Más American que Psycho

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Cubierta de 'American Psycho', de Bret Easton Ellis. / Wikipedia

Lo confieso, el asesino múltiple ejerce una extraña fascinación sobre mí. Decía Capote que todo el mundo tiene un campo de especialización y que el suyo era el asesino múltiple o, como lo llaman los anglófonos, serial killer. Yo, desde luego, no llego a tanto, aunque he leído una bibliografía más que respetable sobre el tema, he colaborado en un libro sobre asesinos (Siete crímenes casi perfectos) y he tenido algún contacto tenebroso, lo suficiente para que el tremendo impacto que en su día produjo American Psycho me dejara perplejo. En el momento de su publicación, la novela de Bret Easton Ellis levantó una ola de indignación; hoy día, está considerada casi un clásico de las letras americanas. Sinceramente pienso que no es para tanto, ni una cosa ni otra.

Ellis se propuso en su novela la descripción de un personaje abominable, un yuppie neoyorkino obsesionado por el físico, el dinero, la apariencia, los trajes caros y las marcas. Lo que ocurre es que este individuo se dedica, en sus horas libres, a destripar todo lo que se le pone por delante. Hay un regodeo en el rasgo macabro que, al contar con la excusa de la confesión en primera persona, no ahorra ningún detalle en la descripción de los asesinatos. Con lo que American Psycho muestra un inquietante doble rostro: un catálogo de marcas de automóviles, perfumes y ropa cara, nivelado por un muestrario de vísceras y técnicas de descuartizamiento.

Hasta ahí, bien. Pero cuando llevas trescientas páginas de canibalismo y ortodoncias gratuitas sin anestesia servidas por un gilipuertas que dedica varias horas diarias al cultivo del bíceps, una hora al desfile de modelos de Armani y otra hora a la crítica de discos pop, en fin, entonces uno acaba cansándose y se pregunta a dónde pretende llegar Ellis con todo esto.

En realidad, la tesis de la novela es muy simple: se trata de una parábola sociológica, una fábula contra el capitalismo que equipara la psicología de los banqueros y niños pijos de Wall Street a la de un criminal sociópata. Al fin y al cabo, las maniobras indecentes con las cuales esos señores trajeados se forraron los bolsillos en los ochenta produjeron mucho más dolor, sangre y lágrimas que unos cuantos asesinatos despiadados. La ecuación está clara, señores del jurado, más aun después del expolio mundial conocido como crisis del 2008. Y aunque todas mis simpatías estén con los desposeídos y los vagabundos de la calle, me temo que la tesis no funciona.

Y no funciona, en primer lugar, porque American Psycho es una novela aburrida, aburridísima. Desganada al estilo de Sade o de algunas crónicas del Holocausto, no sé si me explico: las descripciones de torturas y homicidios van tejiendo en el ánimo del lector una especie de tedio atroz que acaba por insensibilizarlo ante el horror de lo narrado. En sí mismo, esto no sería malo, si la pasta de la prosa de Ellis estuviese amasada con otra clase de desgana, aparte de la estilística. Pero me temo que la diana de Ellis no es tanto la crítica social sino la literaria: su modelo es La hoguera de las vanidades de Tom Wolfe, una novela publicada apenas unos años antes que la suya y de la cual Patrick Bateman es un bastardo monstruoso.

A pesar de la defensa apasionada de algunos colegas (el más ilustre de los cuales, Norman Mailer, llegó a comparar a Ellis con Dostoievski), el texto hace agua por todos lados. El modelo conductista y minimalista propuesto no se sostiene de ningún modo y su protagonista, por repugnante y fascinante que sea, ni siquiera es psicológicamente creíble. Cuando se sugiere que quizá los crímenes de Bateman sean imaginarios, la verdad se hace patente: la novela acuchilla fantasmas. Habría resultado una alegoría mucho más eficaz si hubiese prescindido de los asesinatos, puesto que la transgresión esencial del capitalismo sucede dentro de la ley, no fuera de ella. El último baluarte donde se atrincheran los defensores del libro (y Ellis con ellos) es aducir, como afirman ciertos críticos, que American Psycho constituye en realidad una sátira social. Sin embargo, cuatrocientas páginas de marcas, mascarillas faciales, bisturíes y pesas, no sólo son excesivas para cumplir esa función sino que, para colmo, la sátira no tiene la menor gracia.

2 Comments
  1. Y más says

    No veo el interés de escribir sobre una novela que fue una caca y seguirá siéndolo for ever.

  2. Olive O. says

    Esta novela la tuve que dejar. No podía con el protagonista. Esa descripción tan detallada y a la vez superfecial de todo, todo lo que veía. Ese mundillo en dónde todo son objetos. Sin pasión. No llegué a la parte de los asesinatos.
    Sin embargo la película me gustó. No sé si al terminarlo cambiaría mi percepción, pero sí es cierto que tiene ese no se qué que logra que queden grabados en la memoria muchos detalles de la visión del Bateman. Como si fuera un experimento más que una novela en el que provoca lo quiere trasmitir hasta el punto en que el mismo libro se convierte en un objeto de repulsa. Por eso me dio reparo. Genera la duda de si se está abandonando algo que es bueno pero que pide que se aguante como desafío, con la certeza de que es insoportable.

    Aún así, este señor dijo que David Foster Wallace es un fraude, y lo que si está claro es que no llegaría a su nivel, aunque quisiera.

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