“Encajados como estamos entre dos eternidades de ocio, no hay excusa para ser ocioso ahora”. Tan resonante sentencia es la frase de apertura de El pequeño Wilson y el gran Dios, el primer tomo de las memorias de Anthony Burgess, el libro que el novelista José María Mijangos y yo llevamos como guía sentimental para movernos por Manchester, la ciudad natal de Burgess. Por la mañana, a primera hora, le preguntamos a la encargada de recepción del hotel Sacha, una joven guapa y morena, por la casa-museo consagrada al escritor. Nos dice que no lo conoce, que no tiene ni la menor idea de quién le estamos hablando.
– Anthony Burgess –explica Mijangos, intentando afinar su acento –. Nació aquí, en Manchester.
– Pero yo soy de Utah –dice ella.
Parece un diálogo de Burgess. De hecho, desde que empezamos el viaje, es como si estuviéramos metidos en una de sus novelas, zarandeados por un demiurgo despiadado y burlón. Llegamos al aeropuerto de Manchester con más de tres horas de retraso, gentileza de Ryanair, y a las cuatro de la mañana descubrimos que nos hemos olvidado la información práctica dentro de la guía de Inglaterra en Barajas, en uno de los bares donde hacíamos tiempo bebiendo cerveza tras cerveza. Ahora ni siquiera sabemos el nombre del hotel donde habíamos reservado. Por suerte, en una de las terminales del aeropuerto, logramos cobertura suficiente para rescatar el correo donde aparece la reserva y media hora después estamos en un taxi rumbo al centro de Manchester. Cuando llegamos al hotel, le digo a Mijangos que baje el equipaje mientras yo pago al conductor y, en un enredo muy burguessiano, nos encontramos con que mi maleta, con todas mis pertenencias, se ha quedado en el vehículo que rueda calle abajo.
– ¿Burgess? –pregunta Mijangos, con el inconfundible acento cómico de una de sus novelas, palmeándome el hombro.
– Burgess, Burgess –gruñí yo.
A las seis de la mañana, cuando al fin había logrado conciliar el sueño, pensando, en un interminable duermevela logístico, que lo primero que tenía que hacer aquel día era comprar algo de ropa y un cepillo de dientes, sonó como un trueno el teléfono de la habitación. Era el taxista, que decía que podía traernos la maleta si le dábamos cuarenta libras. No iba a ponerme a regatear y menos en mi inglés de San Blas, de manera que le dije que yes, y tres cuartos de hora después descendí a recuperar mi equipaje.
– Hay que reconocer –dijo Mijangos, echado bocarriba en su cama, mientras yo destripaba la maleta en busca del pijama– que ha sido un comienzo de lo más burgessiano.
– Yes –resumí.
Tal vez era porque íbamos buscando las huellas de nuestro novelista favorito del siglo XX, pero lo cierto es que el Manchester que nos encontramos a la mañana siguiente no tiene nada que ver con la urbe gris e industrial que nos esperábamos. En algunas partes recordaba a una barriada de Londres; en otras era una mezcolanza de diversos estilos arquitectónicos, siglos y edificios ordenados por pegotes. Las tiendas modernas y los grandes almacenes convivían junto al ladrillo rojo de los años veinte y treinta. Lo único que parecía relativamente bien conservado eran las iglesias y los pubs, que al fin y al cabo, son lo mismo. En las primeras páginas de las memorias de Burgess aparecían unas al lado de otros, cobijando una infancia que a los dos años de edad cogió una velocidad escalofriante. A Burgess se le ha criticado reiteradamente por cierta frialdad emocional casi siempre presente en sus escritos. Creo que no es verdad, creo que la ironía y la distancia es lo que le permiten contar lo que nadie más puede, lo que prácticamente no puede contarse de ninguna manera. No conozco ningún otro escritor capaz de arremangarse y escribir un pasaje autobiográfico como éste:
A principios de 1919 mi padre, aún no licenciado, llegó a Carisbrook Street en uno de sus permisos regulares, y encontró muertas a mi madre y a mi hermana. La pandemia de gripe había atacado Harpurhey. No cabía duda sobre la existencia de un Dios: sólo el ser supremo podía inventar un sainete tan ingenioso después de cuatro años de sufrimiento y devastación sin precedentes. Por lo visto, yo cloqueaba en la cuna mientras mi madre y mi hermana yacían muertas en una cama en la misma habitación. No debía cloquear sino gritar de hambre; quizá la vecina, que también estaba enferma, me había traído un frasco de tónico. La actitud de mi padre hacia su hijo debe de ser ahora demasiado complicada para resultar inteligible. Habría sido más redondo eliminar a los tres ocupantes de aquella habitación. Cuando tuve la edad suficiente para apreciar su mezcla de resentimiento y forzada gratitud por mi supervivencia, comprendí su afecto limitado, su falta de interés por cualquier futuro que pudiera esperarme y el desconsiderado segundo matrimonio, que fue un modo de deshacerse de mí.
No busquen el libro más que en bibliotecas o en librerías de segunda mano: está radicalmente agotado, como casi toda su obra. Sólo una ínfima parte de la inmensa producción del novelista inglés ha sido vertida al castellano, y la mayor parte de ella resulta prácticamente inencontrable. Gracias a que Kubrick decidió llevar a la pantalla La naranja mecánica, Burgess conoció un alarmante período de fama mundial que desgraciadamente tampoco duró mucho. Cuando preguntamos en la oficina de turismo de Manchester por la casa-museo dedicada al escritor, el encargado nos miró con extrañeza y tuvo que consultar por internet para indicarnos una dirección sobre el mapa.
Nos encontramos con un pub, algo que a Burgess le habría gustado mucho ya que se pasó buena parte de su infancia correteando entre beodos mancunienses, esquivando escupitajos y oyendo chistes verdes de una procacidad inigualable. A un lado de la barra, en sendas librerías, se acumula una suculenta selección de sus libros, la inmensa mayoría de ellos sin traducir aún a nuestro idioma. Allí están el ciclo completo de Enderby y varios estudios sobre Joyce, su autor favorito. Más allá, The Wanting Seed, Earthly Powers, M/F, One Hand Clapping, 1985, que, como su propio nombre indica, es una revisión personal de la magna pesadilla de Orwell.
Lo que queda de la casa original es una especie de catacumba transformada en biblioteca para investigadores especializados, así como una pequeña habitación consagrada a la Sinfonía napoleónica, probablemente su obra más compleja eirritante, ya que sigue en contrapunto temático la Sinfonía Heroica de Beethoven al tiempo que narra en cuatro tiempos la vida de Napoleón. La novela nació de la pasión de Burgess por la música (él se consideraba ante todo compositor y llegó a escribir tres sinfonías) y de una sugerencia de Kubrick, a quien dedicó el libro con la esperanza de que la metamorfoseara en imágenes. No fue así, por razones obvias, y la amable carta de rechazo del cineasta se guarda en una urna junto a varias biografías, mapas y partituras que le sirvieron de documentación.
El clavicémbalo en medio de la sala no está ahí de adorno, más bien rememora los tiempos en que un joven Burgess se ganaba la vida como pianista, en bares y sesiones de cine mudo, emulando a su padre, que trabajó junto a Chaplin y Stan Laurel y cuyo recuerdo le inspiró una de sus obras magistrales, El hombre del piano. Resulta increíblemente injusto que su novelística haya sido tachada de fría o poco emotiva, cuando pocos pasajes en la literatura mundial podrían igualar el patetismo de ese momento en que el viejo pianista, intentando batir una absurda marca, fallece tras varios días de maratón musical con las manos ensangrentadas sobre el teclado mientras improvisa una ópera sobre la pasión de Cristo ante un auditorio de criadas, vagabundos y borrachos.
Yo trabajé en la Fundación desde sus comienzos en 2005 (ahora continuo mi labor como Trustee) y me ha hecho gracia como la describes (perdona que te tutee): «una especie de catacumba transformada en biblioteca para investigadores especializados.» Por cierto que el edificio donde se encuentra ubicada la Fundación en estos momentos no tiene nada que ver con la vida de Burgess, ni tampoco el antiguo edificio en Withington. Muy interesantes tus observaciones acerca de la obra de Burgess. Y sí, a Burgess se lo recuerda poco en Manchester, o nada. Esperemos que la Fundación cambie las cosas. Por lo menos tenemos visitantes como vosotros, bien informados y con un gran sentido crítico.
Gracias, Nuria. Nos hubiera gustado visitar la biblioteca pero aquello parecía Fort Knox. Espero que también te guste la segunda parte, saldrá el próximo domingo.