CULTURA

Un paseo republicano por el Madrid de Arturo Barea, el escritor olvidado del exilio

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Arturo Barea es uno de los escritores exiliados republicanos más leídos y, para muchos, el mejor cronista del Madrid de la Guerra Civil. Su célebre trilogía La forja de un rebelde es un potente relato de resistencia del pueblo madrileño narrado en primera persona. Este año, por primera vez, el Instituto Cervantes realizó una una muestra de los libros del autor comisariada por el corresponsal británico William Chislett, responsable de haber despertado el fenómeno fan del escritor en Inglaterra, donde éste vivió su exilio. Aunque el escritor, vetado por el franquismo, sea poco conocido u homenajeado para la importancia de su obra, cada vez surgen más iniciativas públicas y ciudadanas que buscan devolverle al lugar que le corresponde en la historia.

Aunque Barea (Badajoz, 1897 – Faringdon, Inglaterra, 1957) nunca llegó a ver ediciones españolas de su obra y nunca pudo regresar su país, le hubiera gustado saber que su adorado Madrid ahora le rinde homenaje. Una iniciativa ciudadana consiguió en marzo del año pasado que el Ayuntamiento de Manuela Carmena pusiera el nombre del autor a la plaza de las Escuelas Pías en Lavapiés, barrio que le vio crecer.

Otra de las maneras de rescatar al escritor es recorrer Madrid junto a La Liminal, un colectivo conformado por Beatriz Martins y Yolanda Riquelme, auténticas conocedoras de Barea que llevan tres años organizando rutas críticas por Madrid desde una perspectiva de género. Cuartopoder.es realiza uno de estos 'tours' literarios para acercarse al autor. El frío aprieta, las reservas para los recorridos se agotan rápidamente. Hay mucha expectación entre las personas que asisten: casi todo el mundo ha leído a Barea y esperan aclarar algunas dudas sobre los emplazamientos que aparecen en sus novelas, ya que el autor no siempre los define con precisión.

Empezamos en la calle Alcalá, donde el escritor se convirtió en uno de esos muchos jóvenes que intentaban asegurar un puesto en los bancos de la época, y acabaremos en Avapiés –como llama a Lavapiés--, el barrio humilde de su infancia . Hay que echarle imaginación porque la calle Alcalá ha cambiado radicalmente. Las tiendas han invadido el que antaño era el terreno de las oficinas de los bancos. Barea trabajó aquí, fascinado por esta parte moderna de Madrid, donde reinaban los cafés y el bullicio, aunque siempre se negó a dejar de residir en su querido Lavapiés y llevar una vida de burgués que nunca le convenció. A través de un amigo, se afilió a UGT poco antes de ser llamado a filas para ir a Marruecos, donde vivió la derrota de Annual en 1921. A su regreso, comenzó a trabajar en una oficina de patentes de esta misma calle y se casó con Aurelia Grimaldos, madre de sus cuatro hijos.

Esta zona de Madrid aparece también en los relatos de Barea como el lugar donde se palpaba la enorme crispación y la polarización de la sociedad que precedieron a la Guerra Civil. En estas calles fue testigo de trifulcas e incluso asesinatos. Cuando estalló el conflicto, el escritor tomó consciencia de 'la palabra' como arma para defender la República de los golpistas y se convirtió en el responsable del servicio de censura de la prensa extranjera en el Ministerio del Estado, que lidiaba con las comunicaciones de los corresponsales extranjeros desde el edificio de la Telefónica de Gran Vía. También comenzó sus andaduras como locutor telefónico del programa 'La voz dormida', donde rescataba histórias de resistencia de ciudadanos madrileños anónimos que escuchaba en las tabernas, las cuales frecuentaba a menudo, ávido por conocer las vidas de sus vecinos.

Arturo Barea junto a su segunda mujer, la periodista austriaca Ilse Kulcsar.
Arturo Barea junto a su segunda mujer, la periodista austriaca Ilse Kulcsar./ Cedida por el Instituto Cervantes

Desde el edificio de la Telefónica, Barea vivió el asedio de Madrid, escuchó los bombardeos, que le provocaban enormes crisis de ansiedad, y conoció a quien sería el amor de su vida, la periodista austriaca Ilsa Kulcsar, un tipo de mujer culta e independiente al que jamás había conocido y que, al principio, le desagradó. La camaradería que surgió entre ambos, que compartían ideas políticas, les llevaría a ser amantes para finalmente contraer matrimonio. Ella, que dominaba cinco idiomas, se convertiría no solo en la principal traductora de sus obras, sino en la persona que probablemente convirtió a Barea en un escritor. Kulcsar fue quien se emocionó con los primeros escritos del autor y apreció como éste sabía llegar a “la fuente escondida de las cosas”, según sus propias palabras.

Fue un religioso, el 'padre Lobo', quien convenció a la pareja de que tenía que marcharse. Kulcsar estaba perseguida, había estado detenida, y el escritor ya había perdido el único trabajo que le quedaba, el de la radio. La pareja logró abandonar el país en febrero de 1938, en el coche de un diplomático inglés, por la frontera de La Junquera (Girona). Pasaron meses de miseria y hambre en París hasta finalmente llegar a Inglaterra –donde se afincarían definitivamente-- en febrero de 1939, pocas semanas antes de la derrota de la República. El escritor llegó con los nervios destrozados, vomitaba cada vez que escuchaba las sirenas antiaéreas, que le recordaban a los bombardeos de Madrid. Nunca podría regresar a su patria.

Lavapiés, el corazón de Barea y de La forja de un rebelde

Tras pasar por lugares como el antiguo Café Español, donde Barea acudía para escuchar las tertulias de sus escritores contemporáneos, acabamos en Lavapiés, el barrio donde residió siempre en Madrid y que marcó profundamente su vida. El autor comenzó a escribir La forja de un rebelde en el exilio,entre 1940 y 1945, ante la imposibilidad de regresar a su país y la necesidad de recuperar los recuerdos de su infancia y su ciudad, especialmente de Lavapiés. Sentía la necesidad de tratar de comprender las causas que condujeron a su pueblo a la guerra.

Su afamada trilogía es en buena parte una obra inclasificable, narrada en primera persona en forma de novela, pero a la vez con un personaje colectivo: el pueblo madrileño. Su obra es un monumento a la ciudad, pero también es un homenaje a la capacidad de resistencia de los ciudadanos. Un pueblo valiente que decide quedarse defendiendo Madrid ante el avance de las tropas franquistas, cuando incluso el Gobierno de la República había abandonado la capital para establecerse en Valencia.

Barea siente la necesidad de explicarse y por eso su obra vuelve a sus orígenes, su barrio, donde puede recopilar “humildes testimonios, de bondad, nobleza y generosidad”. Allí, en la calle Vélez de Guevara estaba la vivienda de su madre, una humilde lavandera que trabajaba en condiciones de extrema dureza para poder sacar a sus cuatro hijos adelante. Las pobreza de sus vecinos y vecinas, el recuerdo de las Escuelas Pías, donde pudo estudiar gracias a un tío adinerado, pueblan sus novelas. Terminamos la visita en la plaza de su colegio, el mismo que el escritor vio arder en la Guerra Civil y cuya imagen abre y cierra su obra. Ahora la plaza, emplazamiento de su infancia y juventud, lleva su nombre, Arturo Barea.

Arturo Barea y su perro Mickey.
Arturo Barea y su perro Mickey./ Cedida por el Instituto Cervantes

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