Virginia Cowles y Martha Gellhorn: dos grandes periodistas y un mismo olvido

  • Estamos ante dos grandes periodistas que, sin duda alguna, influyeron de una manera fundamental en el periodismo del siglo pasado y que merecen ser reivindicadas
  • Complicarse la vida son las crónicas periodísticas de Cowles sobre algunas de las contiendas bélicas más importantes del siglo XX

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El pasado mayo Tusquets publicaba con gran acierto Complicarse la vida. Una reportera en zona de conflicto (1937-1941) de Virginia Cowles. Tal vez ese nombre hoy en día no sea muy conocido, lo mismo que sucede con el de Martha Gellhorn. Quizás todos, en cambio, tengamos en mente a Ernest Hemingway o a Robert Cappa al pensar en corresponsales de guerra del siglo XX. Pero estamos ante dos grandes periodistas que, sin duda alguna, influyeron de una manera fundamental en el periodismo del siglo pasado y que merecen ser, por su enorme talento y valentía, reivindicadas.

Complicarse la vida son las crónicas periodísticas de Cowles sobre algunas de las contiendas bélicas más importantes del siglo XX. En ellas destaca el enorme interés de su autora por explicar la vida cotidiana de los pueblos en guerra. El libro comienza en Madrid en el año mil novecientos treinta y siete, cuando una jovencísima y audaz Virginia llega a la capital española para cubrir la contienda que asolaba el país, la primera gran lucha contra el fascismo en territorio europeo. Cowles no sólo asistirá con otros reporteros internacionales a los bombardeos incesantes del frente nacional sobre la ciudad, a la resistencia de un pueblo bravo con apenas aparato logístico bélico y se sentirá cautivada por los republicanos; también consiguió pasar al bando nacional, ser testigo de los fastos italianos y alemanes en Salamanca, de la entrada de las tropas en ciudades caídas o de inenarrables picnics preparados por los grandes generales de Franco para los periodistas mientras, a unos pocos kilómetros, se bombardeaba al ejército republicano en los montes. Salió de allí con vida, por cierto, casi de chiripa.

Pero ese salvarse por los pelos no quitó arrojo y pasión a su labor periodística. Estuvo en Berlín cuando Hitler invadió Polonia, en Praga poco antes de la llegada del ejército alemán mientras todos huían; espectaculares fueron también sus crónicas de la invasión rusa de Finlandia. A pesar de ser una mujer, consiguió entrevistar a Mussolini (de quien no guardó grato recuerdo), fue testigo de algunas de las arengas más famosas y pavorosas de Hitler, conoció a Winston Churchill o a figuras tan controvertidas como Unity Mitford. Pero lo que más conmociona de sus escritos es el retrato de la gente a pie de calle, la anónima. Su día a día, sus reflexiones, sus sentimientos: ver cómo la guerra cambia sus vidas.

Virginia jamás ocultó su simpatía por aquello que consideraba justo, como la República Española, pero siempre se propuso “cubrir ambos bandos” para contrastar los relatos de ambos. Harriet Crawley, su hija, afirmaba que los libros de su madre no eran de Historia: eran el relato de un testigo de aquellos tiempos, la narración de alguien que quiso poner por escrito esos terribles hechos para que nunca fueran olvidados. Y tiene razón, pero no por ello Complicarse la vida deja de ser una lección de Historia de primera mano, un libro necesario, hermoso y terrible que muestra, además, la paradoja de este mundo, que recuerda a los escritores que quiere (en su mayoría hombres) y deja relegadas en segundo o tercer plano a mujeres que jamás debieron ser olvidadas.

Martha Gellhorn, como Virginia, era una mujer hecha de otra pasta. Algunos la recuerdan injustamente por ser la tercera esposa de Ernest Hemingway pero Gellhorn fue, sin duda alguna, la mejor reportera de guerra de todo el siglo XX. De sus obras, en España Debate publicó El rostro de la guerra y Altaïr, Cinco viajes al infierno.

Con Martha las crónicas bélicas adquirieron un cariz tremendamente humano, emoción y calidez. Cubrió la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial, donde fue testigo de episodios históricos como la liberación de los presos judíos en los campos de concentración alemanes, hecho que cambió su vida para siempre. Pero su labor periodística no terminó allí: activa hasta casi los ochenta años, cubrió los conflictos de Finlandia, Vietnam, Oriente Medio, Nicaragua o El Salvador, solo por nombrar algunos. Y nunca, nunca dejó de posicionarse del lado del más necesitado.

Poseedora de un antifascismo que corría incansable por todas sus venas, suyas son algunas de las frases más hermosas sobre España y su contienda, enviadas en una carta a Eleanor Roosevelt en un intento desesperado por conseguir ayuda para la República:

Este país es demasiado bello para que los fascistas lo hagan suyo. Ya han convertido Alemania, Italia y Austria en algo tan repugnante que incluso el paisaje es feo. Cuando conduzco por las carreteras de aquí y veo las montañas […], los pueblos del color de la tierra y los lechos de grava de los ríos, la cara de sus agricultores, pienso: ¡Hay que salvar España para la gente decente, es demasiado hermosa como para desperdiciarla!”

Solemos asociar la guerra a los hombres; siempre relacionamos sus crónicas con intrépidos reporteros y soldados, que se jugaron la vida para dejar testimonio de unos hechos que nunca serán olvidados. Quizás por eso es la hora de volver la vista hacia la figura de dos grandes mujeres que, en un mundo de hombres, pusieron su talento y su vida en juego para firmar unos reportajes con la única finalidad de abrir los ojos al público. De explicar el horror de una contienda, sus hazañas y sus miserias y de frenar el mal. Tal vez es el momento de recuperar sus voces gracias a los libros y de recordarlas en una época que aún mucho nos tiene que enseñar bien entrado el siglo XXI.

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