Tocar el agua, tocar el viento

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Elvira Huelbes

Cubierta de la obra. / Siruela
Cubierta de la obra. / Siruela

Amos Oz terminó esta novela en 1972, pero la edita en septiembre Siruela, con traducción de Raquel García Lozano, habitual del escritor israelí. Tocar el agua, tocar el viento es, en realidad, un cuento largo, en el que la peripecia de sus protagonistas oscila entre el realismo y cierto toque onírico que, desde las primeras páginas evocan la pintura de Marc Chagall, con sus novias voladoras y sus burritos flautistas.

Que parezca un cuento no le quita interés a la novela, doscientas páginas que se leen con gusto y sonrisas, ya que el autor no escatima el buen humor, a veces mezclado con aires de una melancolía que casa bien con la figura del judío errante, especialmente presente en esta obra.

Oz confirma aquí las constantes que no han abandonado sus miles de páginas, distribuidas a lo largo de más de 20 libros. La cuestión judía, la guerra, la incapacidad de llegar a la paz. En contraste a la dureza de los asuntos, el autor israelí administra con gracia rasgos de humor sutiles, rayanos en la inocencia, a veces, como si quisiera restar importancia a lo que a tantos lleva a matar, a destruir o a la infelicidad.

Una inclinación por la ironía que implica un escepticismo no exento, paradójicamente, de fe. Una fe terca en la esperanza de llegar a la paz algún día. Como cuando, al final, al dar noticia de las andanzas de los pacifistas Audrey y Yotam, dice: "Cada invierno la lluvia cae a cántaros y el viento tortura las copas de los pinos. Yotam y Audrey deambulan de ciudad en ciudad y de país en país poniendo a prueba el poder de las palabras, si es que no están distribuyendo carne en conserva.”

Eliseo Pomeranz y su esposa, Stefa, deben separarse ante la amenaza nazi. El sale en una peregrinación que le llevará por derroteros diversos, levitando y elevándose muchos trechos para sortear los peligros y que desembocan en Palestina, en plena formación del Estado de Israel. Allí trabaja como relojero, a veces, como pastor de cabras, otras.

Stefa prefiere permanecer en su Polonia natal, donde la rodean las tragedias conocidas por la historia. Pero ambos... No, mejor no destripar la historia, ya que, como sucede en el viaje a Ítaca, lo mejor no es cómo acaba sino cómo se desarrolla.

En el ambiente que rodea a ambos, por mucha que sea la distancia, predomina la conspiración y la sospecha, que espías de diferente pelaje tratan de confirmar para condenar en firme al relojero extraño aquel, que ha adoptado a un perro que parece un lobo desgreñado y que ha publicado un artículo en una famosa revista científica en el que desentraña un misterio matemático que hasta la fecha ningún sabio ha sido capaz de dilucidar.

Stefa sobrevive con cierto éxito, destacando como funcionaria del aparato estalinista, mitad espía, mitad mártir, hasta conseguir su cometido: reencontrarse con su querida calamidad de marido.

En la historia sobrevuela –aparte del propio Pomeranz chagaliano- la espesa impresión de que no es posible escapar al deseo de control de unos humanos sobre otros, que buscan más poder y más capacidad de humillar a sus semejantes.

Pero también, la leyenda del judío errante y cierta coña a propósito de la insatisfacción eterna, la insaciabilidad de un viejo que, asentado por fin en su anhelada Palestina, no dejará de componer desgarradores poemas de añoranza de la otra Palestina, la verdadera. Todo con absoluta fe. Todo en hebreo. Y en estilo bíblico.

De sobra es sabida la lucha de Amos Oz, Premio Príncipe de Asturias 2007 y Gran Cruz de la Orden del Mérito Civil, de 2014, por la consecución de un Estado Palestino, par del de Israel, como condición sine qua non para que la paz llegue a esos territorios. Ojalá (que, por cierto, probablemente venga del hebreo Ajalai y no del árabe, inch allá, como se cree).

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