El metro de Madrid vuelve al túnel (la autopista del sur)
Una noche poco antes de Navidad vi cómo las pantallas del metro de Madrid escupían la siguiente cifra: 25. Llevaban cinco minutos apagadas cuando aparecieron esos dos dígitos que levantaron un murmullo entre la gente que esperaba en el andén. No era tarde. El reloj aún no había dado las once de la noche. Pensé en ese cuento de Julio Cortázar, «La autopista del sur», que narra un atasco de tráfico.
Aunque los coches fueron concebidos para la velocidad —para no perder los días en tareas tan indeseables como ir en coche, por ejemplo— también sirven para lo contrario: llenar de impaciencia al conductor, destruir su capacidad de disfrutar del tiempo. Luego pensé en el arquetipo del empleado de metro o de ferrocarril. Un señor que examina su reloj de muñeca o que saca uno del bolsillo del chaleco, un individuo asociado a la puntualidad. Me pregunté si había una huelga. No la había. El gobierno de la Comunidad de Madrid ha gestionado las frecuencias del metro con tanta efectividad que ahora ni siquiera se nota cuándo hay una huelga y cuándo no: la espera es la misma.
En el relato de Julio Cortázar los conductores cometen el error de intentar regresar a París un domingo al atardecer por la autopista del sur. Al principio la chica del Dauphine intenta llevar la cuenta del tiempo mientras todos permanecen dentro de los vehículos por si las filas avanzan diez o quince metros. Después se aventuran a salir y caminar y cambiar algunas palabras con los otros conductores.
Tratan de averiguar qué sucede. Vuelven corriendo a los automóviles entre el tumulto de los cláxones para hacerlos avanzar diez o quince metros más e interrumpir la marcha de nuevo. Se hace de noche. De madrugada llegan a un acuerdo para apagar los motores y dormir. Ninguna autoridad se acerca por allí en ningún momento.
La primera autoridad del gobierno de la Comunidad de Madrid, Ángel Garrido, es un hombre que tiende al anonimato. Ocupó la presidencia sin que nadie se diera cuenta y se mantiene ahí del mismo modo. De todos los políticos del PP es el único que ha alcanzado la transparencia: ha alcanzado incluso la invisibilidad. Los retrasos en el metro comenzaron el día en que se activó el plan de Madrid Central, que restringe el acceso del tráfico contaminante al centro de la ciudad.
Amenazado por la posibilidad de que el proyecto del Ayuntamiento fuera un éxito, el gobierno de Garrido decidió boicotearlo desde dentro —desde el mismo subsuelo— y convirtió el metro en un proyectil que era disparado a través de un tubo contra cualquier ciudadano que hiciera la estupidez de querer acercarse a la puerta del Sol en navidades. Algunas personas ignoraban que la gestión del metro es competencia de la Comunidad y creyeron que el propio Ayuntamiento se estaba saboteando a sí mismo: que Manuela Carmena no pretendía únicamente impedir que circularan los vehículos a gasóleo sino también transformar los barrios céntricos en un paraíso esnob en el que la gente adinerada se desplazase en silencio dentro de sofisticados artilugios eléctricos.
Una idea que podían haber tenido ellos mismos, el propio PP. La izquierda favoreciendo a las clases altas, comportándose como lo hubieran hecho ellos, la derecha. ¿Qué sería lo próximo? ¿Privatizar el centro?
En la autopista del sur hacen falta comida y agua y medicinas. El ingeniero del Peugeot 404 empieza a intimar con la muchacha del Dauphine. Pronto queda claro que los jóvenes del Simca son unos maleducados; ponen la música a todo volumen y ni siquiera ofrecen sus camas neumáticas a los ancianos del ID. En pocos días se forman tribus.
El señor del Taunus es indudablemente el líder del grupo de seis u ocho coches que rodean al suyo. Un individuo que ha permanecido todo el tiempo encerrado en su automóvil sin hablar con nadie —un sujeto raro, sórdido— aparece una mañana muerto. Debaten qué hacer con el cadáver. Pasan más días. Varios hombres se organizan para recoger fondos y hacer una expedición a alguna de las granjas cercanas. Los granjeros los reciben a pedradas. Por suerte contactan con el dueño de un Porsche que suministra bebidas a cambio de dinero.
El metro de Madrid se inauguró hace cien años. Supongo que Alfonso XIII y Ángel Garrido se asemejan en eso: con uno y con otro el tiempo de espera de los convoyes traqueteantes —en 1919 y 2019— debió y debe ser parecido. ¿Cómo serían los viajes en metro de hace un siglo? Los viajeros charlaban; descubrían que eran vecinos o que veraneaban en el mismo pueblo. Surgían amistades y noviazgos. La chica del Dauphine y el ingeniero del 404 empiezan a pasar las noches juntos en los asientos del Peugeot. Un día ella se lo dice: está embarazada. Algunos se reúnen al anochecer alrededor de una fogata en el arcén y toman licor y juegan a las cartas. Comienza a hacer mucho frío; los jóvenes del Simca arrancan la gomaespuma de la parte interior de las puertas para fabricarse abrigos.
Recuerdo una época dorada del metro. Cuando «volaba», cuando costaba un euro y los empleados aún no habían sido sustituidos por máquinas. O al menos había una ventanilla atendida por un ser humano en cada entrada. El ingeniero anhela darse una ducha y yacer con la chica del Dauphine, recién aseada también, entre las sábanas blancas y fragantes de un dormitorio en París. Abrir un grifo y que salga agua, encender la calefacción. Pero la vida se ha convertido en eso: seis filas de coches que llegan hasta el horizonte y lanzan destellos de hojalata con el primer sol de la mañana. Esa noche antes de Navidad, durante la media hora que pasamos dentro de un túnel en la estación de Puerta de Arganda, el metro de Madrid fue la autopista del sur. La realidad paradójica de los relatos de Cortázar fue la de una parada subterránea. El tiempo retrocedió cien años. Y el metro de Madrid dejó de volar para hundirse en un túnel negro.
«La autopista del sur». Los relatos, 2: Juegos, Julio Cortázar (Alianza, Madrid, 2001).