COMUNICACIÓN / El premio al programa de Pablo Motos ha unido a la izquierda y la derecha en un desprecio compartido

Cultura bananera

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El Hormiguero
Edición de 'El Hormiguero', el programa presentado por Pablo Motos, cuando acudió Fernando Alonso. / Flickr

En este planeta tecnificado donde se cuantifican incluso los sentimientos, existen observatorios sociológicos que catalogan a los países según la cantidad de prejuicios que corren por las venas de sus habitantes, con los correspondientes índices, rankings y mapas para medir, por ejemplo, el racismo, la libertad de expresión o la violencia machista. Si este afán numérico nos llevara a elaborar un escalafón mundial de victimismo, es probable que España quedara entre los primeros puestos. El señalamiento personal de un culpable plausible ―el chivo expiatorio― es una actividad en la que los españoles pueden considerarse expertos. Durante la Guerra Civil y los largos años de franquismo, la espeluznante costumbre de denunciar a parientes, vecinos y amigos se convirtió en algo considerado “normal” (esa palabra siniestra que tantas anormalidades ha homologado). Si en otros terrenos España ha tardado en ponerse al día, en cuestiones de culpabilización y victimización no le ha hecho falta ningún cursillo acelerado. Como dice sarcásticamente el periodista argentino Alejo Schapire, el Occidente actual es una civilización admiradora de los superhéroes donde todo el mundo parece querer ser una super-víctima. Recordemos a Adelaida García-Morales entrando en una Delegación de la Junta de Andalucía y definiéndose como una escritora arruinada antes de pedir dinero o a los cineastas españoles que año tras año culpan al Ministerio de Cultura del fracaso de sus películas.

En el Occidente del siglo XXI el sadomasoquismo subconsciente que divide a la humanidad en víctimas y verdugos ―implícito en la conducta humana según la psiquiatría post-freudiana― habría llegado a tales niveles de refinada perversidad que se estaría produciendo un intercambio de roles. Con cada vez más frecuencia, tras el rol de la publicitada víctima occidental se escondería de hecho un astuto verdugo cuya superioridad no se demuestra mediante la violencia física, sino mediante la manipulación política de una “inferioridad” convertida en modus vivendi. El nacionalismo catalán sería un perfecto ejemplo de este parasitismo epidémico en el Estado del Bienestar de las democracias occidentales.

En medio de la obsesión mediática con el referéndum catalán del 1 de octubre, otra modalidad de refinado sadomasoquismo ha logrado colarse por los angostos entresijos que deja la política en España. El programa televisivo “El Hormiguero” de Pablo Motos, que cumplirá mañana once años de agitada vida, ha recibido uno de los Premios Nacionales de Cultura de 2016, concretamente el Premio Nacional de Televisión, dotado con 30.000 euros (procedentes de nuestros impuestos). En Twitter ―red social que funciona como un tribunal popular―, el premio al programa de Pablo Motos ha conseguido lo que pocas personas o ideas logran en España: unir a la izquierda y la derecha en un desprecio compartido.

“El Hormiguero” es, desde hace once años, un vía crucis obligatorio para los artistas nacionales e internacionales, cuyos managers prácticamente les obligan a asistir con el argumento irrebatible de la alta audiencia. En el caso de las campañas mundiales de promoción que incluyen a España en sus circuitos, Pablo Motos somete a sus invitados extranjeros a una despiadada tortura pública consistente en reírse de ellos aprovechando que no entienden el cachondeíto español. La actriz sudafricana Charlize Theron no ha querido volver al programa en abril de 2017, cinco años después de haber tenido que “bailar música sexy y hacer juegos de química como si estuviera en bachillerato”, según contó públicamente en Estados Unidos a su regreso. “No entendía nada”, resumió Theron con llaneza. Igual le sucedió al actor neoyorquino Jesse Eisenberg, que encarnaba a Mark Zuckerberg en la película de David Fincher “La red social”. En 2010 Eisenberg acudió al “Hormiguero” a presentar la película y regresó a su país diciendo que el programa “está diseñado para humillar a los invitados extranjeros”.

Tras la concesión del polémico premio, las redes sociales olvidaban durante unas horas el nacionalismo catalán para denunciar el estrambótico concepto de “Cultura” que parece manejar el poder político en España. En Twitter reaparecían las patéticas imágenes de Pablo Motos palpándole el trasero en enero de 2016 a la cantante Mónica Naranjo, sometida al ‘método Hormiguero’ durante la promoción del álbum correspondiente. En abril de este año la periodista Esther Mucientes había firmado en El Mundo una columna titulada “El hombre que no amaba a las mujeres”, donde denunciaba el tratamiento de Pablo Motos a las protagonistas de la exitosa serie española “Las chicas del cable”. Así las cosas, la cultura española del siglo XXI parece tener todavía ―42 años después de muerto Franco― una extraña consistencia encadenada a la financiación estatal. En un extremo, el victimismo subvencionado del cine español. En el lado opuesto, el sadismo nacionalmente premiado de Pablo Motos. En medio, donde tendría que haber una sana industria cultural sintonizada con el público, parece haber un enorme vacío pespunteado de éxitos personales inconexos. Este es el panorama tercermundista de la cultura en España tras cuarenta años de franquismo y cuarenta de bipartidismo corrupto.

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