El territorio comanche de Pérez Reverte

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Cubierta del libro de Arturo Pérez Reverte.

Se acaba de poner a la venta El francotirador paciente, la última novela de Arturo Pérez Reverte, editada por Alfaguara, una narración donde el escritor vuelve, si alguna vez se fue de ellos, a esos territorios comanches a que su afán reporteril le llevó hace años y cuyo espíritu épico, bronco y algo cínico le causó tanto embrujo que fue capaz, y con un éxito desmesurado, de llevar este tipo de personaje a los tiempos del Imperio español. No otra cosa es Alatriste, aunque trufado de soldado del Tercio, y tengo para mí que una de las claves del éxito de Pérez Reverte consiste en que, en realidad, siempre ha escrito sobre el aquí y el ahora pero de manera sobradamente enmascarada.

En eso tampoco se ha movido un ápice pues ya desde sus primeros escritos, como El maestro de esgrima, que considero el mejor Pérez Reverte, pero esto es otra cuestión, cultivó el género histórico junto a las tramas típicas del thriller. Que ahora sea esta mezcla el género dominante no hace más que confirmar que es un escritor de un olfato superlativo para lo que se estila o puede estilarse. Esta última novela, por ejemplo, pretende subirse al carro de un movimiento, el de los grafiteros, que es moneda común entre los artistas callejeros del mundo y que tiene un lugar preferente, incuso, en los estudios sobre culturas urbanas de las universidades occidentales. Inexplicablemente, el grafitero es un personaje marginal dentro de la cultura oficial española. Y no solamente marginal sino sencillamente ignorado. Pérez Reverte, que es autor de sonados best sellers, ha mirado hacia ese sector, convirtiéndose en cronista de lo irremediable de una u otra manera: el primer Académico de la Lengua en hacer caso de un movimiento artístico callejero y darle un estatus similar al suyo, el de escritor. Algo que ha debido causar gracia a los grafiteros mismos.

Ya dije: Pérez Reverte es autor de agudísimo olfato y no es casual que el grafiti se haya convertido en sujeto de novela justo en el momento en que la cultura oficial, la de los galeristas y los coleccionistas treintañeros, principalmente británicos y norteamericanos, se haya dado cuenta que el grafiti es un objeto de explotación tan rentable como lo fueron en su día los ready-made. Bansky ha sido sujeto mediático desde hace un año con los robos perpetrados en muros públicos de Londres y Nueva York y Miami firmados por él y subastados en galerías de arte exclusivas  a precios millonarios, mientras, por otro lado, se ordena por la municipalidad neoyorkina borrar murales de éste. Metáfora doble de la condición de artista del grafitero, de la ambigüedad esencial en que se mueve su trabajo y, por ende, su actitud ante el mundo.

El grafitero suele ser personaje tímido, es decir, no suele estar integrado en la sociedad ni comulgar con sus valores. Y donde se dice tímido, póngase marginal. De ahí que sea personaje fascinante, producto de novela y lo raro es que se cuentan con los dedos de la mano aquellas narraciones que tienen  a grafiteros como protagonistas de las mismas. Pérez Reverte ha pasado horas, días, entre grafiteros de Madrid, se ha ido por Entrevías y Villaverde Bajo a las cocheras de RENFE y Metro para ver cómo actuaban estos personajes que para él, por su afán de expresión, son escritores sin argumento, sólo de gritos, de gestos, pero escritores al fin y al cabo.

Tengo para mí que este tipo de cosas rejuvenecen al académico y, además, le acercan a esa lógica implacable de seguir escribiendo siempre de los mismos temas: el grafitero es ahora territorio comanche, un paisaje dentro de ese territorio que Pérez Reverte nunca ha abandonado y el personaje de Sniper de su novela, que en inglés podría traducirse por francotirador, es un Alatriste en su más profundo carácter recogido. Desde luego que está Lisboa, Verona, Nápoles, pero esos cambios de escenario son propios del best seller, que necesita, al igual que en las películas de 007, cambios de paisajes para dar idea de velocidad, pero es Madrid la ciudad batalla en que se dirime la trama, trama que, por otro lado, no difiere gran cosa de las típicas de los thriller porque si algo tiene el género es que se aferra a un canon muy estricto: presa, perseguidor, jungla de asfalto, marginalidad, crimen… ¿les suena?  Es la condición íntima del thriller, su esencia, y la novela de Pérez Reverte juega con todos estos elementos y lo hace con los condicionantes que el lector espera de narraciones así, porque el lector de este tipo de novelas es lector cautivo, incondicional.

Pero lo que importa aquí es la condición del grafitero, el modo que tiene Pérez Reverte de mirarle. Tengo para mí que lo que ha llevado a este escritor a quedar fascinado ante ese mundo quizá haya sido el que con una buena pintada en un vagón de metro el grafitero tiene más lectores o contempladores de la obra que cualquier novelista de éxito. No es exageración: Muelle es nuestro Bansky y Pérez Reverte parece constatar, con cierta nostalgia, que del tal Muelle, que inauguró el género de los flecheros –entre los grafiteros hay movimientos artísticos parecidos a los de las vanguardias más clásicas–, sólo queda una muestra suya en la calle Montera, en un edificio en ruinas. Muelle murió de una enfermedad hepática y sus seguidores se han diluido copiando grafitis siguiendo el modelo norteamericano.

Es esta la novela de un autor de best sellers que ha encontrado en  el grafitero un nuevo modelo de personaje de territorio comanche. Porque lo que distingue a un grafitero de un artista es que el grafitero se mueve en una actividad ilegal. Vale decir que es un personaje condenado a ser de  novela.

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