Del muslamen varonil y el sexismo de la lengua

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Sede de la Asociación Nacional contra el sufragio femenino, en EEUU (1911). / Wikipedia

Hace años, la Real Academia Española aceptó incluir en el diccionario la palabra muslamen a propuesta de Camilo José Cela, con gran alborozo por parte de mucha gente que consideró que así la institución se sumaba al hablar popular. En el nuevo diccionario que se publicará en 2014, la palabra en cuestión permanece, pero la definición puede variar notablemente -gracias al aviso de la académica Soledad Puértolas–  con el simple gesto de quitarle la adscripción femenina al término. Un buen muslamen, en efecto, puede también atesorarlo un lindo varón.

No es ninguna novedad que la RAE lleva años dándole vueltas a la actualización del diccionario, que en algunas entradas persiste en anacronismos con respecto al pertinaz sexismo. Lo que no acaba de convencer a sectores de la opinión pública es que la lengua va detrás de la sociedad y no al revés. Lo que no impide que en el Instituto de la Mujer traten de mantener viva la discusión de las palabras que segregan y humillan. Un ejemplo reciente: Alfredo Pérez Rubalcaba califica a su opositora conmilitona, Susana Díaz, de mujer con mucho "poderío", un término que nunca le aplicaron a Felipe González ni al propio secretario general del PSOE, en la actualidad. Los hombres tienen poder, las mujeres y las folclóricas, poderío.

Que lo que de verdad haría visibles a las mujeres no es que se las nombre –como se dice con cierta lógica– sino que se las nombre ministras o cargos de responsabilidad, no sólo públicos sino, especialmente, privados, que es donde más duele.

Cada vez que una mamá recomienda a su hijita portarse como una señorita y no como el brutote de su hermano "porque él es hombre y ellos son así", está estimulando el sexismo, por cierto en contra de ambos niños. Cuando una conductora no se molesta en parar ante un paso de cebra, porque en su inconsciente cree que son los tíos los que deben ceder ante ella, está promoviendo el sexismo, aparte de una sarta de improperios.

Hace años –de todo hace años– unas amigas feministas me pidieron adhesión a un libro de estilo antisexista que proponía, entre otras cosas, acabar los plurales en e para así incluir a los dos géneros. Me pareció algo similar a esos juegos infantiles, más de niñas, creo, en los que hablábamos en jerga oculta, a base de añadirle el fonema ti al comienzo de todas las sílabas: “Tie-tires titon-tita”, por ejemplo, en un ejercicio que podía complicarse mucho y que en realidad suponía un entrenamiento lingüístico. Pero, a lo que vamos.

La lengua no precede sino que acompaña, como mucho,  las prácticas de la sociedad, en las que los hablantes deciden qué elegir para denominarlas. Así que, cuando en La Sexta Noche, por ejemplo, la presentadora –seguramente, periodista– va de mujer joven y atractiva, enfundada en un vestido rojo pegado a la piel, con altos tacones que realzan su trasero, y un escote generoso, maquillada como para una fiesta nocturna, cuando está en un programa de debate político, donde su colega masculino va encorbatado, algo se está queriendo decir.

Quizás, que así se consigue más audiencia porque la audiencia, al parecer, es mayoritariamente masculina. No me sorprende. Pero me apuesto la coleta a que a la “chica” no le atienden sus argumentos tanto como al señor de la corbata. Y me apuesto las cejas a que tampoco le pagan el mismo sueldo.

Ya ni hablamos del anuncio del coche guay en el que se inserta, a modo subliminal, un primer plano de chica guapa con la boca entreabierta, ¿de admiración al coche? ¡No!: de invitación al coito, como diría Sheldon Cooper. Eso es lenguaje sexista, así se alimenta y se alienta. Otros anuncios, no tan subliminales ya han desaparecido pero muchos perviven en la caja tonta.

Todos estamos de acuerdo en que la visibilidad de las mujeres en los ambientes de mando es muy reducida: consejos de administración, jerarquías universitarias, bancarias, militares, científicas, etc. Pero lo que me llama la atención es que de un tiempo a esta parte, las mujeres escasean incluso en medios que parecían ya plazas ganadas. Hagan el ejercicio diario de fijarse en la proporción varones/mujeres de cualquier reunión pública a la que asistan, sea o no televisada. Vamos para atrás, sin apenas advertirlo y sin que las nuevas generaciones contemplen entre sus prioridades la inacabable lucha feminista.

Nadie se atreve a aguar la fiesta cuando, copa en mano y risas de fondo, la amiga de turno suelta un improperio tipo “coñazo” para definir algo pesado y aburrido; o  “cojonudo” en caso contrario, quizá con el deseo implícito de ser admitida en la manada, casi siempre de mando masculino.  En la manada, las bromas muchomacho, a veces muy groseras, sí se admiten; los asuntos que requieren cierta delicadeza, a menudo siguen siendo "cosas de mujeres". En honor al esfuerzo masculino por buscar el equlibrio hay que decir que cada vez son más los varones que intentan corregir desigualdades.

En tiempos de cambio de paradigma como los que estamos viviendo, el sexismo -que conduce hasta la muerte-, como el maltrato a los animales –igual-, la mala educación y la falta de consideración hacia el prójimo, los malos hábitos de vida y de alimentación, la explotación abusiva de la tierra y el mar, todos esos comportamientos tenemos la obligación moral de vigilarlos cada cual en su parcelilla personal, y no andar echando la culpa a los académicos y profesores de lengua, ni sentir la obligación de aplicar fórmulas incómodas, como la implantada por el irrepetible lehendakari Ibarretxe, los vascos y las vascas, de tanto éxito entre la ralea política en busca del voto perdido.

Para saber más recomiendo el artículo publicado por el que seguramente es el mejor gramático de la lengua española, Ignacio Bosque, hace año y medio, en El País, y que levantó una saludable polémica. El asunto lo merece.

3 Comments
  1. perniculás says

    Sólo un pero a tu artículo, Elvira: Yo sí creo que la Academia deba ser beligerante y tomar postura en esa parcela que es el sistema más importante que tenemos para comunicarnos: la lengua. Igual que estoy de acuerdo contigo en que “tenemos la obligación moral” de vigilar, cada cual desde su parcela personal, el sexismo, que no se maltrate a los animales, la conservación del medio ambiente, los buenos modales o que desaparezca de una vez “la mala educación”…, no llegó a entender (ni acepto) por qué a los académicos hay que dejarles en paz y que se limiten a recoger en el Diccionario de la Lengua Española “lo que dice la calle”. Pueden hacerlo, desde luego. Y así lo hacen y piensa, supongo, una gran mayoría de ellos. Pero, como entiendo que ninguno negará el tener una (su) ideología (que todos, todos, tenemos la nuestra) pues podrían aplicarla, en este caso, a romper una lanza a favor de la igualdad en los términos y en contra del sexismo.
    El diccionario de la RAE es un manual magnífico, estoy convencido, para cambiar la sociedad; en ningún caso entiendo que sea un instrumento “muerto” al que observamos como una pieza de museo.
    La Lengua, como todos sabemos, se “hace” con el uso y “el roce”, que diría alguien. Pero nuestros académicos también podrían ayudar a que “se hiciese” de otra manera, verdad, y no limitarse a escuchar o mirar…

  2. Fernando says

    El los últimos años (me parece que más de 10) estamos viviendo una regresión en todo el mundo mediático hacia posiciones tradicionalistas que creíamos superadas. En series de televisión y dibujos animados tanto nacionales como importadas y sobre todo en la publicidad, la moda infantil que crea tendencias de futuro, juguetes, etc.
    Se cosecha lo que se siembra y la sociedad está sembrando desigualdad desde todos los frentes.
    No es de extrañar que los adolescentes actuales sean más machistas que sus padres e, incluso, sus abuelos.

  3. Joane says

    Ciertamente, el diccionario RAE que, efectivamente sólo debe recoger las palabras consolidades, y con el sentido en que se usan de verdad, no en el que nos gustaría que se usaran. Nadie dice «coñazo» y quiere decir algo bueno, sorry!
    Ahora, lo que sí creo que podría hacer la RAE, fuera del diccionario, es orientar sobre cómo podríamos expresarnos mejor: la mejor manera de llamar a los objetos nuevos, cómo transliterar nombres de otros alfabetos (¿es posible que siga habiendo apellidos rusos o árabes escritos de manera distinta en nuestraos medios?) o, por ejemplo, sobre la forma de hablar menos sexista que, al tiempo, respete las exigencias de nuestra gramática. Porque si no va a ser un diálogo de sordos, la verdad.

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