Tiburón muerto muerde

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La obra más famosa de Damien Hirst, 'La imposibilidad física de la muerte en la mente de alguien vivo'. / Wikipedia

No hace muchos años el conservador de un museo se quejaba de que una pintura de Barceló, ataviada con sustancias orgánicas, había empezado a pudrirse y a oler mal. La pestilencia, uno de los signos distintivos del arte contemporáneo, no siempre resulta premeditada. Desde hace algún tiempo, los artistas no se conforman con agredirnos los ojos, sino que también atentan contra el gusto, el tacto, el oído y el olfato.

Recuerdo a un vigilante del Reina Sofía, sentado en el umbral de un cuarto en penumbra: una mezcla de discoteca ibicenca y túnel de lavado del que emanaba, desde un altavoz oculto, una horrorosa psicofonía en bucle, como si estuvieran despellejando eternamente a alguien. En los dos minutos escasos en que aguanté allí dentro, los chillidos formaron un Guantánamo mental en el que latía el espanto de una sala de torturas. Era como para volver loco a cualquiera y, sin embargo, el vigilante aguantaba impertérrito, estoico, sentado en una silla, las manos apoyadas en los muslos. Le pregunté cómo podía soportarlo y respondió en susurros, como un maestro zen: "En esta sala nos turnamos cada dos días. Una compañera estuvo una semana y pidió la baja por depresión".

En el mundo del arte contemporáneo, ser vigilante en un museo debería estar considerado profesión de riesgo. No hablo en broma: esta misma semana un equipo de investigadores de la Universidad Politécnica de Milán ha descubierto que los tanques en formol donde se sumergen las célebres instalaciones taxidérmicas de Damien Hirst filtraron gases contaminantes en la Tate Modern de Londres muy por encima de los niveles permitidos por la normativa europea. Para los visitantes ocasionales de la galería esta contaminación no significa ningún riesgo, pero sí puede serlo para los empleados que permanecieron expuestos a ella durante cinco meses.

No es la primera vez que estos animalitos muertos y sumergidos en formol dan problemas. Madre e hijo divididos -que consta de cuatro bloques de vidrio transparente con una vaca y un ternero cortados por la mitad- llegó bastante deteriorada al museo Mori Arts de Tokio después de que unos funcionarios retuvieran la instalación en la aduana siguiendo la prohibición de introducir carne en mal estado en el país. La obra más famosa de Hirst, un tiburón tigre de cuatro metros con las fauces abiertas y nadando en una piscina mental, fue adquirido por diez millones de euros por el coleccionista americano Steven Cohen. Quien, al poco de instalar la obra en Nueva York, descubrió que el tiburón empezaba a pudrirse y se molestó un poco. Hirst lo reemplazó por otro tiburón similar. Total, será por escualos.

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El artista Damien Hirst en una imagen de archivo. / Efe

La polémica siempre ha escoltado al niño mimado del arte contemporáneo, el buque insignia de los Young British Arts y el artista vivo más rico de Gran Bretaña. Mientras parte de la crítica lo aúpa a la categoría de genio visionario, otra buena parte lo considera únicamente un farsante y un timador de altos vuelos. Lo menos que puede decirse de él es que se ha mantenido fiel a sus orígenes, cuando de joven se dedicó primero al hurto callejero -fue detenido dos veces- y después a trabajar en un depósito de cadáveres. Hirst combinó las dos experiencias –la delincuencia juvenil y la afición por los fiambres en una exitosa aventura artística. Gracias a su descaro y a los merchantes y especuladores que lo apoyaron sin reservas, el talento de Hirst se desbordó. Hubo quienes lo compararon con Warhol y también quienes lo compararon con Oasis, y no les faltaba razón. Amasó una verdadera fortuna entre animales podridos, repisas de medicamentos, colecciones de colillas y cráneos humanos alicatados con diamantes. En 2008 subastó una exposición completa en Sotheby's, Beatiful Inside in my Head Forever, que alcanzó la friolera de 198 millones de dólares.

No obstante, su obra más célebre sigue siendo el tiburón sumergido en formol, una ocurrencia magistral que dejó boquiabiertos a sus colegas y verdes de envidia a los pescadores domingueros que fardan con un lucio momificado encima de la chimenea. Yo mismo conviví durante mi niñez con una perdiz muerta que había disecado mi abuelo. Me pasaba las horas muertas -menuda metáfora- admirando su inmovilidad y sus pupilas vítreas pero jamás se me ocurrió un sintagma tan espléndido como el que Hirst logró para bautizar a su tiburón: La imposibilidad física de la muerte en la mente de alguien vivo. Muchos críticos se han devanado los sesos intentando elucidar los múltiples significados de tan ilustre alegoría hasta que la obra empezó a proporcionar la respuesta por sí misma, mediante el sutil procedimiento de caerse a cachos. En el aniversario de los atentados del World Trade Center, Hirst dio una pista más del significado de su trabajo con unas polémicas declaraciones: "Lo que pasa con el 11-S es que es como una obra de arte en sí misma. Es un acto malvado pero fue ideado para este tipo de impacto. Fue ideado visualmente. Lograron algo que nadie hubiera creído posible, especialmente para un país tan grande como Estados Unidos. Así que de alguna manera merecen una felicitación, una que mucha gente rehúye, una muy peligrosa". Lo cual no sólo era una gilipollez sino una gilipollez de segunda mano, puesto que ya la había perpetrado en caliente otro pope del arte contemporáneo, el compositor Karl-Heinz Stockhausen, al afirmar poco después de los atentados que el 11-S era la mayor obra de arte de todos los tiempos.

El mítico pintor griego Zeuxis advirtió que si pintas un perro exactamente igual que un perro no obtendrás un cuadro sino dos perros. No podía adivinar que el arte iba a tomar el atajo de meter un pescado en formol del mismo modo que Hirst tampoco sospechaba que su tiburón iba a ponerse a morder después de muerto.

afpes (YouTube)

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