagos franquistas. Y este problema, más serio de lo que parece, creo que no ha sido valorado en su gravedad por la mayoría de las instituciones que concurren en el juego. Y la gravedad no viene de lo que se dirime en el lado mediático, sino en el prestigio de la institución misma.

Desde luego no ha sido valorado por la RAH, enrocados en posiciones de justificación gracias a la  excelencia académica algunos, otros en torpe soberbia  y los menos sabiendo lo que se viene encima, y aquí cabría citar muchas declaraciones por parte de prestigiosos historiadores, desde Gonzalo Anes a Carmen Iglesias, pasando por  Paul Preston, Santos Juliá o Stanley G. Payne. Pero, ya digo, de la institución académica no cabía esperar otra cosa porque el desaguisado fue suyo, por pura torpeza, y ya se sabe que el último en rectificar es el que lo realiza. Lo que me parece un gesto más susceptible de ser valorado es el del propio Ministerio por lo que tiene de postura despreciativa ante una sanción efectuada en el Parlamento el 12 de julio del pasado año en que se congelaba la subvención hasta que se rectificaran las entradas polémicas. Entiendo, cómo no, al ministro José Ignacio Wert cuando habló en su día de "lo contradictorio que suponía una censura estatal al trabajo de las academias”, refiriéndose a esa sanción, pero creo, como casi siempre ocurre, que detrás de esas referencias a la libertad de expresión se oculta las más de las veces un claro propósito de mirar hacia otro lado, y sigo pensando que la gravedad de la cosa, insisto, el desprestigio de una institución como la RAH, no se arregla con las manidas referencias a la libertad de expresión sino tomándose las cosas en serio, es decir, con voluntad de cambio dando los pasos para evitar que la torpeza de que hacen gala algunos académicos no termine por entonar un canto de difuntos en numantino gesto. Y creo que, en momentos como éste, lo de airear la subvención, eso sí, con el correcto 15, 36 %  de rebaja respecto a la del año anterior, supone una torpeza política de corto alcance.

Y se me podrá decir que no había otro remedio, algo que nadie niega, pero me temo que aquí late en el fondo una ineptitud respecto a los alcances que puede tomar la cosa bastante preocupante. Porque, además, sé que todo este asunto huele a confrontación política, pero si el enrocarse de los académicos ha sido pernicioso, la ceguera de los políticos puede ser aún peor: no se están abriendo las puertas para que un aire de renovación, de consenso, haga que cuando se termine este Diccionario de enorme envergadura, cincuenta volúmenes, la obra pase a ser referencial y común al imaginario de toda una nación y no un catafalco de papel manchado aquí y allá de referencias retóricas y banales respecto al valor de un general español que dominó con mano de hierro casi medio siglo a su país, de untar con generosos epítetos a un presidente español de hasta antes de ayer mismo o de criticar con frases que hemos oído durante la dictadura  respecto a personajes como Manuel Azaña o Juan Negrín. El país no se merece tamaña banalidad.

No voy  a ser yo quién discuta que cualquier historiador, por el hecho de serlo, piense y, por lo tanto, investigue sucesos pasados por el tamiz de su ideología. Pero encargar  a un destacado medievalista como Luis Suárez la entrada sobre el general Franco, donde se dicen cosas extravagantes, a Stanley G. Payne la de la Pasionaria, a Carlos Seco la de Azaña, es algo que poco o nada tiene que ver con la historia como ciencia y sí con cierto gusto, o regusto, de pasados tiempos, regusto que, además, dice muy poco del sentido de cual es la realidad del país  que poseen nuestros académicos. Ya digo, no me importa que se digan allí cosas como que Franco tuvo que pactar en la guerra por fuerza con Italia y Alemania porque le faltaban otros mercados y otras lindezas semejantes, ese no es el problema porque al fin y al cabo lo escribe quien lo escribe, el problema es que se haya permitido que una obra de tal envergadura no sea obra del consenso, es decir, del único principio  que se asemeja un tanto a la supuesta objetividad. Si no, ya se sabe, la historia la escriben los vencedores.

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