Zúñiga y el calor de las ruinas

  • Obituario de Juan Eduardo Zúñiga, Premio Nacional de las Letras
  • "Podemos celebrar ya que el segundo siglo de Zúñiga certificará la continuidad, cada vez más luminosa, de su obra literaria"

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Israel Prados, secretario de información y cultura de la Federación de enseñanza de CCOO Madrid. Además, es profesor en el IES Isabel la Católica y crítico literario. 

Me he enterado de la muerte de Juan Eduardo Zúñiga mientras escribía sobre las ruinas. Trabajaba en un artículo sobre la importancia del espacio literario, de la ciudad de Madrid, en su trilogía de libros de cuentos sobre la Guerra Civil y la Posguerra. Solo hace unos días caí en la cuenta de una vía de interpretación valiosa y en la que no había reparado antes, gracias a la clara analogía que puede establecerse entre uno de los cuentos del ciclo, Ruinas, el trayecto, Guerda Taro, y la poesía de ruinas, tan típica por ejemplo de nuestro Barroco.

Una de las razones por las que nos atraen las ruinas y nos parecen hermosas, por encima de su valor testimonial, reside en que las percibimos como crisálidas: elementos artificiales -formas artísticas, restos arquitectónicos- en pleno proceso de metamorfosis tras la que se integrarán, significativa y naturalmente, en el paisaje que las acoge. El cuento al que me refería se ambienta en los últimos días de la guerra, después del golpe de Casado, con las tropas de Franco a punto de entrar en una ciudad asediada ya durante casi novecientos días. Un miliciano recorre sus calles para hacerse con los papeles identificativos de un muerto, Eloy (el-hoy), con los que esconder su pasado. Pero el recuerdo de una fotógrafa alemana, Gerda Taro, lo entorpece. Su trayectoria y su ejemplo (no quiso huir de la ciudad cuando ya todo estaba perdido) acompañan al protagonista durante el largo trayecto e iluminan su conciencia como un símbolo de la necesidad de la memoria. En las últimas líneas, ante los escombros de una fachada bombardeada, en medio de la noche, su imaginación y su deseo proyectan en el vacío negro de lo que fue una vivienda la figura, ensangrentada bajo la luz potente de julio, de quien dejó su vida lejos de su patria.

Como en las ruinas gloriosas de ciudades célebres, que en el Barroco sirvieron también de metáforas del amor inextinguible, y no como los decorados de cartón-piedra de la impostada literatura testimonial nacida al calor de una institucionalizada y localista “memoria histórica”, en la literatura de Juan Eduardo Zúñiga -que parte de materiales de la más estricta realidad- reside el calor de la Historia y se cifran pulsiones antropológicas de significación universal. Por eso quien haya paseado con él por Madrid, ya sea por mediación de sus cuentos o por el asfalto, tal vez haya percibido en él una relación especial con el paisaje, sin duda algo muy parecido a lo que el crítico Mijaíl Bajtín reconoció en el novelista Walter Scott: “supo leer el tiempo en el espacio”; y escribirlo.

Después de haber leído y releído repetidamente los cuentos de la trilogía que conforman Largo noviembre de Madrid, La tierra será un paraíso y Capital de la gloria,  estoy convencido de que su capacidad técnica para evitar la crónica costumbrista de sucesos mediante la utilización de la riqueza referencial y emblemática de la ciudad (desde un punto de vista semántico, estructural, genérico y crítico) constituye uno de los avales fundamentales de su condición de clásico. Él mismo confesó que sus cuentos están informados por “una historia invisible de la ciudad”. Y acaso no haya mejor manera artística de sortear los baches de la historia cainita librada en la capital. Por eso, donde otros echan simplemente su cuarto a espadas bien para subrayar una coloración política o bien para desactivarla, Zúñiga, sin participar tampoco del “extremo centro” ideológico de la última hornada de narrativa guerracivilista (y de algún rescatado), se arroga la responsabilidad cívica -como su admirado Larra o sus queridos rusos- de explicar el fondo de costumbres ancestrales de su siglo e interpretar simbólicamente todo un cambio de época. Basta con que lean, por ejemplo, el relato al que me refería al principio y piensen en qué barrios se centra el recorrido apocalíptico, o por qué son tan importantes los palacios -aunque sea de manera alusiva-, sobre todo los que inundaban la Castellana -muchísimos de ellos desaparecidos después-, esos lugares en los que ni perduró el sueño de quienes los habitaron ocasionalmente, mientras creían que la tierra podía ser un paraíso, ni tampoco recuperaron ya el lustre de su antigua nobleza, apagada por el brillo cegador del nuevo tiempo del capital. Esta perspectiva, que tan bien reconocemos en la literatura centroeuropea, por ejemplo, ¿por qué no la encontramos con semejante profusión y profundidad en nuestra tradición? Y, sobre todo, ¿por qué no la echamos de menos?

Quien quiera profundizar en esta singular postura ética y estética de Zúñiga ante nuestra historia reciente haría bien en empezar por las palabras que le dedica en Desde los bosques nevados, su libro de ensayos sobre literatura eslava, al simbolista ruso Aleksandr Blok, el poeta que más le influyó, según confesó él mismo, y por quien descubrió la ciudad como objeto literario. De hecho, las palabras de Zúñiga sobre el célebre poema Los doce, podrían definir en gran medida su propia trilogía: “vino a ser un emblema del acontecer revolucionario, no una imagen romántica, sino ésta como síntesis de mil impulsos, de símbolos ancestrales de la decisión de vivir [...] que, con la rotura del orden establecido, emergían del abismo de las conciencias en un instinto de felicidad”.

Madrid no ha tenido, a diferencia de otras grandes ciudades, un escritor que le haya cantado con pasión, solo valiosos cronistas, dejó dicho Zúñiga. Y para entender de verdad estas palabras hay que tener en cuenta que en su obra, como en muchos de los grandes títulos de la historia de la literatura, como para la tradición clásica (que identificaba las ciudades con matronas), la ciudad se identifica con mujeres. Porque “una ciudad puede ser una madre” que defiende “con un círculo de amor, con un abrazo protector”; o a veces comportarse como una guerrera, casi como virgo bellatrix que expulsa lo nocivo y a la que se desea “como a ninguna otra, esquiva, inconquistable”; o como una reina “coronada de fuego y resplandores”; o como una fotógrafa que dejó en las ruinas “más que ninguno: entregó su hermosa vida a una digna tarea, a una justa causa perdida”.

Podemos celebrar ya que el segundo siglo de Zúñiga certificará la continuidad, cada vez más luminosa, de su obra literaria, que pervivirá entre las ruinas de la Historia del mismo modo que sigue latiendo el amor en las cenizas de los poetas barrocos y -según Cocteau- los relojes de pulsera de los soldados muertos.

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