Arabia Saudí es uno de esos países donde los derechos humanos están escritos en papel higiénico. A menudo se nos olvida que los derechos humanos y, especialmente la libertad de expresión, no son manzanas caídas de los árboles sino dolorosas conquistas que han costado siglos, muchedumbres de muertos, toneladas de sangre y océanos de libros quemados. Hay otros derechos (al trabajo, a un salario justo, a la vivienda) que también se hallan en franco retroceso en occidente y por la misma razón: porque olvidamos cuánto esfuerzo llevó ganarlos. De vez en cuando aparece un mártir para recordarlo: aunque la palabra tiene connotaciones religiosas, no está mal traída ya que la inmensa mayoría de los mártires lo han sido en nombre de la religión y con su copyright encima. Empezando por aquel fulano llamado Jesucristo.
Ashraf Fayadh, poeta y comisario artístico palestino, fue condenado por un tribunal saudí a cuatro años de prisión y luego a muerte por los cargos de ateísmo, apostasía y ofensas al islam. Su delito: escribir versos. En un acto de gracia no poco gracioso, la pena de muerte ha sido conmutada por ocho años de prisión y 800 latigazos. Durante el proceso, como es habitual en Arabia Saudí, no tuvo derecho a un abogado y el juez ni siquiera se dignó a hablar con él. Lo que se oculta realmente tras la sentencia no es más que la reacción a la crítica política que se desprende de su poemario Instrucciones en el interior (2008) y a su grabación de imágenes de torturas por parte del régimen saudí. Aparte de las excusas religiosas, la sentencia contra Ashraf pretende erigirse en escarmiento contra toda la comunidad artística del país.
Es repugnante que los representantes de la comunidad internacional y muy especialmente de los países occidentales y europeos hayan permanecido en silencio ante éstas y otras no menos flagrantes violaciones de los derechos humanos. Es sencillamente ridículo que la ONU -ese solemne montón de vaciedades y basura paralelepípeda- nombrara el año anterior a Arabia Saudí defensora de los derechos humanos. El aliado fundamental de EEUU en el mundo árabe resulta, en muchos aspectos, una monarquía datilera, sanguinaria, retrógrada y paleolítica donde el culto al petróleo y al dinero está muy por encima de la vida y la dignidad humanas.
La editorial Los papeles de Brighton acaba de publicar Palabras para Ashraf, un libro colectivo de apoyo y homenaje al poeta palestino que cuenta con un nutrida antología de textos firmados, entre otros, por Antonio Gamoneda, Aurora Luque, Beatriz Becerra, Ben Clark, Isabel Camblor, Jesús Ferrero, Jaime Siles, Jordi Doce, Juan Carlos Mestre, Marta Agudo y Román Piña Valls. Cuando Juan Luis Calbarro, poeta y director de la editorial, me pidió colaborar en el proyecto no lo dudé un instante. Los textos -la mayoría de ellos poemas- fueron cedidos desinteresadamente y los beneficios del libro están destinados íntegramente a una organización en defensa de los derechos humanos en Arabia Saudí.
Al enterarme de la condena contra Ashraf, de inmediato pensé en la fatwa contra Salman Rushdie en 1989 por la publicación de Los versos satánicos. Estaba terminando la carrera de Filología Hispánica y de repente la literatura medieval se hizo presente en plena posmodernidad y de un modo por completo inesperado. Ilustres especialistas en derecho internacional y profesores de árabe discutían en tertulias televisivas si la novela en cuestión era culpable del delito de apostasía o de blasfemia. En realidad, era culpable de un delito mucho peor: la literatura, ese faro que ilumina las tinieblas desde nuestros orígenes y que a lo largo de los siglos ha ido pariendo textos tan peligrosos como La Ilíada, Hamlet, El Quijote y la Declaración de los Derechos del Hombre. La historia de Ashraf nos recuerda que los inquisidores siguen ahí, aunque en nuestro orbe occidental ya no suelen vestir de clérigos. También nos advierte de que la literatura, grande y pequeña, buena y mala, siempre ofende, ya sea a base de viñetas sobre Mahoma, chistes de mal gusto, teatros de títeres o novelas machistas.