CRÍTICA

El sueño de la razón produce monstruos

  • Comentario literario sobre el libro 'El sueño de la razón', de Berna González Harbour

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Novela negra: El sueño de la razón
Autora: Berna González Harbour
Edita: Ediciones Destino

La razón no puede echarse a dormir, su sueño crea monstruos. Como aquellos que ya plasmara Goya en la España que perdió la Ilustración: cainita, bruja, henchida de prejuicios, miserable… Con Berna González Harbour una trama social y una trama criminal se dan la mano doscientos años después. Las pruebas, y los complejos, ya los había dejado plasmados en sus grabados el primer fotoperiodista español: Francisco José de Goya y Lucientes. Los paralelismos, de entonces y ahora, los dibuja y precisa esta autora con magia y mítica en esta radiografía distante pero no tan distinta.

Cuando empieces a leer prepárate antes para una noche sin dormir. El sueño de la razón es una novela de dos veces (al menos), de dos lecturas. La primera, arrollado por la trama, los acontecimientos y una literatura precisa y bella, te sorprenderá con la última palabra. La segunda, para asimilar matices, para la reflexión, para el deleite.

El sueño de la razón
Portada del libro 'El sueño de la razón', de Berna González Harbour

La novela negra rebrota hoy en día, brillante y con fuerza, de la mano de autoras femeninas que le han imprimido nuevos matices. Quizás una de sus mejores representantes, aunque injustificadamente no de las más populares, sea Berna G. Harbour. Este género literario siempre ha sido muy de autores masculinos y detectives viriles, marginales, un tanto antisistema. La comisaría Ruiz resulta irreverente, escéptica y rebelde con el mando incompetente, expedientada, indisciplinada, y por supuesto, insultantemente eficaz. También inevitablemente querida, femenina, respetada por su equipo…, pero sobre todo, cautivadora, muy cautivadora.

Hasta la Semana Negra de Gijón ha claudicado este año a sus encantos y le ha galardonado con el premio Dashiell Hammett. Por cierto, segunda vez que lo consigue una novela negra en femenino. La comisaria Ruiz ya lo había intentado también en el 2018 y entonces había quedado a las puertas, como finalista. Lo hizo con la entrega anterior: Las lágrimas de Claire Jones.

El Madrid que nos enseña en El sueño de la razón a golpe de pedal, mágico y místico, como lo fueran aquellas barcelonas de Eduardo Mendoza o Carlos Ruiz Zafón, dibujado en brochazos de aguafuerte, goyesco… A veces transita por sus calles castizas o no, por sus refugios subterráneos, por sus casas solariegas okupadas, sus cementerios de huesos históricos y sobre todo por ese río que no es un río… Puedes encontrar una pequeña muestra en el fragmento textual que he elegido de El sueño de la razón:

«Ante ellos se abría un lodazal. Y en medio, un perrillo hundido hasta el cuello. Aquel era un lugar insólito, porque toda la sequedad que cuarteaba los parques de Madrid a estas alturas de mayo se desvanecía en una hondonada donde ellos mismos empezaban a chapotear. Las mangueras de las que manaba el riego estaban rotas, y el agua fluía campa abajo, a chorros, hasta convertir la tierra en un inmenso barrizal. El muro del cementerio se curvaba en ese preciso lugar de tal manera que esa mezcla de arena, tierra y agua había quedado atrapada en una presa improvisada que podía ser mortal. Y el perro, una especie de fox terrier negro, joven y pequeño, se había hundido al intentar subir la cuesta junto a la pared del cementerio sin encontrar un suelo. Hasta sus largas orejas se iban manchando de barro mientras intentaba mantener su hocico a flote, gimiendo en aullidos cortos y tenues, pero desesperados, y sin apartar la mirada de algún punto en lo alto de la cuesta que no lograron atisbar. Estaba vivo, pero si no lograban hacer algo a tiempo, iba a hundirse rápidamente en la ciénaga.

—Pobrecillo, cómo se ha metido ahí —clamó María.
—O cómo lo han metido ahí, más bien —replicó Martín—. Esto no es casual.

Intentaron adentrarse en la zanja, pero también se hundían en el barro y no podían avanzar. Martín trató de hacerlo pegado a la pared, pero la tapia era lisa, estaba encalada y sucia y no tenía ninguna grieta ni vegetación que sirviera de agarre. De pronto, el perro se quedó quieto, con la cabeza aún a salvo, paralizado en el lodo. Podían imaginar sus patas intentando alzarse sin conseguir un punto fijo desde el que levantar el torso, muy pesado ya por el barro acumulado en la piel. El cachorro seguía mirando hacia arriba y ni la presencia de los dos amigos le distrajo de su terca concentración. Era como si aún quisiera seguir adelante, mientras tuviera fuerzas, hacia arriba, en lugar de retroceder a un punto más seguro. Ahora su hocico también estaba impregnado y aspiraba las últimas bocanadas de aire antes de verse sumergido, atrapado ya irremediablemente en el lodazal y aún atraído por lo que desde arriba lo mantenía atento».

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