La educación, la sanidad y el ‘doctrinarismo liberal’

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William Stanley Jevons. / Wikipedia

Creo que el colapso de las finanzas públicas nos ha despertado definitivamente de nuestros sueños de progreso. La quiebra del capitalismo contemporáneo ha tenido el efecto retroactivo de succionarnos hacia el interior del túnel del tiempo. Lo ha conseguido de manera real. Hoy no somos espectadores de una serie televisiva de ciencia ficción, sino viajeros de carne y hueso que se dirigen contra su voluntad a un lugar inhóspito del pasado. Viajamos demasiado rápido hacia ese punto abandonando el lastre de unas costumbres políticas y económicas muy sensatas pero contrarias al sentido de la marcha actual. Al parecer el progreso es ya una rémora para la salvación de las economías europeas.

Después de la Segunda Guerra Mundial se produjo un achatamiento del espacio ideológico. La devastación dio paso, en Europa, a una convergencia del polo norte y el polo sur de la economía política. El Estado de bienestar fue la consecuencia del pacto social y político suscrito por la socialdemocracia y las grandes formaciones de la derecha europea que puso fin al conflicto permanente que, antes de la Guerra, había dado jaque mate a la democracia. Desechadas la violencia revolucionaria, de un lado, y de otro la explotación laboral más cruda y la negación de los derechos políticos plenos a los trabajadores y a las clases populares, el Estado de Bienestar (aunque en declive desde los años 80 del siglo XX) ha garantizado hasta la recesión actual la estabilidad, la paz y la prosperidad en nuestro continente. Las piezas básicas de esa estructura política han sido tres derechos universales garantizados por el sector público y financiados con impuestos personales de carácter progresivo: la educación, la salud y las pensiones. Esas prestaciones estatales no han llegado a todo el mundo, desde luego, pero, con las variaciones nacionales que todos conocemos, se puede calificarlas como mayoritarias y suficientes. De tal forma que han otorgado su carta de naturaleza a la llamada sociedad de los dos tercios, es decir, el sujeto colectivo que ha sido el respaldo y ha legitimado el ejercicio de un poder público que ahora, con la crisis, carece de libreto para dialogar con su base social. Ajustes, ajustes y más ajustes es el contenido exclusivo de la oferta política que ese poder impone sin contemplaciones a los ciudadanos. Especialmente a los que carecen de otros recursos para ir tirando.

En mi opinión, al sistema político democrático – puesto en inferioridad de condiciones si no fuera de combate por el desarrollo de la fuerza tecnológica de la comunicación, la sofisticación de las técnicas del riesgo financiero y la creación de un mercado universal para el intercambio de servicios- le ha fallado su instinto de supervivencia. La superestructura política prevista por los marxistas para controlar y regular las fuerzas de la técnica y del desarrollo de la economía no ha hecho acto de presencia. Su hueco continúa ocupado por la vieja pieza del museo de la política que es el Estado-nación sencillamente porque la anarquía económica hace casi imposible que una entidad política de la misma dimensión global entierre al muerto y lo sustituya en la dirección de los asuntos públicos. Precisamente por eso ni siquiera los ganadores económicos del momento –que los hay, sin duda alguna- tienen asegurados sus intereses a largo plazo. Esta ausencia de reglas es la que está precipitando unos severos ajustes a la población por parte de unos Estados que se encuentran desbordados por la simple inercia, en este caso vertiginosa, de los hechos. A esta inercia me refiero cuando uso la metáfora de que nos estamos deslizando en el pozo del tiempo. No sé si hemos tocado el fondo de ese pozo, pero en estos momentos nuestro retroceso temporal al que los hechos nos transportan sobrepasa, en el mundo de las ideas, un tiempo de más de cien años. Estamos viajando a una época predemocrática, al pensamiento político conocido como doctrinarismo liberal. A un tiempo de raquitismo del Estado en cuanto al intervencionismo del sector público en la economía, sin Seguridad Social, sin pensiones, sin instrucción universal, con un predominio absoluto de la propiedad privada como soporte exclusivo del valor social del individuo que se dice libre, sin que su patrimonio pueda ser gravado en beneficio de una comunidad política que se desvanece y pierde su problemática pero efectiva cohesión anterior. Todavía no hemos alcanzado ese nivel, aunque todo se andará. Basta contemplar la asimetría entre los severos ajustes sociales y la desfiscalización durante los últimos años de la imposición sobre la riqueza y el ahorro. Es sorprendente que la anemia fiscal del sector público conviva sin muchos problemas con los beneficios fiscales a las transmisiones mortis-causa, a las donaciones en el ámbito familiar, a los grandes patrimonios, en suma. A una riqueza que no penetra en los circuitos de la economía y permanece ociosa.

En este punto resucita ante nosotros el economista británico William Stanley Jevons (1835-1882), de cuyo semblante nos dejó J.M. Keynes (que tuvo muy buena noticia personal de él, pues Jevons fue profesor del padre de John Maynard en Cambridge) unas páginas memorables. Jevons, un pensador excéntrico, incisivo y honrado, pionero en la investigación matemática sobre el principio de la utilidad marginal o decreciente, fue un individualista a menudo feroz contra la participación del Estado en la economía y enemigo de los servicios públicos prestados a los trabajadores. Sobre la sanidad pública dijo lo siguiente: “El deber me impone cuestionar la política de toda nuestra beneficencia médica, incluidos los dispensarios, las enfermerías, los hospitales públicos libres, y una gran parte de la lista de la caridad privada. Quiero decir que el conjunto de esas instituciones caritativas fomenta en las clases más pobres un sentido de dependencia de las clases más ricas en lo que respecta a exigencias normales de la vida a las que se les debe incitar a atender por sí mismas”. Jevons fue, con Alfred Marshall, el principal teórico del laisser-faire de su tiempo, aunque el principio de oportunidad o conveniencia social podía restar rigidez a la teoría. A diferencia de la asistencia médica, en la educación Jevons era partidario de destinar el suficiente gasto público, pues la instrucción estatal mejoraba el “carácter” de los pobres.

El eminente e instruido economista que fue William Stanley Jevons  -en 1876 había obtenido la cátedra de economía política en el Universitary College de Londres- demostró, pese a su sabiduría académica, no saber cuidar de sí mismo. A la no excesivamente provecta edad de 46 años Jevons se ahogó en la piscina de un balneario de Hastings en una soleada mañana de domingo. La moral liberal e individualista del triunfador autosuficiente sin dependencia de la comunidad política en la que vive se desmiente a sí misma ante la irrupción de cualquier problema de cierta envergadura de la vida real. Si al individuo le acompaña la pobreza desde su nacimiento, la independencia humana es todavía más ficticia. El propio Jevons, cuyos recursos familiares eran escasos en su época de estudiante, dejó anotado en sus Letters and Journal, en una de las entradas del año 1865, esto que sigue: “En un mundo enamorado del dinero y que va en pos de él incesantemente no resulta fácil soportar el sentido de nulidad y de vacío que la miseria implica”.

La destrucción masiva de empleo en nuestro país, el cierre de numerosas pequeñas empresas a diario, la falta de expectativas laborales para los individuos más jóvenes, y un largo etcétera, son una calamidad social a la que ahora se añade otra no menor en forma de ajustes brutales en los servicios públicos de la salud y también en la escuela, en la universidad y en la investigación financiadas por la comunidad política. El desastre no tiene precedentes y el sentido de vacío individual que todo ello implica ha dado paso a un sentimiento de indignación colectiva que más pronto que tarde puede ceder el paso a acciones más contundentes que acaben definitivamente con la ficción de que los ciudadanos españoles estamos regidos por una estructura institucional que nos procura cohesión política y social. A las elites que dominan esa estructura habría que recordarles, especialmente ante la inminencia de las elecciones generales, la ética de la responsabilidad pública que el filósofo José Luis Pardo simboliza mediante el principio de Arquímedes. A través de la aplicación de la prudencia para evitar los desbordamientos que ninguna sociedad puede soportar. Aunque, en mi opinión, quizás se trate de una exigencia colectiva imposible si fuera cierto que esas elites viven, utilizando ahora la metáfora de Spinoza, en la casa que el judío de origen portugués denominó el asilo de la ignorancia. Lo comprobaremos enseguida.

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