¡Cómo son los ricos!

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Imagen de archivo de Warren Buffet -tercera fortuna del mundo, según la revista Forbes-. uno de los que ha pedido pagar más impuestos. / Wikipedia

“Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que entre un rico en el reino de los cielos” (Mateo, 19-24). Sin embargo, desafiando la severa advertencia divina, varios ricos franceses, alemanes e incluso tímidamente el jefe de la patronal madrileña se han lanzado en tromba durante las últimas semanas prestos al rescate de las destartaladas haciendas públicas. Destrozando también los estereotipos dibujados por El Roto, algunos potentados de frac, sombrero de copa y habano siempre adherido a los labios exigen a sus gobiernos que les hagan pagar impuestos más altos. Pero si un ser tan recto e inteligente como fue Jesús de Nazareth desconfiaba hasta el tuétano de los millonarios y le puso un precio tan oneroso a su salvación (el Unigénito pudo, pero no lo hizo, modificar ligeramente su amonestación utilizando –es sólo un ejemplo- el sustantivo cabello para facilitar un poco la entrada de los hombres y mujeres de las finanzas en el agujero luminoso que, dejando atrás el paraíso fiscal, da acceso al paraíso celestial), no veo razón alguna que nos obligue a nosotros, pecadores con reiteración y mucho más intolerantes que Cristo, a comportarnos de otra manera con los adinerados; a ser más papistas que el papa; a ser más indulgentes con personajes, es un suponer, como Ana Patricia Botín (en el no imposible caso de que ella y su familia quisieran pagar voluntariamente el doble de lo que les va a pedir el fiscal por sus cuentas ocultas en Suiza). Insisto: me parece ridícula la pretensión de que los zurrados individuos de las clases medias y populares hagamos por una vez de banqueros de la virtud y concedamos algún crédito moral precisamente a quienes conservando su abultada bolsa se han librado de las peores consecuencias de la crisis económica (si es que algunos de ellos no la han causado directamente con la misma falta de escrúpulos a la que ahora llaman generosidad).

No obstante, la mayoría de los medios de comunicación alaban a estos millonarios encomiando su beau geste redistributivo, que les eleva al santoral contemporáneo junto al altar de San Francisco de Asís, famoso entre otras cosas por haber regalado su capa a un pobre caballero venido a menos. Por su parte, los gobiernos –casi todos- han enmudecido o están reticentes y no acaban de extender la mano para aceptar tan inesperado regalo. Como si no lo merecieran (o les dejara con el culo al aire por no haberse adelantado a cobrar con la fuerza de la ley lo que ahora se ofrece como una exacción espontánea). Y el pueblo, me parece a mí, está confuso y no comprende bien las intenciones de los modernos samaritanos abanderados por el norteamericano Warren Buffet. ¿Qué diantres está pasando en esta época en la que todas las cosas se han dado la vuelta y están del revés? ¿Por qué los ricos desprecian una parte considerable de su dinero y quieren destinarlo al gasto de los parados y otros desfavorecidos por el “clima económico”, dicho sea a costa de utilizar la expresión –¿desfavorecidos por quién o por qué?- neutra e impersonal de un lenguaje público almibarado que ha abdicado en todos los casos de los términos explotación o dominación? Quizás no haya prestado la suficiente atención, pero, que yo sepa, ningún académico ha dado en profundidad su opinión sobre un interrogante -¿por qué algunos sujetos nominados por la revista Forbes se han vuelto de pronto tan estupendos?- que ni siquiera se plantea la teoría económica que enseñan a sus alumnos. Los plutócratas han sido en esta ocasión tan heterodoxos al impugnar el presupuesto esencial de las ciencias sociales -el afán inmoderado de lucro del homo oeconomicus- que no se extrañe el lector si coincide en el ambulatorio con el profesor Rodríguez Braun tratándose las migrañas.

Alguien ha dicho que la actitud de esos ricos expresa certeramente su racionalidad para la conservación de la riqueza y su mentalidad de cálculo. Si el sistema económico entrara en una nueva recesión sin salir de la que ya padecemos correría el riesgo de desmoronarse ante las narices de unos gobiernos incapaces de revertir la caída. Frente a esa eventualidad, los magnates –según esa opinión respetable- prefieren pagar la prima de un seguro que garantizaría su supervivencia y apuntalar las patas del capitalismo antes que la riada del caos y la revuelta social destruyan sus enormes fortunas. Mejor donar un poquito que exponerse a perderlo todo.

No estoy de acuerdo. Hoy ninguna revolución es posible porque no queda ya ningún poder político que conquistar, sólo calderilla. En las sociedades desarrolladas del siglo XXI, cualquier aspirante revolucionario al poder haría el ridículo que hizo Pompeyo cuando intentó apoderarse de las riquezas del Templo de Jerusalén. Entrando atropelladamente en el sancta sanctorum, el general romano abrió el arca de la Ley para descubrir que en su interior no había nada de nada. Sólo suposiciones. Los que se reían, por trasnochado, del viejo concepto de desarrollo de las fuerzas productivas, encabezadas en nuestro tiempo por las tecnologías de la información y los servicios financieros, quizás estén algo más preocupados por el ejercicio actual del poder político como una parodia de la fuerza que mantuvo hasta ayer mismo. El poder encontrará sin duda, como los buenos actores secundarios, alguna forma más digna y airosa de servir a los verdaderos protagonistas de la función y, simultáneamente, también logrará administrar con algo más de eficacia los intereses de la mayor parte de la población. Démosle tiempo a los políticos y a los financieros para recomponer el mecano. Los ricos no tienen ningún horror al vacío. Su dinero (el propio y el que colocan como gestores de negocios ajenos) mueve el mundo. Su dominio se alía con la precariedad de los demás y con nuestro instinto de conservación. Pero no hay necesidad de pantomimas, ni de presumir de pagar más impuestos que nadie.  Como si los ricos lo hicieran por el morro y sin que nadie les obligue.

La palabra clave no es liberalidad, sino intercambio. O, mejor, contraprestación. Los ricos nos pagan por haberles dejado campar a sus anchas en su búsqueda y logro del dinero que tienen. En la sociedad actual nada es lo que parece salvo el deseo universal de obtener todo el dinero que se pueda. Los demás bienes y valores van y vienen, cambian, son un artículo de broma, se visten de diversos colores pero son contingentes y, en el fondo, poco representan frente a la permanencia y el valor absoluto del dinero. Especialmente, el voto. Los grandes operadores en los mercados, naturalmente, no obtienen nada gratis. Siempre pagan lo que compran, aunque se trate de una compra negativa, la remuneración del sistema político por no hacer nada que les inquiete. ¿Qué bienes compran los apoderados de las grandes compañías en el ámbito público, fuera de sus negocios estrictamente privados? Desde antiguo intercambian su dinero o sus favores (generalmente en beneficio de las campañas y aspiraciones electorales de los políticos) en contraprestación de la influencia y poder de decisión de los cargos públicos para que las leyes, creándolas o modificándolas, se adapten a los proyectos de los grandes inversores. A eso se le llama hacer lobby. Otras veces los ricos –sin son delincuentes- dan su dinero, sin más, a cambio de un acto ilícito que favorece un designio particular. A eso lo llamamos corrupción. La tercera fórmula de retribución de los servicios políticos prestados es la que aquí estoy analizando, la oferta de satisfacer más impuestos que los vigentes sin que los poderes públicos se lo exijan necesariamente a los presuntos filántropos. Yo lo llamaría, a falta de una definición mejor y más corta, el precio diferido y a plazos de la impotencia política. Las tres son las formas más usuales de hacer negocios, si bien la tercera y última es también la más moderna y refinada.

Hacer lobby está menos de moda cada día que pasa, al estar también en disminución el poder real de los políticos parlamentarios. La corrupción, por su parte, es una grosería que sólo interesa a los bajos fondos de la economía y de la política municipal. Es un guiso ordinario para gentecilla, algo propio de constructores y concejales de urbanismo. En cambio, ofrecerse a satisfacer más impuestos con los ojos húmedos y brillantes por la emoción de vivir en sociedad y compartir los sufrimientos de los pobres es el nuevo prototipo de la moral del señor. Los ricos nos pagan por haber retirado poco a poco las trabas legales (tributos reducidos o no perseguidos, normas laborales, aranceles comerciales y leyes sobre control de cambios) que forzosamente les hemos permitido –a través de nuestros representantes políticos- evadir desde que implantamos el mercado mundial de bienes, servicios y capitales. Nos pagan por retirar el andamiaje político del solar en el que han edificado sus mansiones. No hemos cedido sin esfuerzo. El valor de nuestra resistencia frustrada tiene un precio que ahora nos abonan. Cada Estado nacional ha cumplido lo que se esperaba de él bajo la condición suspensiva de que le cerraran el grifo indefinidamente. Nos lo debían y ahora nos pagan el último plazo del precio. Si alguien estima que las anteriores son sólo elucubraciones sin fundamento o extravagancias de humor negro, le aconsejo que abra la nueva Constitución y vea cómo nos han atado a su palo mayor para que no caigamos en la tentación dejándonos seducir por los peligros de la soberanía política de los ciudadanos. Aunque escurridizo, ese lazo es la mayor lección de pedagogía política de los últimos treinta años. Pero, por encima de todo, ése sí que es un bromazo monumental que se pagará como es debido.

5 Comments
  1. A saber says

    Muy sugerente y acertado artículo

  2. Treparriscos says

    Disfruté leyendo su artículo.

  3. J Mos says

    Muy bien señor Bornstein. Desenmascara la hipocresía que invade el mundo actual. Nadie da nada a cambio de nada, y menos los ricos, por que por eso son ricos. Debemos agradecer a la ciencia, que todavía no se ha encontrado ningún planeta habitable, por que sino allí se irían los ricos y poderosos y trapichearían en este, como ya lo hacen, habitado por nosostros, el resto de de la humanidad. de momento aunque en diferentes partes, seguimos en el mismo barco. Por cierto en el colegio me decían los curas que la guja, se refería a unas puertas quem había en aquella época, y llamaban ojo a su parte superior. No se como se debe interptar, el texto, pero conesto si tiene una ligera posibilidad de salvarse, haciendo contorsionismo.

  4. Joe Lion says

    Excelente artículo.

    No obstante, disiento con el autor en un punto: esa pretendida «generosidad» de los ricos y poderosos no es moderna. Sí que se trata de una forma sofisticada, pero desde luego no es una forma moderna de «pagar por los servicios públicos» a los intereses privados.

    Ya en la Grecia helenística o en tiempos de la República romana existían los evergetas o el fenómeno del evergetismo: los evergetas eran aquellos que ejercían la generosidad pública y visible, eran los ricos que pagaban los juegos circenses, los que distrtibuían el pan y las limosnas durante los descansos de las luchas de gladiadores, los que financiaban vias romanas, puentes, acueductos, etc…

    El fenómeno del evergetismo estaba íntimamente ligado a otros fenómenos políticos, entre otros, al clentelismo, esto es, a ese fenómeno consistente en comprar los servicios de todo tipo a potenciales clientes defensores de las causas políticas del rico, clientes que también podían ser matones, etc….

    El evergetismo también tenía, y tiene, un elemento psicológico esencial: el de tranquilizarse a uno mismo la consciencia.

    En USA, los Rockefellers y otros «evergetas» del s. XIX que se enriquecieron con los oscuros negocios de la industrialización financiaron luego universidades, becas para estudiantes «desfavorecidos», hospitales a través de sus fundaciones, pero también clubes de beisbol, etc…

    Nobel fue otro evergeta famoso, esta vez sueco, que después de haberse enriquecido con el armamento, montó el tinglado de sus Premios.

    Más recientemente, otros nuevos evergetas han nacido: los oligarcas rusos, por ejemplo, quienes, con cierto mal gusto, financian clubes de futbol, o los evergetas árabes, etc…

    Así pues, esa generosidad ni es verdaderamente altruista (porque de lo contrario sería discreta, silenciosa) ni es moralmente aceptable (porque auque conforme a la Ley desde el punto de vista jurídico, no es conforme a los elementales principios de la Justicia, que en materia fiscal dicen que paga quien más paga, y esos ricachones deberían haber pagado ya muchos impuestos).

  5. Luismi says

    Le veo muy «indignado», sr Bornstein. No, ahora en serio, tiene usted toda la razón. El dominio de esta gente es intolerable.

    Por cierto que hay un artículo en nuestra Constitución que parece que nadie quiere hacer cumplir, el 31,1: «Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio».

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