Pablo Escobar que estás en los cielos

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El narcotraficante Pablo Escobar, en una imagen de archivo. / Wikipedia

La glorificación del villano, del bandido, del fuera de la ley, es un añejo tópico romántico que arrancó rimas grandiosas a Byron y luego a Espronceda. De la noche a la mañana Dios dejó de molar, pasó a la categoría de funcionario desde el momento que los escritores descubrieron que Satán tenía su punto. Ser bueno podía llevarte únicamente al cielo mientras que hacer un pacto con el diablo podía llevarte a cualquier sitio. Durante el romanticismo, más allá de Fausto y de Don Juan, la figura de culto fue el pirata, el bandolero, el hombre que se ha echado al mar o al monte harto del ahogo provinciano y que ha decidido vivir según sus propias reglas, saltándose a la torera todos los mandamientos divinos y humanos.

Era lógico que a los poetas, dramaturgos y novelistas románticos les fascinara el lado aventurero y heroico de estos personajes y que prefirieran pasar de puntillas por la otra cara de la moneda: los raptos, las matanzas, las mutilaciones, las violaciones. En las primeras décadas del pasado siglo, cuando el recién nacido séptimo arte se sumó al tinglado, el pirata pasó el testigo al gánster y al pistolero, aquellos valientes canallas que no tenían miedo a nada y caminaban hacia el cadalso sin que les temblara un solo pelo. James Cagney, Humprey Bogart y Paul Muni compusieron la oda múltiple a esa forma de vida al margen de la ley, una epopeya nómada que llega hasta nuestros días y que saltó hasta España envuelta en el prestigio cutre del neocalorrismo. Mi amigo José María Mijangos siempre me recuerda aquella escena, no sé si de Perros callejeros, en que los atracadores, huyendo a todo gas en un coche, destrozan las piernas a una anciana caída en la calle y luego atropellan a un guardia civil. En el cine, el público se ponía en pie y rompía a aplaudir: "¡Dale caña, Torete!"

También era lógico que, en esa progresiva canonización de la delincuencia, le llegara el turno al narco, el último estadio del criminal hasta la fecha. Y el narco por antonomasia, el narco festejado y santificado en corridos, en relatos, en teleseries y en películas, es Pablo Emilio Escobar Gaviria, un hombre que, nacido en la pobreza llegó a congresista, declaró la guerra al estado colombiano y terminó sus días en una interminable cacería humana como no se ha vuelto a ver otra. Por un lado estaba el Pablo demoníaco, el homicida que traficaba con veneno, inundó Colombia de cadáveres, sembró Bogotá de bombas, derribó aviones en pleno vuelo y ordenó asesinar a rivales, periodistas y policías, a un ministro de Justicia y a un candidato a la presidencia. Por otro lado estaba el Pablo filántropo, el millonario que regalaba los billetes que no podía blanquear, y construía casas y hospitales para los pobres.

Salió de secundario en un libro de García Márquez y Botero lo pintó tiroteado por los tejados sin tener que añadirle muchos kilos. Pero en los últimos años la figura de Pablo Escobar ha resucitado también en las pantallas, desde la teleserie colombiana El patrón del mal hasta Escobar: paraíso perdido, una película de producción francesa escrita y dirigida por Andrea Di Stefano. En la primera, Andrés Parra le prestó salero y astucia y en la segunda, Benicio del Toro, su físico inquietante y poderoso. Esta misma semana se ha anunciado otra revisión del mito a cargo de Fernando León de Aranoa y con el atractivo tomético de Javier Bardem.

Pero, sin duda, la obra que ha popularizado a Pablo Escobar y al mundo del narcotráfico a otro nivel es Narcos, la teleserie de Netflix que cuenta con un fabuloso elenco con el brasileño Wagner Moura como buque insignia. Aunque mucho más cuidada en el aspecto técnico que otras producciones, la teleserie peca de una serie de errores que hubieran sido fácilmente subsanables. Los ha señalado uno por uno Juan Pablo Escobar, el hijo del narco, quien escapó a Argentina junto con su madre y buena parte de su familia tras la muerte de su padre y el desmantelamiento del cártel de Medellín. Sin embargo, el reproche principal es otro y tiene mucho que ver con la glorificación que decíamos al principio: "Mi padre era mucho más cruel de lo que refleja la serie. Sometió a un país con el terror. Hay que tratar esta historia con responsabilidad. Hay miles de víctimas y un país detrás que merece respeto. Están inculcando una cultura en la que parece que ser narcotraficante es cool. Me están escribiendo jóvenes de todo el mundo que me dicen que quieren ser narcos y me piden ayuda. Me escriben como si yo vendiera tickets para ingresar a ese mundo".

De niños, cuando jugábamos a policías y ladrones, no podíamos sospechar que tal vez nuestros hijos acabaran jugando a narcos y agentes de la DEA con el acento de Medellín: Me importa un culo.

Netflix América Latina (YouTube)

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