George Steiner: el hombre que creyó haber destruido el alemán

  • Obituario del escritor, filósofo y critico literario fallecido el 3 de febrero
  • "Steiner fue un hombre que comprendió su tiempo en su juventud para luego pasar a una vejez bella, llena de triunfos, pero pesimista en su conservadurismo"
  • "Admiré siempre a Steiner pero creo que esa tendencia al moralismo le hizo no entender en su término cabal los fenómenos de cultura de masas de nuestro tiempo"

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Como a casi toda la gente de mi generación interesada en la crítica literaria la lectura de Extraterritorial nos dejó marcados del modo en que uno de enfrenta a una revelación: se le abren nuevos mundos en una visión que hasta entonces parecía algo oscura, en grisalla. Extraterritorial fue un libro esencial para entender el espíritu de los setenta del mismo modo que El castillo de Axel, de Edmundo Wilson lo fue para la generación de los treinta. Su autor era George Steiner, un profesor de origen judío, nacido en Paris en 1929, trilingüe en alemán, francés e inglés y que ejercía la docencia en alguna de las múltiples universidades anglosajonas de consumada reputación hasta que, finalmente, recaló en Cambridge, donde permaneció hasta su muerte acaecida este tres de febrero.

Antes de Extraterritorial este profesor había publicado varios ensayos que le habían dado reputación, como La muerte de la tragedia, un bello estudio sobre la imposibilidad de crear ese género en nuestro mundo al haber abolido la idea de totalidad y, por lo tanto, de transgresión trascendente, es decir, la imposibilidad de un Prometeo y su caída en la frustración más lúcida en el Zaratustra de Nietzsche; En el castillo de Barba Azul, donde proponía una redefinición del concepto de cultura, algo que le metía de lleno en la polémica muy propia de los sesenta sobre las nuevas formas de mirar el mundo que se estaban dando y, un librito delicioso sobre las distintas maneras de entender el hecho literario y, por ende, el mundo en Tolstoi y Dostoievski, contraste que en un tiempo provocó ronchas y que ahora no se termina de entender en su extraña rivalidad: así, cuenta John Barth que siendo alumno de Vladimir Nabokov en Cornell, éste le expulsó porque dijo que Dostoievski le gustaba. Estos odios soterrados, como la tendencia al menosprecio del mismo Nabokov por Cervantes, da para un libro pero tenemos que volver a Steiner.

Después, el profesor publicó, estamos en el 73, Extraterritorial, para mí la obra que mejor le define. En el libro sostiene la tesis de que ya desde la última década del siglo XIX se había producido una revolución en el lenguaje, que correspondía al radical cambio en las ciencias sociales, en la filosofía, en el arte y en las ciencias físicas. Ese cambio en el lenguaje promueve un modo distinto de abordar el lenguaje materno y,por tanto, del modo de crear. Para ello, Steiner, en los diez ensayos que componen el libro, estudia a Chomsky y su concepto de lenguaje, pero también la obra de Jorge Luís Borges, de Samuel Beckett o de Louis Ferdinand Céline, pasando por Wittgenstein y sus análisis lingüísticos o la lógica de Bertrand Russell y, por supuesto, su adorado Kafka y su fracaso del lenguaje en tanto en cuanto hay una valoración de lo que abarca el silencio. Brillante... y, por supuesto, en el fondo rabiosamente personal pues si Steiner conocía al ser más íntimo de lo  extraterritorial era él mismo: trilingüe, perteneciente al pueblo errante y curioso hasta el paroxismo por todas las modalidades de la cultura, un respeto sagrado por la creación, una tendencia a la crítica y, desde luego, al moralismo y al pesimismo. El extraterritorial era él.

Admiré siempre a Steiner, desde luego mucho más que a Bloom, pero creo que esa tendencia al moralismo le hizo no entender en su término cabal los fenómenos de cultura de masas de nuestro tiempo y, a pesar de la calidad enorme de Presencias reales, por ejemplo, siempre creí que ese libro era producto de una complacencia en el conservadurismo, algo muy propio de cualquier generación que se nota ya vieja: el abismo de la obsolescencia, fea palabra muy empleada por Goebbels, ronda esa sensación y en un hombre que ahondó tanto en las emociones como Steiner esa sensación tenía algo de fatalidad.

En plena recuperación económica alemana Steiner publicó El milagro hueco donde, remedando a Adorno, decía que el alemán ya no era ese idioma de Goethe, de Rilke ni de Thomas Mann, antes bien el hablado y escrito por los nazis y que por eso mismo era incapaz de crear belleza ni expresar emociones genuinas. Cada cual tiene su talón de Aquiles y esta convicción, muy comprensible desde el punto de vista personal pero insostenible a poco que pensemos con cierto sentido de la realidad, fue su debilidad, su gran debilidad... una debilidad que le llevó poco a poco a desconfiar del mundo contemporáneo en un proceso de continua idealización de una cultura humanista.

Es evidente que la tesis es absurda pues de ser así no habría idioma en el mundo que pudiera pronunciarse y, desde luego, la lección de Walter Benjamin profundiza mucho más por esa falta de incidencia en la emotividad. Me refiero a esa frase de que a todo documento de cultura le corresponde un documento de barbarie. Steiner no pudo llegar, por sombras muy personales que le perseguían, a esa tamaña lucidez del autor de París, capital del siglo XIX que, perseguido por los nazis, acabó con su vida en Port Bou y, desde luego, escribiendo en alemán.

Ello hizo de él personaje un tanto pesado entre sus colegas y recuerdo aún aquel pasaje en que Anthony Burgess, en su libro de memorias, Ya viví lo suyo, confiesa que se encontró con Steiner en el aeropuerto de Denver y le evitó porque temía que le iba a hablar del rollo ya habitual de la imposibilidad del idioma alemán para, etc, etc...

Esto demuestra una obviedad: que por mucho que no lo queramos, somos más producto de nuestro tiempo de lo que quisiéramos. Proust lo vio con meridiana claridad pero nuestro ego herido a veces no nos lo permite.

Steiner fue un hombre que comprendió su tiempo en su juventud para luego pasar a una vejez bella, llena de triunfos, pero pesimista en su conservadurismo, pesimismo que muchos confunden con la lucidez.

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