Sobre la fotografía y la pensativa primavera

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Exposicion_fotografía_BNE
Adelaida Fernández de Zapatero: Actriz, 1859 / BNE

Ya se ha dicho que fotografiar es apoderarse de lo fotografiado. Captar un objeto o un rostro, con o sin permiso, robar, en cierto modo, algo que no nos pertenece o que jamás podríamos soñar con tener. Pero contemplar una fotografía es otra cosa. Asistir al acontecimiento de otros, al retrato de un desconocido que no puede apartar sus ojos de nuestra mirada. Escudriñar, quizás, los pliegues de un paisaje que aparece como nuevo -a pesar de haber sido nuestro paisaje- gracias a los ojos del fotógrafo. Algunas fotografías llegan a imponerse de un modo tal que quien las contempla se propone coleccionarlas.

Ya contamos en cuartopoder.es una vez que en España se han empedrado calles de pueblos con los cristales de las viejas fotografías. No por mala intención, sino por ignorancia. Entonces, hace decenas de años, nadie pensaba que las fotografías fueran algo coleccionable y valioso. Por suerte, quedan colecciones de gran valía como la que muestra la Biblioteca Nacional (BNE) en una exposición que estará abierta hasta septiembre y que toma 20 años de fotografía incipiente, entre 1850 y 1870, cuando el juguete estaba casi nuevo. Cuando había que rezar antes del disparo y se reverenciaba al alquimista capaz de revelar los rostros y las figuras en su laboratorio.

Susan Sontag, en Sobre la fotografía, cuenta que los coleccionistas a veces las prefieren reunidas en libros –otra expo de la BNE trata este asunto- porque convertidas en película continua ya no se pueden coleccionar tan bien. Es chocante leer esto en tiempos de la instantaneidad repetida hasta el aburrimiento, sin que la finitud del carrete, o del dinero para pagar las copias, influya en los disparos compulsivos, muchas veces absurdos.

La fotografía original, la que no podía copiarse, la de la mitad del siglo XIX, parece un elemento muy alejado de los selfies de hoy, de la facilidad de disparo de nuestros artilugios electrónicos, que ni huelen los líquidos del laboratorio ni conocen el papel fotográfico, porque no los necesitan.

¿Se mantiene en las fotos de hoy la esencia de lo que Roland Barthes llamó punctum: el impacto que produce una foto, que conduce al pensamiento de la propia muerte futura? Es de suponer que así será cuando pase un buen número de años. Que el inexorable paso del tiempo reduzca a naderías las diferencias tecnológicas cuando se trata del ánimo del observador ante una fotografía.

En otra exposición, la de la agencia de noticias Efe sobre sus 75 años de recorrido, la experiencia es otra: se trata de instantáneas que valieron en su momento para ilustrar una noticia y que ahora ocupan un sitio en las páginas de la Historia. Se trata de una experiencia similar, claro, ya que de fotografías hablamos, pero el encaje es diferente: queda más cerca en el tiempo y hay un movimiento que no se da en las más antiguas. En algo coinciden, sin embargo: en el toque melancólico que producen.

La insaciable melancolía, como un poema de Emily Dickinson, se acomodará en la mirada de quien contemple la fotografía de su madre, por ejemplo, largo tiempo después de que haya muerto. Joven, bella, en traje de baño, mirando al fotógrafo, fugazmente, inconsciente del papel que esa imagen desempeñará, pasados los años, muchos, en el alma de la observadora, en este caso.

La exposición de la Biblioteca Nacional merece una visita tranquila, sin prisas y sin deseo de verlo todo. Evitar el exceso de las pupilas, el cansancio de las vueltas del tiempo en nuestras cabezas. Contemplar, sin más, la belleza, imaginar historias sin necesidad de escribirlas para nadie.

Del Facebook de Mariano Antolín Rato, robo este poemita certero de Dickinson, traducido por Juan Marqués:

Jugarán otros niños en el prado
Dormirán bajo tierra otros cansancios,
Pero la pensativa primavera
Como la nieve llegará a su tiempo

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