John Doe en la Casa Blanca

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Cartel promocional de la serie 'House of Cards'. / Netflix

Al tiempo de iniciarse la emisión de la segunda temporada de House of Cards, el presidente Obama lanzó un mensaje por Twitter advirtiendo que, por favor, nada de spoilers. El aviso presidencial catapultó la teleserie, ya de por sí exitosa, a niveles estratosféricos, pero también dio pie a un curioso juego de espejos. El hombre más poderoso del mundo, el presidente de los EEUU, se confesaba adicto a una obra de arte donde su homólogo en la ficción es presentado en los términos de una marioneta, un pobre hombre que se debate entre las manos de su mentor, el codicioso multimillonario Raymond Tusk, y las de su vicepresidente, el maquiavélico y despiadado Frank Underwood.

En términos puramente estéticos habría que felicitar a Obama por su buen gusto. House of Cards (remake de una serie británica de los noventa) es un prodigio de la narrativa televisiva, a la altura de Breaking Bad, A dos metros bajo tierra, Los Soprano, Mad Men o The Shield. Otra cosa es el subtexto oculto debajo de esa admiración. “A un solo paso del presidente y sin un solo voto” susurra Underwood a la audiencia. “La democracia está sobrevalorada”. La ambientación, los juegos de poder en los pasillos de la Casa Blanca y las calles de Washington D. F., remiten a la otra gran teleserie presidencial de los últimos años, El ala oeste de la Casa Blanca, de la cual House of Cards parece el reverso tenebroso. Con un elenco de secundarios sencillamente extraordinario (desde el austero guardaespaldas a la gélida esposa de Underwood), el protagonismo de la serie recae casi por completo sobre el talento camaleónico de Kevin Spacey, que le presta a Underwood su astucia zorruna, su tranquilidad exasperante, su falso acento sureño y esa mirada de doble fondo que lo ha convertido en una de las máscaras más inquietantes del séptimo arte.

No en vano, sobre el personaje de Underwood flotan los ectoplasmas de algunas de las interpretaciones punteras de Spacey: la de American Beauty (visible en la máquina de remos donde el vicepresidente intenta ponerse en forma), la del siniestro Keyser Söze en Sospechosos habituales, y la de John Doe, el sanguinario carnicero de Seven que cometía siete asesinatos terribles para ilustrar los siete pecados capitales y la decadencia moral de nuestra sociedad. Como Keyser Söze, el vicepresidente parece sólo un charlatán embaucador tras cuya pinta inofensiva se oculta un demonio. Como Doe, también es un moralista cínico que aprovecha el menor resquicio para dar un sermón: "Los amigos son los peores enemigos". En el subconsciente de la audiencia, en cuya cúspide está Obama, queda claro que John Doe ha resucitado para llegar a lo más alto de la Casa Blanca.

La psicopatía de Underwood se muestra desde el minuto uno, cuando, sin que le tiemble un pelo, le retuerce el cuello a un perro recién atropellado, para no hacer sufrir más de la cuenta al animal. De inmediato, Underwood rompe el principio de la cuarta pared para interpelar al público, un recurso arriesgado que podría desbaratar la ilusión de verosimilitud pero que en realidad sirve para implicarnos en la caída, para que lo acompañemos en primera persona al centro de su mente, allá donde se cuecen sus intrigas. Es un recurso que en el cine no se ha utilizado mucho (recuerdo a bote pronto el uso magistral que hacía de él el gran Michael Caine en Alfie, la película que lo lanzó al estrellato), pero que remite de inmediato a los monólogos del teatro clásico. Cuando uno de sus alumnos le decía a Juan de Mairena que le parecía un truco poco realista, que no veía por qué un personaje tenía que interrumpir la acción para dirigirse al público, el sabio profesor le replicaba si no le parecía raro que los teatros estuvieran abiertos parar mostrar lo que sucedía al público. ¿Cómo vamos a saber −preguntaba Juan de Mairena− lo que pasa por dentro del alma de un personaje si él no nos lo dice?

House of Cards, cuya traducción aproximada al castellano podría ser "Castillo de naipes", es una soberbia indagación sobre el ansia de poder, un tema soberano sobre el que Shakespeare edificó monumentos de la talla de Ricardo III y Macbeth. Algo de Lady Macbeth hay en la arrogancia reptiliana con que Robin Wright incorpora a la implacable esposa del vicepresidente, aunque ella no tiene que animar a su esposo en sus conjuras truculentas: Underwood siempre va dos pasos por delante. De hecho, el clasicismo pesa tanto sobre la pantalla que es posible que el espectáculo les parezca a algunos espectadores demasiado teatral, pero ahí reside precisamente su fuerza: en la potencia avasalladora de los diálogos, en los enfrentamientos por parejas y en el predominio del verbo sobre la imagen. En unos tiempos en que, especialmente en política, la imagen lo es todo, Underwood simboliza la eficacia del lenguaje para manipular, tergiversar, convencer, vencer y aplastar. Es impresionante el efecto devastador que consigue con una sola carta, escrita precisamente en una vieja máquina de hierro que lleva su apellido. Como Yago, Underwood es capaz de inyectar veneno por los oídos, y como Marco Antonio puede volcar con un solo parlamento la mayoría en el Congreso o el lastre de la opinión pública. Underwood, esa fabulosa creación literaria, es literatura de la cabeza a los pies, desde su nombre de máquina de escribir hasta la punta malévola de su lengua: “Freddy cree que si una nevera se cae de una furgoneta cuando tú estás conduciendo detrás, es mejor apartarse de su camino. Yo creo que es mejor que se aparte la nevera”. Con cada uno de sus discursos demuestra que una palabra bien elegida vale más que mil imágenes.

Tal vez el único punto flaco de House of Cards sea haber seguido a Shakespeare al pie de la letra, rebajando ocasionalmente a Underwood al papel de matarife, cuando tantos auténticos criminales que han ejercido el cargo de vicepresidentes (pienso, sin rebuscar mucho, en Nixon o Dick Cheney, por no hablar de Kissinger, que se quedó en Secretario de Estado) nunca han necesitado mancharse las manos de sangre. Ya sea una periodista trepa, un político ambicioso o un simple cocinero, cualquiera que se acerca a Underwood acaba destruido, traicionado o asimilado a su cristalina factoría del mal. Por eso resulta tan conmovedor que un presidente que ganó las elecciones con un eslogan casi onomatopéyico, sienta fascinación ante el lenguaje esgrimido a cuchilladas y el retrato terrorífico del poder en la Casa Blanca. Como si sólo fuese literatura.

Netflix (YouTube)

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