James Cagney baila

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El actor James Cagney. / Wikipedia

Tras ver El resplandor, Steven Spielberg le dijo a Kubrick que no acababa de convencerle la actuación de Jack Nicholson. Relamiéndose como un gato, Kubrick le pidió que nombrara quiénes eran, en su opinión, los cinco mejores actores del cine estadounidense. Spielberg, sin saber muy bien qué decir, enumeró a bote pronto: "Henry Fonda, Spencer Tracy, James Stewart..." "No has dicho James Cagney", interrumpió Kubrick. "Iba a decirlo". "No lo has dicho en primer lugar. Yo lo hubiera dicho en primer lugar y eso explica mi elección. Nicholson es uno de los pocos capaces de transmitir ese nivel de energía".

Energía es una buena palabra para intentar definir el brío, la fascinación, el modo en que se movía y la electricidad que despedía Cagney. Hace treinta años que murió, un 30 de marzo de 1986, muchos más que no asomaba su rostro por una pantalla, y el cine sigue en estado de coma. Ya no hay actores así, y los pocos que podía haber jamás pasan del nivel de secundarios, oscurecidos por una turba de vampiros anoréxicos, nudos de músculos y cincuentones adolescentes. El hecho de que un papel como el de J. Edgar Hoover (que era perfecto, por ejemplo, para un Paul Giamatti) acabara en las muecas de un Di Caprio apelmazado de maquillaje da una idea del nivel de degradación del cine reciente. Otro tanto ocurrió con la interpretación de Charlize Theron en Monster, que se llevó un Oscar por ocultarse detrás de varios kilos de prótesis, como si no hubiera otras actrices con un físico más adecuado para encarnar a Aileen Wuornoos. Pero hoy día, si no tienes aspecto de supermodelo o de mojabragas imberbe, no hay muchas oportunidades de sacar una carrera de estrella adelante. El hecho de que un talento tan inmenso como el de Gene Hackman haya estado casi toda su vida encajonado en papeles secundarios demuestra que el olvido de Spielberg respecto a Cagney no es un simple despiste.

No era muy alto, no era muy guapo, tenía los labios demasiado finos, la frente demasiado ancha y el rostro en forma de peonza, pero en blanco y negro y en dos dimensiones resulta fuego puro, una fisión nuclear atrapada debajo de un sombrero. Acostumbrados a tipos duros que apenas si pueden balbucear sus frases, a karatekas enloquecidos y a cachos de anabolizantes con ojos, asombra todavía más verlo pasearse por una pantalla, recuperar sus hechuras de gángster, de animal salvaje, de peligro público que sigue aterrando con sólo entrecerrar los ojos, alzar una mano o curvar una ceja. Como Humprey Bogart, como Rita Hayworth, como John Wayne, James Cagney era uno de esos animales de celuloide que escriben su biografía en un gesto elegante y desvelan su pasado nada más que encogiéndose de hombros. Era también un danzarín nietzscheano, capaz de bajar unas escaleras bailando claqué o de lanzar un puñetazo como el que firma un cheque. Lo mismo le estampaba una naranja en la cara a una novia que incendiaba el mundo por un complejo de Edipo. Por culpa de su cara sin civilizar y de su afición infantil a las peleas callejeras, lo encarcelaron en una cinematografía criminal, siempre con un revólver en la mano, una hostia amartillada en el brazo y un traje de presidiario. Pero podía interpretar a Shakespeare sin quitarse siquiera la gomina del pelo y seducir a una mujer haciendo el payaso. Por eso mismo, antes de su última resurrección en Ragtime, de Milos Forman, Billy Wilder le dio la oportunidad de despedirse del cine en Uno, dos, tres, con el papel de C. R. MacNamara, el ejecutivo de la Coca-Cola en Berlín que quiere invadir la URSS a fuerza de burbujas. Nadie en el cine chilló más que él, nadie habló nunca más deprisa y nadie preparó jamás una fuga a occidente con tanta rapidez: como que todavía no habían construido el Muro de Berlín y él ya lo había derribado.

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