Arvo Pärt, el lejano tintineo de las estrellas

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El compositor estonio Arvo Pärt, pionero del llamado «minimalismo sacro», junto a su esposa Nora. / Wikipedia

Este fin de semana ha aterrizado en Madrid, en el Auditorio Nacional, uno de los más grandes compositores vivos, el estonio Arvo Pärt. Para los profanos, la mera mención del sintagma 'música contemporánea' provoca urticaria en los oídos y huidas en masa de las salas de concierto. La vanguardia musical se identifica de inmediato con la atonalidad, con el dodecafonismo de la Escuela de Viena (que, por cierto, ya va a cumplir un siglo), con el serialismo y con la música electrónica. El analfabetismo musical, del cual nuestro país es uno de los más egregios representantes, no ha caído en la cuenta de que en el amplio espectro de la llamada música contemporánea hay una inmensa cantidad de partituras no sólo fácilmente accesibles sino muy dulces y agradables al oído. Desde la Pasión según San Marcos, de Osvaldo Golijov, con sus toques mestizos de folklore sudamericano, a los amplios frescos sinfónicos del minimalista John Adams, en pocos períodos del arte sonoro occidental los compositores han sido tan gentiles y han pedido tan poco esfuerzo al oyente. Pero no hay que olvidar que si el ministro de cultura tiene nombre y hechuras de rey godo, la educación musical no ha ido mucho más allá de llenar de babas una flauta. Vivimos en una ciudad, Madrid, que es la capital mundial del toreo y cuyo teatro de ópera tiene la forma exacta de un ataúd.

La obra de Pärt se popularizó a través de la discográfica ECM, básicamente a través de un único disco, Tabula Rasa, donde, entre otros músicos, intervenían el violinista Gidon Kremer y el pianista Keith Jarrett en una versión estrictamente inolvidable de la pieza Fratres. Tabula Rasa sigue siendo una de las mejores puertas de acceso a la obra del compositor estonio, una música caracterizada por su conmovedora simplicidad y su hondo sentido religioso. No es una excepción: en esa misma línea de calma y devoción piadosa se hallan, por ejemplo, el inglés John Taverner y el polaco Henry Gorecki.

Resulta algo paradójico que en la música clásica de las últimas décadas sobresalgan tantos compositores de música eclesiástica. A los nombre ya citados habría que añadir otro polaco, Krysztof Perendecki, que ha plasmado su devoción católica en la Pasión según San Lucas, el Requiem polaco y varios oratorios; y el también católico francés Olivier Messiaen, tal vez el nombre fundamental de la música de la segunda mitad del siglo XX (con permiso de Ligeti), autor de una obra incomparable, místico del sonido, profeta de los pájaros que resumió su credo sonoro en la que tal vez sea la mayor ópera sacra de la historia, la respuesta católica al Parsifal wagneriano: San Francisco de Asís.

Alex Ross cuenta en su extraordinario ensayo, El resto es ruido, cómo los moribundos de SIDA de un hospital neoyorquino pedían escuchar una y otra vez por los altavoces Tabula Rasa, una música que les infundía paz y serenidad para afrontar el fin. Del mismo modo, Gorecki contempló con una mezcla de tribulación y estupor cómo una grabación de su Tercera Sinfonía empezaba a saturar las emisoras de radio y entraba en las listas de discos más vendidos hasta el punto de convertirse en un éxito multitudinario de ventas. No sé por qué lo hacen" decía Gorecki, un hombre, al igual que Pärt, extremadamente humilde y poco acostumbrado a la luz de los focos, "tal vez buscan algo". En el sobrecogedor y casi intolerablemente bello adagio resonaba una y otra vez un único verso, una pintada que Gorecki había visto escrito en el muro de una cárcel de la Gestapo: "Heil, Maria".

Esa búsqueda de recogimiento y de fervor quizá explique en parte la calurosa acogida de la música de Pärt allá donde va; el otro elemento (como en la Sinfonía citada de Gorecki) probablemente sea su desnudez y su sencillez deslumbrantes. A finales de los sesenta, su obra estuvo prohibida en la URSS por culpa de un verso del Credo y Pärt se refugio en el silencio, en el estudio de la música coral y flamenca de los siglos XIV y XV, del cual emergió con una sorprendente profesión de fe:

He descubierto que es suficiente cuando una única nota es tocada bellamente. Esta única nota, o un momento de silencio, me consuela. Trabajo con muy pocos elementos y construyo con materiales primitivos. Las tres notas de una tríada son como campanas y es esto lo que yo llamo tintinnabuli.

El tintinnabuli, o tintineo de pequeñas campanas, es la contribución o la versión partiana del minimalismo, una única nota repetida, un silencio que se prolonga, un acorde desmenuzado, una simple tríada que abre luces inesperadas, dimensiones extrañas, universos. Esta profesión de fe sonora de Arvo Pärt, un hombre con barba y ojos de monje medieval, parece anunciada en los célebres versos de Rubén Darío:

Por eso ser sincero es ser potente:
de desnuda que está brilla la estrella;
el agua dice el alma de la fuente
en la voz de cristal que fluye de ella.
Tal fue mi intento, hacer del alma pura
mía, una estrella, una fuente sonora,
con el horror de la literatura
y loco de crepúsculo y de aurora.

Es la sensación que tienen los oyentes atentos al sumergirse por primera vez en Fratres, Alina o Pari intervallo: la de estar escuchando el lejano tintineo de las estrellas.

Arvo Pärt (YouTube)

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