Caballos sin alas

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El Aston Martin DB5-2 de James Bond. / Wikipedia

En las primeras boqueadas del siglo XX, el gran poeta italiano Marinetti pasó a la historia del arte con una frase tan fulgurante y tan hermosa como el adelantamiento de un deportivo plateado en una carretera estrecha: “Un automóvil de carreras es más bello que la Victoria de Samotracia”. Hoy, un siglo después, apagados los ecos del Futurismo y puestas las exageraciones en su lugar, podemos concluir que estas maquinarias radiantes han inaugurado un nuevo tipo de estética, un culto a la velocidad donde se funden elegancia y lujo, clasicismo y modernidad. Como si, dando la razón a Marinetti, en los talleres donde se alumbran esos autos mitológicos hubiesen soplado juntos la magia de la ingeniería y el espíritu de los dioses para dar a luz centauros mecánicos. Así al menos lo atestiguan los emblemas de algunas marcas: el caballo encabritado de Ferrari, la estrella radiante de Mercedes, la pantera elástica de Jaguar, el potro alado de Pegaso.

El hombre siempre ha soñado con el vértigo, con distancias y lejanías, con monturas infatigables. El coche de carreras ha venido a sumarse así a la fauna de los deseos imposibles, uno de los tres que pediremos al genio de la lámpara el día en que tropecemos con una caminando por el desierto. Es un sueño excesivo, fútil y un poco bobo, como todos los sueños que merecen la pena. Al fin y al cabo tampoco tenemos tanta prisa, pero en un deportivo no se trata tanto de correr como de darle a la carretera una sensación de abismo, de devolverle al mundo plano y burocrático su dimensión salvaje. Capós relucientes, puertas cromadas, diseños curvilíneos: toda una fantasmagoría exacta y kilométrica que empieza en la llave de encendido y culmina en el rugido del tubo de escape.

¿Quién no ha querido ser alguna vez James Bond a bordo de su Aston Martin, un auto tan elegante que hasta parecía tener ojos y dientes? ¿Quién no recuerda a los detectives de Miami Vice a lomos de su Ferrari Testarossa pálido, tan veloz que en el costado se le abrían unas agallas? ¿Quién no quería acompañar a Starksy y Hutch en aquel Ford Torino rojo tomate, con aquella indómita y algo hortera raya de cebra incendiando la carrocería como un relámpago blanco? A mí la visión de un deportivo siempre me devuelve a la infancia, a las películas, que son otra forma de la infancia, a un brillante Lamborghini amarillo de alas de murciélago con el que cruzaba del pasillo al salón y del salón al pasillo. Creo que fue por eso que nunca aprendí a conducir, pero el día que aprenda, va a ser la leche.

A algunos sólo les faltaba hablar pero sabíamos que eso sería pasarse. Lo que nos molestaba de Kitt, el Coche Fantástico, aquel tenebroso Pontiac Firebird que conducía David Hasselhoff, era precisamente su cháchara de mayordomo. Por la limpieza de sus líneas, están a medio camino entre el automóvil y el avión, como si únicamente las ruedas los sujetaran a la tierra. Pero basta verlos en movimiento (no digamos subirse a uno de ellos) para comprender que están hechos para la carretera, para ceñirse a las curvas y quemar el asfalto. El vuelo en ellos sería un disparate, una monstruosidad, como bien cuenta aquella historia del profeta Mahoma que quería convencer a un jeque árabe para que se apuntara a la fe islámica. El jeque era insobornable, impermeable a los halagos celestiales, no le interesaban la eternidad, ni las huríes, ni Alá, y cuando Mahoma descubrió que su única pasión eran los caballos le dijo que en el paraíso lo esperaban los ejemplares más veloces y hermosos de la creación. “¿De veras?” preguntó esperanzado el jeque. “Sí” respondió Mahoma. “Allí, cuando mueras, verás caballos con alas”. Desencantado, el jeque sentenció: “Los caballos que a mí me gustan no tienen alas”.

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